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martes, 14 de enero de 2025

DIEZ DISCOS Y VINOS GUACHIMOLIS DEL 2024 (number nueve)

 

09: MARY TIMONY_UNTAME THE TIGER vs DOCTORA JEKILL 2017 CURII UVAS Y VINOS (Alicante)

 

Puede que para la mayoría de personas -en las que se incluye un servidor- esta mujer sea una perfecta desconocida.

Pero miren por dónde, que la prospección melómana y de golismero, que el aquí presente tiene como afición; y hasta cierto punto enfermiza (lo admito). Me ha llevado a zambullirme tras el atónito descubrimiento de su última entrega, de las muchas que atesora esta nativa de Washington.
Hasta el punto de hallarme entre el alucine, el encantamiento y el contorsionismo emocional.

 

Las credenciales que avalan una trayectoria de 24 años son las de: Pianista, guitarrista, violinista y bajista, a la par de sus inicios en solitario, parte vocal de The Spells con Carrie Brownstein de Sleater-Kinney(1990), en Autoclave (90/91) como guitarrista, con Helium (92/98) a las voces, en el supergrupo Wild Flag(2011), y la más actual y conocida con dos Lp’s de Ex Hex.
Todas ellas vestidas con distintas pieles: cruda y malavarista, de composiciones sofisticadas y rítmicas cambiantes, experimental y abrasiva, de combinaciones bicéfalas entre el riot girrl y guiños al math rock. Mínima y polirítmica en su faceta en solitario y de celebrable rock clásico en su último proyecto.

 

Pero en cualquier caso. Hay una marca de agua distintiva e inconfundible que unifica cualquiera de sus proyectos, colaboraciones, e incluso manera de tocar la guitarra. Para hacer de sus canciones, una especie de calcetín del revés donde las melodías, destinos y estructuras vertebrales de las canciones no van siguiendo las consignas establecidas.

Llevar los pespuntes de la puntera para afuera y el cosido bonito y confortable para adentro. Es como ponerse en manos del destino cambiante y natural de las melodías, para obligarte a perseguir los satisfactorios caprichos del mundo cabeza abajo.
Y en UNTAME THE TIGER, todo esto sucede de manera muy parecida. Solo que esta vez, y después de casi 20 años sin grabar en solitario, de una forma totalmente vuelta del revés y maravillosamente confeccionada casi hilo a hilo para pespuntear los desaires de la vida con dulzura de hiel.

 


Si bien fue la poco representativa canción que abre el disco: “No Thirds”, la que me enganchó de inicio. El encantamiento me sobrevino al comprobar que los derroteros del disco me recordaban enormemente a mi adorado SATAND UP (cosas mías, faltaría); donde Ian Anderson teñía de folk anglosajón el ideario psicodélico de Jethro Tull.

Y no es que sea por semejanza estricta, sino por la forma de cantar, de ceder el protagonismo a la acústica, y dejar que lo eléctrico solo ejerza de sintonía de fondo.

 

Aquí, Mary Timony, es donde brilla con luz propia alimentándose de las disonancias melódicas, pero con un objetivo más espacioso y rico en detalles. Con canciones de prestancia más optimista, pero que realmente son la cura o la tirita de unos años donde la separación de su pareja y la pérdida de su padre anciano primero, y de su madre justo al final de armar el disco.  Convierte a éste, en un álbum de textos melancólicos exorcizantes de tristeza y con guitarras rabiosas de domar la soledad.

Con la ayuda del baterista de Fairport Convention Dave Mattacks en “Don’t Disappear”y David Christian (Karen O, Hospitality) ayudándola, Dennis Kane al bajo como co-productor, y con un conductor (productor) de la nave tan solvente como Dave Fridmann (Flaming Lips, Mercury Rev, MGMT).
Mary Timony nos entrega así, un disco que transmite serenidad y templanza teniendo en cuenta su duelo. De detallista estética folk, con destellos de psicodelia confortable y luminosa. Y con unas deliciosas guitarras en suspense, que parecen querer explotar pero que son como pequeñas cargas de profundidad que te dan caza y te atrapan con un control de los tempos implacable.

 

 

Esta maravilla de obra es de obligado disfrute con una botella de Dra. JEKILL al lado.

Un vino elaborado por Violeta Guitérrez de la Vega (hija del maestro Felipe Gutiérrez de la Vega), mano a mano con Alberto Redrano (Premio Nacional al mejor sumillier 2009). Con unas Giró viejas de 70 años en terrenos pobres que han ido recuperando a lo ancho y largo de la Marina Alta y concretamente en el municipio de Xaló.
Se habla de su consanguinidad con la Garnacha Tintorera, e incluso con un hipotético parentesco con la Fogoneu Mallorquina. Pero lo maravilloso y flipante de los vinos de la familia Gutiérrez hechos con esta variedad, es simplemente su singularidad. Que va de los rústico y agreste, y de su mano rota para embellecerlos sin alterar su estoica personalidad.

