Para
que estos inviernos no sean tan inviernos, hacen falta canciones tan
candentes como las ascuas de la chimenea de la casa vieja de la
abuela. Que como miradas penetrantes, te hipnotizaban iluminando los
días grises y oscuros. Pelando castañas con las piernas ancladas a
una vieja mesa redonda cubierta de una recia tela, y un brasero
debajo que te coja bien los pies.
Pero
para el caso, me es suficiente con ese puñado de canciones del If
You're Feeling Sinister y el Tiger Milk; ambos
del 96.
Con
ellos viajo en coche cada cuatro días (y un Sábado) a casa de mi
madre para cuidarla cada noche y de rebote al pasado, pasando lista
de mis viejos discos. Un propósito que se me lanza encima desde
atrás, cada inicio de año:
Una
sensación liberadora de tener algún tipo de compromiso con el
recuerdo, el pasado, o el sentirse igual un año más viejo. Y tener
la obligación (o necesidad) de cumplirlo a toda costa.
Esta
vez he tenido un ataque de Pop mayúsculo. Más del que jamás
imaginara; teniendo en cuenta lo poco que echo mano de él
últimamente. Pero fue una noche de finales de verano. Un Septiembre
de 1997 acampados en la Plaça del Rei bajo la luna melosa del final
del verano; donde tan bien se acomodaban las pequeñas bandas
hiperdesconocidas para la gran masa que todavía se aferraba al
BritPop. Un sitio tan único, intimo y egoistamente hablando:
NUESTRO. Que jamás a vuelto a ser lo que fue en aquellos
dos/tres años (1996,97 y 98 a lo sumo). De echo, creo que todos
sabíamos por entonces que aquellas noches atentas de acústicas
perfectas y familiares, iban a ser fugaces inauditas y hasta
legendarias.
Le
hablas a cualquiera de una banda escocesa llamada BELLE &
SEBASTIAN que apenas si reunía a 100 personas el día que
tímidamente asaltaban territorios de imperios coloridos, pistas de
baile y dilemas entre guitarras o electrónica. Y a día de hoy
resultaría inverosímil imaginar la posibilidad de volverlas a ver
allí. Es más, ahora la casi desconocida Plaça del Rei ya dejó de
ser aquel reducto selecto y minoritario, a cambio de espacios amplios
y vacíos de caliu.
La
banda escocesa tomó otro camino, el lógico supongo. Que era hacer
que aquellas sonatas autobiográficas para quien los escuchaba.
Fueran ecuánimes y escaparan del reducto estrictamente popero, para
conquistar los grandes escenarios; coto del indie, del rock y de la
electrónica visual. Se publicó The Boy with the Arab Strab/1998, y
para cuando quisimos acordar... Belle & Sebastian actuaban en el
escenario principal del FIB, poniendo purpurina y baile a más o
menos esas primeras canciones de ralentí acústico. Aunque carentes
del intimismo y la pureza de esas primeras ejecuciones. Tanto, que
incluso el disco que los catapultó también ha sido un damnificado
para con el tiempo y la modernidad:
Hace
escasas semanas la afamada e influyente Pitchfork, corregía el 0’8
que le otorgaron, por un 8’5. Evidenciando el quid de la cuestión
de estos párrafos (sus dos primeros discos ni siquiera merecen una
nota): ¿es acaso el tiempo el verdadero juez de nuestros maleables
hábitos?
Hoy
la mañana ha amanecido gélida. Tanto que el reflejo de los árboles
se ha cuarteado en el charco junto a mi portal. Y ya no solo patinan
mis neuronas y la pareja campeona de Pyeongchang. También lo hacen
la abuelas madrugadoras sobre los pasos de cebra, los niños cuesta
abajo, y hasta las urracas sobre las tejas del vecino. Y es aquí
donde vuelve a entrar como por un mecanismo aquel disco. En la
sinfonola que tenemos por cabeza, los que medimos e ilustramos el
tiempo en forma de canciones.
Hablar
justo ahora de If You're Feeling Sinister, cuando su último
disco ha borrado todo rastro de aquel día; incluso de si mismos. No
es revancha sino al contrario.
Es
alabanza para aquellas tantas bandas que a fuerza de torcer su
trayectoria, la sentencia es tan firme, que se empeña en dilapidar
de un plumazo su existencia y hasta su importancia vital en un
momento dado; el mío más íntimo.
La
medida del tiempo es fulminante. Y aunque la dictatorial hegemonía
de la actualidad y la novedad no deje más escapatoria que la de un
“clear cmos” espiritual; para mirar atrás y así intentar
entender el presente. Al final, la retórica de la música son
aquellos discos que se convierten por mérito propio en unidad de
medida de un tiempo, o de tu misma vida.
Por
eso, no es ensalzar por pasión, devoción o trascendencia un puñado
de canciones. Sino relatar el significado de las mismas, igual que un
negativo tu recuerdo, aun especulando con la distorsión de tu
melancolía.
The
Stars of Track & Field:
Comienza
a girar como un susurro. La apariencia quebradiza y casi
desvitaminizada de Stuart Murdoch con su camisa blanca y pantalones
de estudiante de privada. Y sin embargo son sus crescendos que nunca
acaban de explotar, los que dotaron de una marca a este combo
numeroso con apariencia de tímidos insufribles.
