Hay
botellas, de vino; digo. Que son alivios socorridos y urgentes para ahogar
penas y sinsabores. Vinos de salvadora embriaguez, mirada miope, y pisotón de
cucaracha para corregir el equilibrio antes de caer de bruces.
Otros
ya conocidos, como amigos que siempre están ahí, que no te fallan y disponen el
hombro para que te recuestes. Con la sonrisa siempre apunto de licor y miel de
romero. Los que no dan consejos, sino que asienten.
Botellas
otras, que son misteriosas cajas de sorpresas esperando ese arresto vehemente
de lanzarse al negro fondo. Las que solo esperan la valentía de desnudarte sin
pudor alguno, para abrirte de par en par y dejarte tomar. Y que hacen que los
ojos miren desde el fondo, sin cataratas que las velen, sino ventanas abiertas
y entrañas listas para la autopsia; la tuya, la del alma.
Pero
realmente, las mejores. Las que llevan esperándote en el nicho de la vinoteca,
o en ese armario de los deseos desvanecidos. Que son como un pedazo de una
historia conservada y concentrada en líquido elixir.
Esas
que, pasado el tiempo sin saber bien porque las guardas ni el motivo real que
hará que decidas cualquier insospechado día.
Te
llaman en silencio como en un sortilegio, tan íntimo y personal, que no hay
texto capaz de explicarlo ni razonarlo.
PIETRO
ZARDINI y sus vinos, son para mí, algo más que un gusto por los vinos
italianos. Fue el inicio de todo; o casi todo. Y seguramente no de los mejores.
Mi
primer viaje a Italia por trabajo en 2011. Mi primer festival íntegro desde mi
desconexión paternal en diez años en el Primavera Sound, con la fabulosa y
ferviente troupe bloguera (Atticus, Txarls, Lapor, Paloma, Viola, Fermím,
Raul, y Genís & Co.)
Allí,
entre la primavera y el inicio del verano. Nació una especie de amor iniciático
que te regresaba por pura hipérbole a tus 20 años. Sin el más mínimo menoscabo
hacia lo que deseas, disfrutas y por ende, acabas adorando.
Con
Pietro Zardini y su Amarone Riserva, encontré el motivo por el cual podía
visualizar en la pituitaria los extensos campos de viñas de Bardolino y la
Valpollicella. Sin ni tan siquiera estar allí.
Me
enamoré perdidamente, doy fe.
Seguro
como estoy de que la bodega de Pietro Zardini no es la más significativa ni
importante de la zona. En su discreta diminutez, es para mí, la familia putativa
que todo huérfano desea.
A
partir de ahí; en sucesivos e innumerables viajes transalpinos. Son muchas las
sorpresas y descubrimientos con forma de vino, las que me han ilustrado e
instruido sobre el país con más variedades de uva del mundo: 500 ni más ni
menos.
Con
lo inabarcable de tal empresa: La de probar o llegar a entender mínimamente la
compleja idiosincrasia dentro del diverso mundo del vino italiano. Yo, que me
conformo con lo justito. Alucino simplemente con el carácter de sus vinos y esa
personalidad agreste, rotunda, y diferente si se la compara con cualquier otro
país. Y ese carisma mutante que tienen cuando los abres, y van cambiado
conforme pasan las horas o los días.
Pero
sin desviarme del tema que aquí me trae: Que es la simple experiencia de abrir
una botella y ponerle música al asunto. Nos vamos a mi última botella que
conservaba de Pietro Zardini desde hace tres años: Un 2013 de uno de los nuevos
experimentos del señor Zardini.
Y
esos encuentros casualísticos que se
dan la mano apenas a tientas. Juntando a ese plato de pasta que cocinas un
sábado, buscando sin querer la idea -la tuya propia-de en lo que consiste cocinar pasta:
Los
cuatro elementos básicos, el protagonismo tenor de cada uno, el elemento emulsionante
del agua de cocción, el conjunto inigualable que como los músicos: Las
circunstancias los unieron y grabaron ese disco de la hostia, que nadie sabe el
cómo y el porqué. Pero, ¡joder si lo bordaron!
-Papá
¿sabes cuál fue mi comida más buena de la vida en Italia?
Tú lo sabes, pero dejas
que te lo explique. Te gusta oírlo porque también fue la tuya. La más sencilla,
la de pim pam, la de quedarte allí a vivir; con Renato.
Y
es entonces cuando justo antes de emplatar y rallarle ese parmesano con el perejil
fresco picado.
El
primer giro de volante de sevillana a la copa, y asomarte con la nariz a ese
precipicio: Insuflas, y bebes el primer sorbo, y ya estás ahí; como los trasladores
Harry Potter.