 


Vinos de tierra cálida y agricultura heroica en un territorio castigado por el calor y  las inclemencias climáticas de nuestro actual paradigma. Que como en el caso de este Doctora Jekill, esquivan la concentración y sobre madurez a cambio de una deliciosa entrada en boca que remata de complejidad y taninos rugositos, para hacer de los inconvenientes virtudes.

Aquí vamos a encontrar un vino con personalidad y mala leche, pero de un beber intrigante y amable. Si intentas relacionarlo con algo que te remita a la típica garnacha de frutitas rojas frescas típicas de suelos arcillosos, cagada la hemos.

 


Con efluvios a pimientos asados, moras maduras, o mermelada de tomate. Con la evolución de esta botella de 7 años ya, aparecen recuerdos a hierbas de monte, ligera mineralidad y fino cuero, todo el conjunto se unifica, se destensa, y se diluye en conjunto que te vuela la cabeza a base de reminiscencias a veces inubicables en tu memoria olfativa. Pero todas buenas.

Aunque lo rotundo y genial viene en su paso por boca. Untuoso, amplio, ligeramente compotado y con un final entre lo picante y rugoso.
Elegantes notas de cedro, espliego, fruta roja madura, ajo negro, y una profundidad que aturde llenando el paladar. Muy largo, y muy presente en el recuerdo.
Un vinazo de solo 300 botellas y precio la mar de asequible, que evoluciona maravillosamente en botella. De beber agradecido y generoso.
Si te las pierdes -cantante y vinatera- pa que vivir ya.
 

viernes, 14 de septiembre de 2018

ALABANDO ÁLAVA, Y LA SINTONÍA GALÁCTICA DE STEPHEN MALKMUS & THE JICKS EN: SPARKLE HARD_2018





Nos prometieron el oro y el moro, y sin embargo:

Solo silencio noctámbulo apenas roto por las hojas que se lleva el aire, la graba, los ojos de ese gato moteado adoptado; casi de la familia. Y los ladridos de ese perro sheriff de Narvaiza que retaba en duelo al forastero, lo mismo que a las cabras de su dueño.

La mirada penetrante y condescendiente del semental macho cabrío. Patxi con sus hortalizas a ritmo de rock y su berenjena sustraída/extraviada, el tractor y sus supuestos 109 habitantes censados y milagrosamente invisibles.



El pueblo de Narvaiza (Narvaja), destino de nuestros sueños estrellados en azul cobalto de este verano. Han sido cuanto menos por más de las advertencias del despoblamiento de Álava, (la provincia menos conocida de Euskadi), reveladora y apaciguadora sobretodo, cuando el silencio y el paisaje horizontal o vertical cabe en tu encuadre personal.

Otras veces pasa que hay que hacer mosaicos mentales para recomponer y poder admirar. Pero allí no. Todo cabe en tus inmediaciones, en tu dominio minúsculo y en tu radio; el que puedes y de echo necesitas controlar. Y alcanza más magnitud emocional, sobretodo, cuando no hay ni un plan urdido o tan siquiera una esperanza de que todo ocurra tal y como programaras.




Ya han pasado dos semanas por lo menos desde que regresáramos. Y es ahora cuando el aparato digestivo de tu recuerdo, expulsa la constatación en forma de texto/narración, con su banda sonora; faltaría más. Apunto como estoy de volver al curro.

Casual, inconexo y un poco arbitrario pues seguramente la experiencias viajeras se podrían resumir tan solo como el cruce de un umbral: Esa imaginaria estancia a la que te adentras por primera vez o incluso a la que vuelves después de diez años:

Urbasa y Andia a la izquierda, Aralar a la derecha, y Aizkorri-Arantz de frente presidido por el embalse de Ullibarri-Gamboa. El espacio inmenso y nuestra diminutez igual que una circunstancia en el tiempo. Con ese recuerdo impreciso que al pasar los años con sus lluvias, al volver, siempre es distinto como lo recordabas y todavía más impactante.

Un efecto que casi siempre (y será por la edad); truco al que echar mano. Tu expectación, la mayoría de veces se ve superada en ese efecto déjà vu del constante tránsito de la madurez/juventud que bombea tu imaginación más grandilocuente, por la deslumbrante llegada al paisaje perdido de tu escasa memoria.







