Años ha, se
creía, se afirmaba y defendía la incontestable necesidad de las
cuatro patas para sostener la base horizontal de un banco. Tuvo que
venir Walter Gropius a principios del siglo pasado con la Staatliche
Bauhaus. Para demostrar que la inventiva y el equilibrio natural de
las cosas, hace más por la funcionalidad, que el exceso.
Eso mismo
pasa con esta pareja dual: Uno de Texas, y el otro desde California
respectivamente.
Dos
elementos dispares con diez años de diferencia, que operan de Oeste
a Este separados por las planicies de Tucson. Y que este 2016 han
vuelto para propalar el remedio que todo me cura.
Como la cama
que mitiga el cansancio, el agua que sacia la sed o el estado
reververado de los paisajes que da esa paz desde la vista, hasta lo
ramificado de los sentidos. Al volante y con ese desperezar de las
luces a las cinco de la mañana. Cuando solo se oyen llamarse a las
tórtolas y al aliento fétido de la noche.
Conducir
mientras suena SIGNING SAW y te traquetea ese chucuchup de “Cut Me Dow”;
como la máquina de vapor que arranca poco a poco. Da el mismo
placer, que una taza de café disolvente de legañas y huesos
entumecidos.
El niño
Kevin ya no es tal, no es ya el ex bajista de Woods, sino KEVIN
MORBY: Arquitecto de su propio universo desde cero, cuando aprendió
a tocar la guitarra con diez años. Tres discos son ya suficientes,
creo, para asegurar que él es su sonido mismo: La cadencia
cacofónica de su voz, las texturas y recovecos de su sonido, y esa
atmósfera sonora que produce ese paso constante que hace de su folk
blusero con guiños jazzísticos, un rito equilibrista.
No es
preciso abrazarse desesperadamente ya a las liguerezas más rockeras de
“I Have Been to the Mountain” o “Dorothy”;
por engatusadoras que sean, cuando “Singing Saw” te
sumerge en una catarsis honda y magnética como un vórtice. No es
necesario ni obligado. Pues el extraño efecto que produce su
despreocupada voz, cabalga con tal soltura y seguridad sobre esa
montura de Folk misterioso, balsámico y delicioso, que basta con
aflojar los brazos y dejarse llevar.
Fue este
disco el que dio el pistoletazo de salida a mi último viaje por
tierras gaditanas. El que puso el punto de partida y concluyó con
una hermosa oda de ocho minutos al quejumbroso country de “Water”.
Esa misma que refresca e hidrata las bolsas oculares resquebrajadas
por las escasas horas de sueño. Y que ahora, semanas después, se
fusiona con otro. El de CASS MCCOMBS.
Un viejo
conocido por estas lindes, que ha regañadientes, y tras posponerlo
en pos del disfrute a riendas del Levante Atlántico. Ahora, y solo
ahora, recobra en toda su extensión, cuando espera uno en el
cadalso, la vuelta al trabajo.
Es justo
pensar que esta innopia creativa que ha secado la tinta de este blog
durante este largo periodo, sea producto de esta falta de silencio.
Asomarse al balcón a liarnos un pitillo, contemplar el barrunteo de
la calle y sus quehaceres, y dejar correr MANGY LOVE. Esa novena
prueba de fuego que supone enfrentarse a un nuevo disco del de
Concord, y no dejar de pensar que algún día dejaremos de amarlo.
Lo cierto es que eso no ha ocurrido. Y me lleva también a pensar, si será amor o la simple familiaridad de levantarnos cada mañana a su lado.
Lo cierto es que eso no ha ocurrido. Y me lleva también a pensar, si será amor o la simple familiaridad de levantarnos cada mañana a su lado.
El impasse productivo desde el taciturno Big Wheel and Others del 2013. Me ha llevado a aferrarme a la colección de rarezas que publicó el pasado año; donde por cierto, hay verdaderas joyas. Con la evidencia de que este hombre es un compulsivo hacedor de tesorillos enterrados.
La puesta en
marcha prácticamente distendida de “Bum bum bum”
puede llevarnos a caer en el error del aburrimiento. Caer en el
crepitar de los goznes y socavones de su lado morboso que tanto
les/nos pone en “Rancid Girl”. Ese que nos remite a
su anterior e indómito trabajo.
Pero siempre
siempre hay una canción; la arribada. La Manchuria deseada que se
desliza pusilánime ante tus ojos y oídos. “Low Flyin' Bird”
es esa especie de embrujo de Soul vegetal, que te hace rebobinar
hasta el principio y comenzar de nuevo. Le sucede “Cry”
y ya puestos, pides la muerte por amor sin compasión. Dos joyas de
terciopelo deslizante, eróticas y tan tremendamente sensuales que
crees ver en el umbral, la figura de Curtis Mayfield o Marvin Gaye.
De ahí en
adelante el disco alcanza un estado precioso, y no es que lo primeros
compases desmerezcan. Cass ya nos tiene acostumbrados a sus caprichos
moduladores, o a esa cantidad de texturas que es capaz de explorar.
Desde los ritmos skatalíticos de “Run Sister Run”
que mutan hacia el pop. O esa especie rara de elegancia noctámbula
que homenajea a Brian Ferry cuando le toca el turno a “In a
Chinese Alley” o “Switch”, y que esta tan
presente en todo el disco.
De echo
“Loughter is the Best Medicine”, “Medusa's
Outhouse” y sobretodo “Opposite House”,
ya logran desde el principio ese efecto paradisíaco. Esas cadencias
en clave de Softfunk de la primera que se apoyan en sus preciosos
vientos. Y que nos sumergen con constancia en un permanente estado de
estío, por más que el réquiem final de “I'm a Shoe”
nos anude el estómago.
Por más que
la climatología se empeñe en plagar de nubes alisias el cielo. Que
las centellas y la piel destemplada nos anuncie el Otoño inminente.
Y la mente te teletransporte con estas canciones a las salvajes y
atlánticas costas de Atlanterra: Con sus caídas de sol, con esas
flores raras blancas que miran a la playa, y sus peces besándote los
tobillos en sus cristalinas aguas. El Verano se va, y con él, el
rubor de nuestras mejillas por el amor incondicional al sol y los
paisajes infinitos.
Pero no
desfallezcan, los estados cambian y nosotros con ellos...
Kevin Morby estará en la sala Apolo el 22 de Noviembre y si te animas, Cass McComs el 3 de Noviembre en Lisboa, hasta que algún lumbreras se le ecurra acercarlo a nuestro país aprovechando la coyuntura.