Esa
idea de banda pop atípica que parece por primera vez, mostrar con
orgullo el origen musical de los institutos, las corales y la idea de
una banda como algo más colectivo y verdaderamente grupal. Y que en
Seeling
Other People
Otorga
el protagonismo a un piano, el de Chris Geddes. En una canción que
empieza a no disimular su adoración a Love, y esa especie de
northernsoul que se arrima más al folk de cámara que al pop
estrictamente. Esa concordia en la que cada instrumento suma y no se
inmiscuye, de manera totalmente intencionada. Y que rige
prácticamente solo a este disco; por lo menos de la manera y la
naturalidad con el que lo consiguieron.
Me
and the Major fue el single por antonomasia y unanimidad.
Sin embargo no sería esa canción que te pondrían en plena noche,
en el local más popular de la ciudad para llenar la pista.
El
indie, el grunge y el triunfal britpop de masas ya, hacían de Oasis
y Blur, dos objetos mediáticos al nivel de Nirvana y Rage Against
the Machine.
Radiohead
estaban cocinando su disco más universal y el que los convertiría
en intocables. Dos facetas: la tumultuosa, y la más introspectiva y
espiritual. Y Belle and Sebastian tan solo era esa banda pop que
hacía gala justo de lo opuesto. Igual que les pasara a Housemartins,
de la que se alimenta sin disimulo esta canción y a los que todos
consideraban divertidos y simpáticos, pero jamás tomados en serio
por el ingenio de su innata “sencillez”.
Una
canción que además de tremenda. Tiene esos finales de armónica que
van tomando el timón del canal. Sobresaliendo del plano natural del
conjunto a ritmo de chucuchú de Barrio Sésasmo. Y haciendo que sean
pocas en el contexto del Pop hiperbtitish, las que brillen de esa
desenfadada forma.
Like
Dylan in The Movies parece esa tontería de canción, una
más de tantas. Ellos no eran esa banda que viniera a dotar de
solemnidad y protagonismo el Pop. De echo, si por algo brilla con tal
diferencia el Pop, es por la sencillez.
Pero
la sensibilidad amigos… La manera de hacer sonar a ocho músicos
como una orquesta de plena discreción, como una caricia que conjunta
todo y de la que puedes diferenciar cada instrumento, cada detalle,
los crujidos de las cuerdas, y el susurro? En serio, solo este disco;
absolutamente.
Pocos
Lp’s tan disfrutables de principio a fin, sin estridencias.
Homenajes perfectos a los guisos y platos cocinados con calma y
eternidad. Con canciones de práctico casi acapella como la mullida
Fox in The Snow
de la que hay mucho tirón del brazo por la que hallar una excusa y
hablar no ya de Belle and Sebastian, sino de un disco que resume un
momento de la vida que se crisalizó. Y del que basta con darle al
Play, para que se reproduzca fotograma a fotograma ese momento
exacto, milimétrico e instantáneo.
Ataques
de pop veinteañero con los que cambiar un pasodoble de fiesta de
pueblo, por los de un agarrado con Get
Me Away from Here, I’m Dying sonando. Esa especie de
Blues colegial, la omnipresencia de Isobell Campbell y Sarah Martin,
ambas celestiales e imprescindibles para conseguir en el silencio
sepulcral, que aquel disco sonara tal y como se desliza por tus
pabellones auditivos hasta tu ánima vibráfono: Delicado, detallado,
endeble pero tremendamente sensual, y sensorial.
El
acaparador murmullo de la calle a caballo de la guitarra, que alza el
telón titulando If You’re
Feeling Sinister:
Casi
puedes revivir tu infancia de nocilla de cola cao con aceite. El vive
calle y come tierra con pedradas. El salvajismo innato de tu barrio
de periferia y descampados. La fauna terrorífica del trauma
sibilino, deslizante y cotidiano de tu futura fortaleza. Y el
despegue aereotransportado de tu imaginación tal y como suenan los
teclados finales de Mayfly.
Esas
pocas y aisladas veces por las que la música habla de ti con tu
misma convicción. Y que aunque se crea que es algo generalizado, uno
sabe que no siempre. Que solo son las que te acurrucan cada noche a
oscuras y abrazado a la almohada, sintiendo que The
Boy Done Wrong Again se concibió exactamente para ese
fin.
Sinceramente
creo que pasados esos largos veintidós años, que bien podrían ser
otra juventud nueva. Y que el fondo son ya tu madurez adulta de
padre, hijo miseriAcorde y reflexivo oteador. Solo puede acudir a ese
tipo de discos, con las distancias y la prudencia de quien vuelve a
visitar ese lugar que provocó ese antes y después letal.
No
fue un día de revelación o de experiencia inolvidable, no. Fue tan
solo una definición un tanto etérea y prácticamente inaudible. Que
hace que pasados los años, sepas que sucedió así seguramente
porque la arbitrariedad tiene eso: Que se mezclan, cruzan y coinciden
reacciones más propias de las lunas, que de cualquier explicación
teórica o química; benditas anomalías. Y si fue Judy
and the Dream of Horses la última que sonó, seguramente
no fue porque iba a ser esa la elegida; el amor de tu días. Tan solo
porque los recuerdos casi siempre tienen una instantánea, que
difícilmente pueda ser igualada a la hora de describir una noche con
sus sonidos, conversaciones, miradas y olores con la misma exactitud,
lujo de detalles… Y con muchas menos palabras.
Con
tan solo diez canciones y cuarenta y pocos minutos. Que resumen una
noche de final de verano en la que Belle and Sebastian sonaron como
jamás lo volverían a hacer.
LIVE 1998