Con la música a veces, o muchas, pasa igual: Es superior el efecto que produce la materialización a golpe de nota musical en esos años dulces de tu añorada juventud. Que el verdadero renombre que alcanza en el presente más absoluto e inmóvil; justo ahí.

La música sublima sobre épocas, géneros, tendencias y modas. Más aun cuando el tránsito temporal a rebasado las novedades, como su autor: Stephen Malkmus (exPavement). Y aparece de golpe empujando mi mantra vivido en su más reciente exposición del último directo en KEXP (la gloriosa emisora de Seattle), como una aparición mariana en una tienda de discos de Bilbao. Las miniaturas gastronómicas de euskadi entonces, se texturizan con momentos tan eléctricos como el REdisfrute de este elemento diluyente.

Vino, comida y música son la ambrosía. La felicidad hecha ente inmaterial con la compañía; claro está. El sitio. Y los interlocutores de tu salva.

Y un disco que argumenta. O por lo menos, sirve de excusa para dar forma al recuerdo que te va a quedar de tu paso por Toloño, la calle de la cuchillería, los enormes plataneros de Fray Francisco de Vitoria, el banco de Wynton Marsalis, los bosques de Velate, los campos de girasoles, el ajetreo del Gaucho en la Travesía Espoz, esa botella de Viña Ardanza que ruge desde tu juventud noviazga, la abuela que sale a tu paso para ayudarte, la maravilla sensorial del Guggenheim y su contenido, el paso por San Felices hacia Eskuernaga o las vistas de la Sierra Cantabria desde el castillo de San Vicente de Sonsierra.

  
Todo eso se podría resumir en una canción: “Solid Silk”. Que como una fina brisa acaricia la guitarra como el junco se flexiona, y unos arreglos de cuerda balsámicos que buscan registros antes desconocidos.
Una reinterpretación del san benito de su antigua banda, a la que solo el tiempo es capaz de diseccionar todas sus capas freáticas en forma de melodías inconexas e inaudibles. Y que brotan solo si la agudeza es tal para no quedarse con el ruido, la distorsión y su abstracta y bendita asimetría.

Vale la pena volver a revisar toda la discografía de aquel mágico combo con Malkmus a la cabeza. Y cerciorarse de que, una vez amansada nuestra efervescencia guitarrera noventera. Hay todo un universo inescrutable, con una riqueza muy superior a la que históricamente se les atribuye.



Dirías en un principio, que la perezosa “Cast Off” retoma la anterior discografía de Malkmus en solitario. Cuando perdimos toda esperanza de que esa espinosa banda con forma de chumbera volviera a resucitar el raído y desgarbado espíritu inconformista noventero. Pero tienes que esperar al aullido de las guitarras para arquear las cejas. Cambiar el modo postgrunge y pensar que tu evolución no es tal sin la polinización creativa. “Future Suite” prácticamente comienza donde terminó “...And Carrot Rope” allá por el final de siglo. Cuando en plena resistencia a madurar con treinta años, todos nos sentimos traicionados por su disolución y viraje hacia hacia cadencias más meditabundas.

Recuerdo su último concierto de despedida en la sala dos de Zeleste con un puñado de feligreses. Y palpar la verdadera traición de su inmaduro público, que ahora se daría de hostias por volverlos a ver.



Casi veinte años después, y aunque al sonar “Shiggy” todos pensásemos (incluído yo). Que ese amago 100% Pavement fuese por fin ese elixir definitivo hacia la eterna juventud.

Rebusquemos desesperados como la madre que pierde a la criatura en la feria, pero ni rastro.

En cambio fue ver sobre un escenario a Stephen Malkmus con sus engrasados Jicks. Y aparecérsenos Nuestra Señora de Fátima con los tres niños y la santísima trinidad.

Si esa estertórica canción ya transmite vibraciones exfoliantes. En directo es una gozada ver a Malkmus hilvanar esas aparentes melodías inconexas como puro exorcismo. Eso, y observar como la banda tras unos cuantos discos, parece escupir lo que la endiablada mente de Stephen maquina con una sonrisa de oreja a oreja. Parece fácil, pero creo que es parte de la magia que atesoraban Pavement como banda y sus adoradas imperfecciones. Y este nuevo disco. Sabe plasmar a la perfección en toda su extensión y como conjunto de canciones, una química parecida.

Stephen Malkmus al igual que J Mascis, es un puto genio haciendo lo que otros convertirían en mediocridad.

Es fácil y no han inventado nada que no se hiciera en mil ocasiones (solos y distorsiones). Pero sin el enfoque melódico y tierno de ambos, sería la historia que se vuelve a repetir. Y todos sabemos que no ¿verdad?



