Me
calzo mis zapatillas, mis pantalones baratos y mi vieja camiseta
calada de la Escola de Basket de la Penya; que curiosamente, todavía
me viene. Entro decidido. Y al montarme en la bicicleta estática
del gimnasio
donde
solo los obsesos de la obesidad y mayores, hacen kilómetros non
stop.
Y
pese
a que tras la pared contigua, el chumba
chumba
del spinning se hace dueño del silencio. Mi desconexión total es
tal, que sin la necesidad de ningún auricular, la cadencia
de bonanza melódica
es
lo único que necesito
para marcar mi ritmo: más lento, rápido, o constante.
La
mayoría necesitan un estímulo vigoroso, y hasta me atrevería,
estresante. Para centrifugar la ansiedad diaria y convertirla en
músculos, biceps y calorías en combustión.
Pero
yo, sin embargo, soy capaz de blanquear la mente con mis pasados
recuerdos ciclistas de hace treinta años. E imaginar que transito
entre las retorcidas curvas de La Conrería, subiendo los repechos de
Sant Feliu de Codina en El Cim de las Aligas, o bajando cuesta abajo
hasta donde me estimbé con la roca de Sant Romà.
Pedaleos
circulares de altos desarrollos que sin quererlo hacen de mi
ejercicio, una especie de paseo. Del que mis tres años de
entrenamiento, no solo hacen olvidarme de mis dolencias congénitas
de rodillas atrofiadas, sino que me convierten en un observador
anónimo de la fauna de gimnasios. Suena la música… como un
tintineo del trineo de ese tío de la barba blanca, o mejor: El
excitante sonido de los engranajes de las coronas en contacto con la
cadena en precisión japonesa.
Las
canciones nuevas de la banda de Manchester no lo son tanto. No son
nuevas o sí, pero mantienen esa misma idiosincrasia de pantalón de
franela picante y lana, que te atraviesa el pecho como una urticaria
deliciosa y juguetona.
Son
y debieran ser por siempre, la manera de tejer el Pop militante como
una niñería que a sabiendas de que no debieras. Tú te sigues
comiendo las uñas, te muerdes esa piel reseca del labio y sigues,
abusando de las golosinas prohibidas por la simple adicción del
azúcar ácido. Una manera más de seguir sintiéndote adolescente
por un momento más o menos controlado, pero contínuo por antojo. ¿a
caso no hay en la vida algo más excitante que hacer lo que te
reclama el corazón? Seguramente por eso, es por lo que con EMPTY
WORDS entre mi pecho, mi condición popera se reafirma.
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Un
disco que sin apenas variar el discurso más que obvio, premeditado y
totalmente consciente de aquel capricho de Dom Thomas (Finders
Keepers, B Music).
Que
continúe dos años más tarde insistiendo en hacer que el Pop de los
60 suene con entidad en la más absoluta independencia. Tan solo
puede ser por puro altruismo, divertimento o mero empeño en dejar
constancia de...: Eso de que para que las cosas sean creíbles no
vale con el antojo, sino que hay que hacerlas a todo color, con una
buena encuadernación y a ser posible sentarse a explicarlas.
El
nuevo disco de la bulliciosa banda de Dom y Julie Margat tiene todo
eso, e incluso tiene lo más importante: Dieciséis canciones capaces
de soportar el peso de un sonido casi de “culto” (o que no
pretende cambiar), hacer canciones de pop de 4 y 5 minutos sin
resentirse, y ser un disco tan digerible como una ensalada fresca
recién cosechada.
Si
pensaste quizás como yo por un instante, que su debut pudiese pecar
de los atributos de una franquicia musical de teatro revival
navideño; nada más lejos. Con este segundo trabajo del que a
primera vista solo se puede extraer una conclusión como: ¿eran
necesarias tantas canciones? El… ¿no suena igual que el anterior?
Todas
justificadas supongo.
Igual
deberías dejar el ritmo del pelotón y descolgarte al rebufo como
Marino Lejarreta, y comprobar que dentro de ese rodar de Pop
adolescente, hay un sentido amplio, paisajístico y cuidado, de una
intención más o menos clara. La de empeñarse como Iam Button en
Papernut Cambridge en recuperar un sonido y una época, por encima
del concepto idealista de una banda de condicionantes atributos. Y
hacerlo para más inri con una concepción pop de cortes rectos y
entallados sin trampa ni cartón
“Counting
Down the Years” prosigue prácticamente el hilo de su
anterior primer gran temazo en aquel Pop or Not del 2016:
“Snowfalls”. Es esa misma inocencia heredada del sello Le
Grand Magistery y sus acólitos, y de esos primeros discos de April
March con una manera de entender el Pop directamente conectado a los
60 sin disimular en absoluto su querencia por The Ronettes o
Shangri-las.