Es
cuando entonces, un ángel sobrevuela el salón. Y todo encaja; como los dedos
que se capicúan igual que las piezas de un puzzle cuando das la mano por amor.
Y
pienso que no debe ser casualidad cuando seis meses después el batir de las
alas te trae de nuevo al bueno de Pat, susurrándote: “Never Give Up”
(no rendirse); la canción de amor más sincera de la vida.
Ahora
que su ausencia se supera con más tristeza todavía, cuando escuchas estás
últimas canciones en plena conciencia de su desenlace.
Suenan
a la despedida, de alguien que cada semana se reunía con su discreta pero fiel
audiencia, para tocarnos y cantarnos poesías mundanas. Y que el 3 de octubre lo
hizo para despedirse del todo.
Así
que ahora, cuando hago vapores de especias a clavo, canela y orégano para curar
mi mal de pena. Salto sin coger aire, a mi copa de tinto de Corvina y Cabernet.
Huelo
a la mioglobina de la carne cuando se churrasca en la sartén. A las violetas en
flor y las frutillas rojas silvestres en un poderoso volátil. Y aunque “Amalfi
Coast May 1963” me meza asomado al Tirreno con una de Falanghina de
Marisa Cuomo; también. Yo, en realidad, estoy allí arriba en una terraza entre
viñas de La Antica Osteria Paverno. Sintiendo que la bohemia doblega mi cordura
volviendo a empezar:
Crepita
la aguja, azuzas la llama extinta con las escobillas de la batería, asiente
Pat:Ella fue la primera chica a la
que besó. Era un chico verdaderamente afortunado…
Contando
a ritmo de swing, las penúltimas historias de amores que jamás volverán. En el
arranque de “Melanie Hargreaves’
father’s Jaguar” a golpe de cinismo y sordina.
Cuando
el verano de 2021 se publicó “Time”; tras diez años desde su
último Lp. Y abrazados como estábamos a las exquisiteces de “Dr Cholmondley
Repents”.
Nadie
supuso que ese texto despojado de remordimiento alguno. Llevaría impresa una
demoledora y conciliadora despedida de semejante sinceridad:
Mi pelo está todo mal. Mi tiempo no es largo.
Fishy ve al cielo, llévate bien, llévate bien. Me estoy divirtiendo demasiado
para hacer algo. Déjame ser. No estoy lastimando a nadie. Tomé un fin de semana
largo en la choza psicodélica Y cuando cruces ese puente nunca volverás.
Y
ahora… Ahora solo toca atizar las ascuas.
Hay
quien todavía analiza este disco de manera frívola, comparándolo con ese
paisaje que dejó Pat con sus carniceros del jazz.
Allí
donde otros ven un estudio científico de la música, y la conciencia egoísta de
las faltas personales. Yo solo veo la oportunidad de brindar una última copa,
con quien no pidió nada a cambio de una canción.
Han
pasado los meses y sigo notando su presencia cuando escucho “Sea Madness”.
Con esos recuerdos poéticos de la Estambul bohemia y fugaz.
Nadando
torpemente en ese Mar de Mármara dentro de mi copa, paladeo la cremosidad de
piel tostada almendrada de la Corvina. Su caramelo tostado de tanino rugoso.
Ese fondo de boca inmenso láctico que se infusiona con hierbas de monte, con
regaliz, paloduz, eneldo, estragón, y la pimienta blanca final que sacude mi
caja torácica.
Me
siento un dios misericordioso derrotado, comiendo higos secos. Indefenso. Vulnerable.
A
merced de las corrientes marinas de la melancolía.
Sube
aquí Pat. Dame la mano. Brindemos por última vez.
Por
las vidas sencillas y translúcidas, las que no esconden defectos ni aletean
virtudes. Las que nos dan bocanadas de verdades incómodas, con la misma que
arremetes contra la hipocresía de endiosados gobernantes en “The Highest
in the Land”.
Con
un Blues elegante y exquisito. Refinado, pero certero: - Black Raoul Black
Raoul!!
Con
el impertérrito y orfebre Max Eider, su confesor y multinstrumentista Lee
Russell a la producción, Simon Taylor a la trompeta, Tim Harries al contrabajo
y teclados, Dave Morgan (Weather Prophets) a la batería. En las guitaras junto
a Max, Joe Woolley, Peter Crouch, Stevie Gordon, y Joel Harries a los coros.
Entre
amigos.
Tres
meses de trabajo. Su despedida “Goodnight Sweetheart”. Un saludo
y el inminente consabido desenlace.
En
un otoño nefasto, de pérdidas personales que el dolor convierte en reflejos
encontrados, y paz.