Solo así, da sentido la química de “Difficultes/Let Them Eat Wowels”: Dos canciones en forma de una, que podría ser esa chaqueta reversible de colores vivos que bien hace de anorak, de chaleco y de elegante impermeable.

Una psicodelia sacando punta al Vocoder, como Toloño a algo tan tradicional como el Xangurro. Donde el de Santa Mónica se siente tan cómodo como un gorrino en un lodazal. La miniatura de “Future Suite” es el contrapunto en su diminutez y el vacile de sus guitarras no hace más que certificar la síntesis como fórmula magistral.

Su camino hasta llegar aquí, no nos equivoquemos, no ha sido fallido. Sino incompleto sin la esencia que todo artista que emprende carrera en solitario se empeña en aparcar. Y la prueba está en “Middle America”. Una pieza soberbia que no sabría decirte ahora mismo si la prefiero en acústico, en directo o tal y como se ha publicado en el disco. Es mágica de cualquiera de las maneras y conjunta con maestría su época en Pavement: Canciones que por aquella época ya se adentraron en paisajes más tiernos y acústicos.

Todo lo que ha sucedido en los siete discos con The Jicks plagado de joyas y con una sustancia todavía por escudriñar. E incluso su participación en Silver Jews dan sentido al sonido de este disco.



SPARKLE HARD es un entretenido paseo de toboganes, desniveles, caídas al vacío y momentáneos remansos cargaditos de alucinógenos. Un disco como decía mi compi de Mad Robot M. Grau: “un disco que no está de moda”. Pues no sigue las directrices del punteado coloreable/recortable típico de los precocinados de ahora.

Su gracia es más la aventura de lo imprevisible o de las conexiones invisibles en sus armonías; si mamaste Pavement, pues ayuda. Aunque a algunos se les haya olvidado ya, que era salirse (o por lo menos dejarse arrastrar) por algo distinto al típico estribillo/estrofa/estribillo/solo de guitarra/teclado, y vuelta a empezar. Fíjate que canciones como “Rattler”, a mi me encomiendan al rock progresivo de los 70 (Jethro Tull, Frank Zappa y otras lindeces con menos relación)

¿que hacen falta drogas para zambullirse y no ahogarse? Quizás.

Pero que se lo pregunten quienes como yo, al ver tocar la perturbadora “Bike Lane” han visualizado la puta canción del verano sin apelación alguna.

No esos “que si mi cintura necesita tu ayuda, el sácala a bailar, o si así se vive mejor” que podrían arder en el infierno hasta el fin de sus días. Sino ese fuzz de bajo/guitarra abejorro que taladra los sentidos como lo hicieran los Sonic en el “Youth Against the Fascism”; tan adecuado ahora. El swim sorpresa de ese piano que rompe por completo la armonía. O esa joya de letra engarzada en mímesis/parábola, entre el asesinato a manos de la policía de Freddie Gray y los controvertidos carriles bici en las ciudades.

Textos que afianzan al Californiano dentro de esa paranoia que es inspirarse en la realidad más, o menos metafórica. Y que son otro atractivo más; aunque a mi de siempre me ha parecido un letrista más profundo de lo que se le suponía por su música casi siempre felizmente destartalada.

Los dilemas existenciales de “Kite”, envasados en casi siete minutos de genialidad, que deambula medio mimetizado entre el krautrock, la psicodelia, el funk incluso, y muchos muchos ramalazos que encuentran su origen en un pasado bastante más lejano que el de su banda embrionaria.



Se erige como un guitarrista ya sabio, y un hacedor de atmósferas en donde retozar, digno de análisis profundo. Estas canciones sin duda lo necesitan y lo agradecen.

Brethen” refuerza la idea de que no es posible mucho sin poco. Y si la asimilación de este disco como una obra de infinitas escuchas y detalles aparentemente difusos parece una empresa perezosa. Lo extraño es que con canciones como esta, que son todo un prodigio de arreglos casi transparentes de apenas dos minutos. Se puede entender a la perfección entre ese binomio de excesos, sencillez y practicidad a la hora de cocinar canciones.

Teniendo como clarividente prueba de ese viaje laaargo laaargo de Stephen hasta llegar a esta exposición maestra. La maravillosa cauntry ballad slide de “Refute”; totalmente entroncado a mi favoritísima “Range Life”. Y con Kim Gordon(Sonic Youth) a las dobles voces en pleno idilio/guinda musical ¿se lo imaginan?. Pues es una de las canciones y lírica más preciosas de este 2018.