Solo
que en este nuevo trabajo la sección de cuerda reviste de terciopelo
el recibidor y planea por casi todo el álbum:
“Never
Took the Time” es mágica y dulce como aquellas canciones
de Brian Wilson que hacen que el amor brote como en un aspersor.
Otras que tiñen de western urbano aquí y allá haciendo de esta
colección, un paseo más ameno y disfrutable; más que nada porque
la autenticidad de su sonido solo echa mano de una fórmula muy
sencilla. Por eso “ Greatest Love in Town” y la
maravillosa “Fake Protest Song” (de nuevo con los
coros de St Bart), tienen hasta cierto punto un toque exótico que
nos puede recordar incluso a Vainica Doble.
Hay
preámbulos y separadores de colores en plástico, como los de los
carpesanos de tu cole. Que como capítulos, nos insuflan aire para
disfrutar a las mil maravillas de bocados como “Empty Words”:
Canciones de apenas dos minutos que hacen que este disco igual
que el anterior,
contenga esos reclamos que lo hacen irrepetible.
“Any
Day Now” junto a
“The Best of It”;
cantada por La Roux. Son dos pedazo de inSOULaciones que igual
conectan a George Harrison con Randy Newman, o a Gloria
Jones con Labi Siffre; desde
una perspectiva infinitamente Pop, ojo.
Pero
hay algo más que antes. Hay otra manera de estructurar el disco e ir
poco más allá del mero pop. Y desde luego, para creerse un poquito
más los discos o lo que nos intentan transmitir, es esencial que al
escucharlos tengan cierto sentido o estructura de historia, más allá
de canciones pegadizas, acertar con lo que busca el público (modas)
y por supuesto tener cierto éxito.
Imagino
que el echo de que con su primera grabación prescindieran
absolutamente de cualquier promoción, gira o difusión al uso.
Éste su segundo disco, es un poco creerse su posibilidades y
perfeccionar igual lo que se quedó la primera vez fuera por timidez.
Así que supongo,
se pueden observar como dos partes donde todo queda igual en los
siete primeros cortes: Un
disco pop más o menos al uso, igual incluso un poco discreto.
Y
no es hasta la estrafalaria “Watching
Tv”, cuando la
tortilla se gira e irrumpe el indiedance de fragor scalidélico; que
bien podría verse representado por el “Love
Up” de Paris
Angels. O un pasito
más adelante, con el adictivo “Snowplough”
de Saint Etienne:
Dos canciones y sobretodo esta última, que tienen en común esa
parte dance de lisérgia
etílica, que abordó el boom alternativo en el Reino Unido y que
aquí se acotó a la inexistencia, en
sectas muy reducidas.
La
parte final de Watching Tv tiene
esa parte de disco/psicodélica que en España apenas existió. Ese
loop tan Happy Mondays
que llevaron las sustancias,
a perder un poco de vista el espíritu indie nativo hacia otros
territorios. Pero que también forma parte de nuestra historia.
“Watching
Tv” como
lanzador en plena final olímpica de los 10.000,
y
“Ectasy Song”
como victorioso Zatopek.
Son dos temas que cambian el registro del disco. Con las
anteriormente citadas “The Best of It”, “Fake Prtest Song”,
“Dawn Don’t You
Cry” sería la
otra gran canción del disco que conecta con aquella época de
Lightneen Seeds, The Dylans, Happy Mondays o el
Up to Our Hips de los
Charlatans.
Y
que pone punto final con algunas de las joyas de este fondista disco:
“Ride Easy”,
“Nightmares
Aren’t Real” o
“Fear is a
Such...”:
Tres
canciones que guardan para el final, esa intención de escuchar un
disco largo de narices. Pero
tan digestivo
y deliciosamente intrascendente,
como ese chupetón a un Calippo de limón en pleno verano.
Una
disco para consumir como perfecta banda sonora en pos de la
contemplación, de la tonta agitación primaveral, del ritmo
hipnótico de la disgregación cerebral, y muy cerquita de la
felicidad. La mía por lo menos.