Las
canciones que Fish nos ha dejado. A mí, solo me sirven como mantras
purificadores.
Los
mismos que nos elevan hasta lo más alto para coger aire, suspirar, y hacer una
vista panorámica de nuestra propia existencia.
El
tiempo es letal, y la vida demasiado corta para maldecir.
Estaba
yo esta mañana buscando una manera imaginativa poética y romántica de arrancar
el 2022. Con un texto donde asociar ese hallazgo entre esos bajos de la vida, que
el día que creces te preparas a desdoblar; aún con el riesgo de que queden las
marcas desteñidas a la altura de los tobillos:
Historias
de amor entre botellas de carmín vidrioso, y discos díscolos que te rodean con
el brazo y te acompañan en el baile fin de curso de la vida.
Escondida
allí abajo. Pedía auxilio, solitaria la botella, como único vestigio que el
trajinero, viajante y escritor Joseph Puig dejó en Cerdanyola hace diez años.
Posiblemente
no fuesen diez años, acaso alguno menos. Pero mi memoria parpadeante e
intermitente, solo sabe ya asociar la longitud del tiempo con la sensación de
velocidad con la que se pasa. Así que… y pese a que… La vida del cincuentón sea
tan emocionante como esas giras conmemorativas de tu banda fetiche; donde el
repertorio cambiaba a cada concierto. La de los jesusitos, es igual,
solo que con las dolencias, achaques y nuevas realidades:
Primero
fue la colesterolemia y la presbicia. Después las apneas nocturnas.
Irritaciones anales, cervicales, desvelos, y… esa molestia que cambia de lugar
como la mosca cojonera lo hace de cetro.
Emocionante
a más no poder por no saber si ese día bailarás rock&roll o una balada
arrambado.
Y a mí, para vuestro interés, me ha tocado ahora prescindir de toda sustancia
alcohólica entre semana para ver si la tensión arterial me devuelve a mi
hipotensión habitual. Y aquí me veis, igualito que los masocas, escribiendo
sobre vino y música para generar melalcolemia sana.
Así
nace esta historia [como la mayoría] por asociaciones espontáneas que acaban en
texto. Dependiendo de mis ganas de constatarlas, el tiempo apremiante, o lo
poco emocionante que acabe siendo mi vida.
Conducir
sorteando el tráfico humeante de Sabadell, mientras buscas de forma premeditada
la serenidad que fuera de tu habitáculo brilla por su ausencia. Es un
experimento curioso y super gratificante; aunque sea para que ese cóctel donde
tu tensión sanguínea, la ansiedad o incertidumbre te sepa razonablemente rica y
plácida.
Sonando
Billy Bragg y ese mágico elixir capaz de detener el tiempo a la vez que tu
pulso y que ha publicado el cadáver aún cálido del 2021.Y después MUZZZZZ
Fluyen
las emociones los recuerdos, y tu inconsciente es capaz de viajar:
Me
acordé de esa forma e intento de comprender algo que bebiste hace muchos años.
Y que ahora lo adquieres como algo más íntimo y tuyo. Del disco que Paul Banks
(Interpol), su amigo de secundaria el multi-instrumentista Josh Kauffman, y el
bataca de Walkmen, Matt Barrick. Que bajo el nombre de MUZZ, sonorizaron uno de
mis últimos viajes para ver a mamá con mis hermanas:
Como
ese silencio que se produce cuando una canción es magnífica. Y esa intrínseca
conectividad que va desde el oído, pasando del olfato hacia el paladar. Y
lacrando un recuerdo con varias cosas a la vez, para que acabe siendo solo UNA,
y distinta.
Joseph
Puig es ese tipo de personas inéditas y particulares que da la vida en
cualquiera de sus disciplinas; en este caso en el de la venta de vino, el credo
por lo tuyo, y la aventura trashumante:
Quinta
generación de viticultores, encargado de operaciones en Chile para la Familia
Torres, fundador de Augvustus, elaborador en Priorat junto a su hija Silvia
Puig (ahora en En Numeros Vermells) con su bodega Ithaca que vendió a
unos rusos, y vendedor de vinos propios y ajenos en más de 20 países. Además de
escritor de unos cuantos ensayos y novelas sobre el vino.
Entre
la infinidad de cosas que le han dado sus 50 años en el sector antes de
jubilarse y volver a la escritura y la familia. Todavía tuvo tiempo de elaborar
por cuenta propia y fuera de D.O’s, varios vinos monovarietales de Tempranillo
(Rioja), Garnacha (Terra Ata y Montsant), Cariñena (Priorat), y este Sumoll de
Tarragona.