Háganse un favor y escúchenlo sin prisas

lunes, 25 de junio de 2018

THE ASTEROID N.º4_COLLIDE_2018 (13 O’Clock Records): DISCOS PANORÁMICOS PREDESTINADOS A MUSICAR EL VERANO





Ya he decidido no volver a dar la mano a clientes, recién conocidos y tratantes. Desde ahora, solo abrazos henchidos y constringentes de esos que serigrafían los latidos en tu pecho.
Desde que certifiqué así, que padecía una epicondilitis (codo de tenista); seguramente por mi trabajo y la recurrida excusa de la edad. Y de que justo el certificar mi dolencia, experimentara un querencia por marcos de puertas, ventanas y cualquier superficie duro para con mi codo; vamos, que no hago más que darme golpes en el punto exacto del epicondilo.
Que quien sabe, pudiera que pudiese ser la edad con su consiguiente pérdida de cálculo espacial y perimetral; no lo discuto. Es más, seguro que hay un estudio sobre eso, el acercamiento hacia los cincuenta y la pérdida inconsciente de ese don que tienen los murciélagos y que nosotros suplimos con la juvenil y grácil agilidad: ¿el torpe nace, se hace o se instruye según cuenta canas? Un misterio, gente.
En cualquier caso. Yo solo sé que desde hace cuatro años aprox, arrastro involuntariamente la planta del pie al caminar, voy al tanto con los tropezones igual que un Ñu bebiendo en una charca infectada de cocodrilos, y no hago más que darme golpes en el dichoso codo.
Y dirán…Y ahora?
Bueno. La solución no la he hallado en un medicamento, codera de porexpan o terapia alternativa. Sino en la música sí.


Desde que cayera en mis manos el noveno disco de esta banda originaria de Philadelphia y establecida en San Feancisco desde el 2011; con el cual conmemoran el 20 aniversario de existencia. Mi deambular por casa, solo obedece a los compases de Collide:


Me levanto a oscuras a miccionar a lomos de “Explore”. Voy de mi diminuto lavadero cargado de colada sin miedo al quicio de la terraza bailando con “Explore”. Y hasta girar en mi micro mampara de baño cual Derviche, con la voz de Emili Polle de crines acuestas de “Weeping Willow” mientras me ducho.
Desde ese preciso instante en el que la luz cenital apunto desde el cielo cual Mr Bean caído. Son los vaivenes acompasados de la banda de Scott Vitt los que rigen mi día a día, y han dejado en un recuerdo peregrino aquel Hail to The Clear Figurines del 2011, con el que los descubrí: Un disco que navegaba entre pleamares y corrientes marinas, de una psicodelia mucho más evidente que el disco que nos ubica; muy cerquita de los Black Angels.



COLLIDE sin embargo, sitúa a la banda mucho más cerca de nosotros. Sobretodo y más que nada, porque su sonido se aleja discretamente de ese toquecito de Americana, que hacía y hace, que su música no sea la de ese tipo de banda que se aferra. Sino que la libertad a la hora de dejarse llevar por los caprichos de la naturaleza, sea la que da quilates a su trayectoria y discurso.
Este bocado corto de ocho canciones, nos pone de cara u orientados hacia una latitud más británica: The Church, House of Love, Lloyd Cole y los Commotions en ocasiones. La intensidad de los primeros Mazzy Star de esa canción que os citaba al principio; “Weeping Willow”. Y que nos remonta y rememora aquel rock americano parte Janis, parte Soulwomens de rasgos más Underground. E incluso a unos 60 mágicos, volátiles y tan románticos como la de los Rolling de Brian Wilson.
Esa miscelánea en definitiva, que hace que el rock anglosajón beba realmente de infinidad de charcas, épocas, híbridos y tics culturales, igual que las especies y las esporas viajan.
Y que en este disco se dan cita como un halo de belleza azucarado y tremendamente melancólico. Por obra y gracia de ocho canciones mágicas, de las que uno, no puede separarse ni un minuto. Seguramente porque que dan de pleno en la diana del bien denominado temazo.
Lo mismo da que empieces desde el principio, o de atrás hacía adelante.
Cry for Osana” por ejemplo, modula su épica orquestada hacia territorios espirituales y mágicos. De los cuales, sus nueve minutos y medio jamás abusan del bucle y sí del vuelo: sin motor, estupefaciente o paranoia que valga. Solo paisaje y cromatismo sonoro. Antes “Remedy” hace una ecuación entre Cass McCombs y los Jayhawks. El resultado, un vals que me lleva en volandas sin tan siquiera acusar la más mínima torpeza; ellas me elevan.
Los slides y tremolos de “Finest of Mines” que inician este tema, que bien podría tratarse de un corte de una banda cualquiera de Shoegaze de los 90; curiosamente, muta. Siendo en realidad de un rock clásico que flirtea sin rubor y que delega la grandeza, en la canción sin más. Podría tratarse de lo que quisieras: Neil Young, Big Star, The Byrds, Slapp Happy... o cualquier otra referencia que amortiguara el tiempo y todo lo que vienes escuchando. Pero sinceramente solo puedo quedarme en este caso con las canciones; “Weeping Willow” es una prueba palpable, paradógicamene como el nombre de otra de mis amadas bandas.

Collide”; la que da título a este maravilloso disco. Tiene esa magia un tanto mainstream que a mi personalmente tanto me recuerda a una época de la que nunca fui en absoluto devoto. ¿soy yo el único que atisba esas odas pomposas de los 90’s tan indies? Aun y así me gusta, y sería lo mismo que decir lo que aborrecí a bandas como Verve, y adoraba sin embargo esos mismo ejercicios en manos de Suede o de Pulp; con más gusto claro.
Y al final pues supongo que no se trata de lo que se haga, sino como. “Sagamore” también tiene ese ramalazo de brazos en alto, corear, y hasta llorar como un eterno enamorado de la moda juvenil. Pero mola aun y así. Sin ni siquiera preguntarme si es la edad o la nostalgia.
Explore” y “Ghost Garden” son tan enormemente sencillas y de sonrojado encanto natural, que bien valdría seguir girando como si nada. El umami perfecto del torrezno que se funde en tu paladar como una droga prohibida. De la miel de tomillo cristalizada, o de la Panela estremeciéndose en el azucarero cuando hundes la cuchara.
Un disco pura delicia, que desde su primera escucha ha sido cabecera y candidato al Plinto del año. Y engrandece a una banda prácticamente desconocida, con una riqueza musical inalcanzable para otras, empeñadas en forzar los engranajes hasta pasarlos de rosca.
Para THE ASTEROID #4 todo es más fácil, orgánico y congénito. Posiblemente por el talento de quien no rinde cuentas a la maquinaria. Todo un homenaje a la llegada desde ya, del Verano eterno. 
Y que además los tendrémos paseando su exquisita discografía por nuestro país, este otoño.
TOUR EUROPEO 2018

 

sábado, 10 de diciembre de 2016

RYLEY WALKER_SIDECAR CLUB_20/11/2016_ O EL CÓMO DE LA MUTACIÓN CONNATURAL





Uno de esos otoñales domingos que amanecen silenciosos y que a toda costa queremos estirar. Igual que aquellos chicles boomer que enredábamos entre nuestros dedos como los rizos de nuestras novias, y que guardabas en la nevera esperando que recobrasen su primer sabor a fresa ácida.
Creo en los domingos acolchados como la felpa. En ese batiburrillo a churros y diario perfumado en tinta fresca con cercos de café con leche. En ese querer detener el minutero y maniatarlo justo en las 12, para postergar el vermuth. Y definitivamente en solo querer hacer cosas desde el sofá y con nuestro mando a modo espada láser jedai.

Ver un concierto en tal día se antoja heróico, pero tiene su qué de revertir el engranaje de las rutinas como los palos en los radios de la bici. Sobretodo cuando se lleva toda la semana entre el “me quiere no me quiere”, y al final de forma salomónica te dejas llevar por el instinto animal.
Eran PIXIES y esa nueva reflotación en busca del cetro medio escacharrado: Masajear con condescendencia nuestra nostalgia por los noventa. O guiarnos por ese olfato canino hacia los moribundos cánticos de Ryley Walker con 40 a 15 de por medio.
Y no es que sea el dinero finalmente el que decante la balanza. Pero hay algo ahora, que me mueve a perderme por las sumideros de la música en vez de tirar por camino fácil de los destellantes bulevares.


Admito que a menudo amedrenta enredarse en laberintos y raíces que revientan la tierra y van por libre. Pero cuando escuché en Marzo del pasado año por primera vez PRIMROSE GREEN, no pude evitar caer rendido en ese afelpado manto jazzero que decora sus composiciones. El mismo que mi madre pone en su juego invernal de cama, y que te acaricia las mejillas mientras sesteas.
Ese misma sensación de confort hace del viejo y cañí Club Sidecar, una especie de salón de casa al que solo le falta el brasero y las historias de muertos y aparecidos que te contaban en el pueblo. Sentí esa fuerte sensación de compartir mi mismas sensaciones con alguien. Y al final fue con mi hermana la misma con la que comparto aficiones, y hasta vacaciones; se lo debía.
Todo es cuestión como quien se aventura en una necropsia, a abrir la mente por el tórax. Y este caso al joven veiteañero Ryley Walker, saldando la deuda pendiente del BAM de hace dos años. Allí me rilé; lo admito. Pero el siguiente envite de canciones en formato más conciso y acústico que contiene GOLDEN SINGS THAT HAVE BEEN SUNG/2016, merecía eso y algo más.