Con
el denominador común de una cierta autenticidad rústica, alejada de su
cosmopolita vida. Pero de alguna manera, conectados por esa visión global de
relaciones personales y conocimientos que le otorgaron sus innumerables viajes.
Este
SUMOLL es como una pequeña crisálida dispuesta ya de alzar el vuelo. De
maravillosos colores y reflejos luminiscentes. Conjuga la armonía de su larga
estancia en la botella y esa veteranía capaz de explicarte con precisión lo que
en realidad es capaz de ser un gran Sumoll.
Uva
catalogada por algunos como: “la Pinot Noir catalana”; por su acidez,
fluidez, y determinante capacidad para concentrar los suelos y ubicación en su
buqué final.
Este
2013 ha acabado acomodando toda esa fruta crocante y verticalidad. En un
licuado de fruta madura, tierra húmeda de potente terroir y pasmosa
redondez.
Circunscritos
en aromas de grosellas y fresones maduros, sobre un fondo ligero de terciarios
de crianza. Asoman también los tostados y la pimienta negra con algo que me
recuerda a la manzana licuada. Haciéndolo realmente agradable, porque no
resalta nada de eso en concreto, sino que hay que buscarlo con curiosidad.
Igual
que las ricas armonías en las que se sustenta la voz Paul Banks. Que parecen
estar filtradas por un fino velo semitranslúcido y que se resumen en el nombre
de la banda: MUZZ.
“Bad
Feeling” debería ser esa melodía despertadora; cuando ocho años más
tarde se descorcha una botella cómplice de la aventura: Y los susurrantes saxofones
intentan elevarte torpemente.
La
elipse que forma el líquido dentro de la copa de manera hipnótica al moverla.
Te asomas. Te vuelves a asomar como un chiquillo curioso que cerrando los ojos
intenta convertir las evocaciones en recuerdos, y los recuerdos en pistas para
hallar el camino de vuelta.
“Evergreen”
dobla los bajos, estira los slides y crea el mantra replicante.
“Red
Western Sky” consigue que asocie su melodía con los OTHER LIVES de
Tamer Animals/2011, casi lo consigue; las evocaciones amigos. Doy un sorbo
decidido y me zambullo gorgojando, volteando en el paladar, enjuagando.
Tanino
superfluido y pulido pese a su rusticidad y de agilidad felina; me recuerda a
mi padre de alma de pastor y luego tonelero, vestido de punta en blanco para la
boda de mis hermanas.
Súbele
el volumen a “Patchouli” y si quieres, acompáñala con un quejío
flamenco.
¡Qué
bien se deja y te hace esta colección de canciones!
¡Que
acidez más rica y buena compañera para las comidas!
Toda
ella magistralmente integrada en la fruta madura; esta vez más negra que roja.
Recuerdos de paseo por el bosque húmedo de mañana, de terrones de tierra y
piedra que desmigajas con las uñas. De mineralidad y de pinaza.
El
romancero “Everything Like it Used to Be” que te saca a bailar,
tú, te dejas. Te lleva, te vas. Y el adagio de “Broken Tambourine” vuelve
a recordarte a Jesse Tabish.
Los
dos me gustan.
Y
éste, es uno de esos trabajos que orbitan guiados por las casualidades. Que
hizo que dos amigos de secundaria se encontrasen años más tarde con un tercero
en discordia que los unió, y surgió la magia.
MUZZ
es una de esas cosas que busca escapar del lastre de lo impuesto por la
intención. Y como antídoto, para que sea la comunión la que haga de motor
extractor de sentimientos ocultos. Y que solo se dan cuando por casualidad
también, se dan las condiciones.
Por
eso supongo, todo encaja. Y sin la premura ni la exigencia de hacer algo
suscrito a una banda; con su sonido, sus seguidores, y su compromiso. Todo
fluye natural, apacible. Contigo, conecta también por la inercia de tu falta y
las ganas; que algo significará, supongo.
Que
aquel quien te las encomendó; como todo lo que te encomiendan con los que
empatizas. Sea Mr. Antonio Luque (Chinarro) tras 25 años siguiendo sus
devenires. Será por algo, supongo.
Todo
lo supongo.
Supongo
que canciones como “Chubby Checker” son de las que me sumen, y
tirándome de los pies, me llevan a ver lucecitas de colores.
Otras
que son viajeras, como “How Many Days”. Mestizas de piel cobriza
y claros ojos que te miran fijamente.
O
diapasones con los que no sé si regularé mi tensión arterial, como “Summer
Love”.
En
cualquier caso, nos encomendaremos a la santísima “Trinidad”: Esa
tonadilla final que tanto me gusta y que bien podría haber sido firmada por los
hermanos Kadane.