El Canadian de rigor que barniza de ámbar la espera. Una amena charla para ver que esta vez, de colas nada. Y 50 o 60 almas en pena que decidieron mandar al carajo la batamanta, el tronar del Sant Jordi Club, o igual la digestión pesada del pollo A l'ast con all i Oli del Domingo. Para ver a un sobrado de talento, socarronería y humildad Ryley Walker, despacharse con su tan aplicada banda de acompañamiento.

Media hora antes con la sala semi vacía, pudimos ver a una delicada y solitaria ITASCA aka Kaila Cohen, desgranar su cancionero de deshuesado Countryfolk. Un set in crescendo de media hora y pico, que presentaba su último álbum “Open to Chance”.
Tímida y tan delicada como sus canciones, le faltaron seguramente sus recientes compañeros de andanzas para dotar de una perspectiva más mimbrada, lo que al fin y al cabo pareció: otro de tantos conciertos acústicos fríos y algo carentes de sustancia. Sus discos, eso sí, son otra cosa; mucho más disfrutables y evocadores. Esas quietudes barnizadas de paisajes campestres y cotidianos que prácticamente detienen el tiempo como lo hacían por ejemplo, los Hnos Kadane hace tres lustros.

Pero sería el joven Ryley el que alrededor de las diez de la noche, sin espero, pecar de vehemente. El que probablemente me acabara dando la mejor quizás, hora y media en vivo del presente año. Exagero?
No sé si por la propia sorpresa del improvisado plan del domingo. Por la compañía y lo familiar del encuentro. O seguramente eso sí, porque por formas, repertorio e inventiva al ejecutarlas: una cosa es escuchar sus discos y otra bien distinta que le sigas en su aventura del directo.
De ahí nace algo que reduce la impresión en el acetato, a una mera circunstancia en el tiempo: La música tal cual se grabó y que sientes al escucharla que ahí no se acaba.

Las composiciones entendidas como un ente vivo que no dejan de transformarse. Que incluso se reproducen y mutan en otras nuevas canciones; como las de su último álbum: Las ocho nacidas del periodo de tiempo en el que iba tocando en vivo su anterior disco.
En el set que nos presentó en Sidecar Club, sin embargo, todo se argumentó de muy distinta forma. Sonó prácticamente ese disco del 2015 y alguna que se coló por las rendijas. La electrificación que en su totalidad ejerció de eje; sin aparecer la omnipresente acústica hasta el último bis, fue la que transformó de entrada cada una de las canciones: Arranque fuerte y potente en clave rockera, con un tema que no sabría ubicar en ninguno de sus últimos discos (nueva o mutada). Un volumen realmente alto que apuntaba a la estridencia y progresivamente se fue modulando.
Y aunque uno pueda creer al escuchar sus discos, que estamos ante un músico solemne y medio ermitaño, nada más lejos. Ryley Walker es un tipo simpático que se resta importancia de tal manera, que parece hacerte sentir que andas cogido de su mano. Más que protagonista real como solista que es, podría definirse como un perfecto maestro de ceremonias que da pie a una triangular comunicación liberadora, entre solista/banda/público.

Con un Gin Tonic a sus pies de los que iba tomando tragos en clave de “fiesta!!”, diluía de un plumazo cualquier sensación de parábola psicodélica sesuda a la que te puedan invitar sus pasajes de hasta 15 minutos.
Esa frescura secreta de sus canciones, que evita el bucle tendencioso y soporífero. Y que en realidad recrea, como quien procrea o se expande igual que una madreselva o liana en la espesura amazónica. Sonidos que nos teletransportaban al Rock progresivo, al jazz caleidoscópico o incluso al lejano Punyab totalmente tonificado por su inquieta eléctrica.
Alucinamos en colores con la paleta que ostenta de los mismos, su batería; si así lo pudiésemos describir: Descalzo y usando sus botas como posavasos, contorsonista y McGiver de los tambores y derrochador en texturas. El onduloso contrabajo de Hanton Hatwich desdoblándose en viola y hasta en percusión. Y el resto de la banda que parece actuar en la retaguardia como el contrapunto detallista en el crisol de pespuntes, bordados y brocados en los que acaba convirtiéndose su interpretación.

La hora y pico larga sin las prisas que otorgan a día de hoy los sets económicos en salas pequeñas. Con ese apaga y vámonos que el tiempo apremia de algunos sets. O esa sensación reinante de que todo sucede escrupulosamente sobre un guión. No ocurrió allí ni mucho menos.
Todo lo contrario, porque al cabo de los minutos, la sensación era como la de un manto. No era el estado de flotación, la atención que te absorbe, o simplemente que todo discurre... No como lo previsto sino por la magia del momento.

La voz onda como la de un acantilado de Ryley que gana porcentualmente en vivo. La franqueza y naturalidad con la que teje ese punto de partida en la ejecuciones y como invita a sumarse. Y el no importarte lo que toquen sino como lo toquen.
Primrose Green”, “Sullen Wind”, “Funny Thing She Said”, “Love Can be Cruel” y otras tantas que acabaron convirtiendo la noche en una sinfonía.
La de un tipo que inició sus andanzas musicales con una banda Punk, y que a sus 27 años (teniendo en cuenta su carácter hiperactivo) ya nos ha dado tres joyas de discos. Interesante y fascinante a partes iguales por su forma de pasar del folk a la psicodelia salpimentando con jazz, guitarra clásica y hasta blues, sin apenas resentirse su toque personal. Capacitado para tocarlo como o de la manera que le de la gana y no dar la sensación de que pierde la esencia de la canción. Y pese a su juventud, que recalco por lo despreocupado de su carácter, dar la sensación de que que es un veterano músico capaz de subirte como un mantra a la espiral más hipnótica. Y de repente acariciarte con una versión eléctrica del Fair Play de Van Morrison, sin ocultar esas referencias tan simbólicas como lo son las del Lobo de Belfast, Ben Jarsch o Nick Drake; a las que yo añadiría otras tantas bastante más alejadas de esa heterodoxia.
En cualquier caso, uno de los directos más disfrutados de este año junto a los de Wedding Present y Kevin Morby. Que también los valieron claro. Pero es que lo de Ryley Walker estimo, que es otra cosa bien distinta por más que nos cueste y amedrente entrar en sus discos.

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lunes, 18 de agosto de 2014

#TARDES A PIE DE NEVERA (Cinc5): HALLELUJAH HILLS, su “HAVE YOU EVER DONE SOMETHING EVIL_2014 Y OTRAS HIERBAS”





Creo haber llegado ya a mi destino con el único propósito de hablar de música y encontrarme con mi origen fraternal. El lugar donde se maquinó mi existencia y donde los recuerdos fugaces en forma de flashes se amancillan con las Perseidas. Y claro, si uno no ha perdido el hilo de tan curioso viaje: recostado sobre sofá, con las piernas bien extendidas y un baso grande rebosante de té verde frío en las manos. Sabrá que todo es fruto de la imaginación, que como bandera enarbolamos cuando el tiempo se desgasta sin mal revolver con el que matarlo.
Aquí a las puerta de Villagordo me hallo preguntando puerta por puerta por los ancestros de los meones y los canalejas. Esas etiquetas tan graciosas, veraces y crueles que estudian etimológicamente el mote como afección descriptiva familiar en los pueblos de mi geografía. No siendo mi curiosidad otra la de volver a rememorar instantes desperdigados sin conexión aparente, tan solo por la gracia de reconstruir aquello que la memoria disemina. ¿Será verdad aquello que dicen de la memoria y la edad? Que cada uno hace el mundo a su capricho anudando lo poco que retiene, y recordando lo que verdaderamente le interesa.
Siendo un sí o no la respuesta, siento una necesidad imperiosa por machucar una y otra vez esos flashes memorabílicos; a ver si así se me quedan por siempre.


Del pueblo de mis padres donde pasé tantos y tantos veranos desmigajando el tiempo, aquí que pasa con una velocidad tan insólita como perezosa. Que las criaturas se tornan madrugadoras o noctámbulas huyendo del calor infernal que brota del asfalto en las canículas. Sabrán que me estoy refiriendo a un pueblo recóndito cualquiera, de los muchos que se esconden tras las lomas olivareras de Jaén. Y es curioso que el de mis padres siempre me haya parecido un lugar extrañamente aislado, pese a los escasos 22 escasos kilómetros que lo separan de la capital. Como si el río Guadalquivir y las lomas que lo circunvalan, se hubieran cerrado a cal y canto hace años, como una especie de fosa medieval.
Cuando yo lo visitaba cada año tan solo salía cada hora una viajera hacia la cardenalicia capital. El acento de sus nativos y las costumbres era tan cerrados, que parecíamos a miles de millas de distancia; y sin embargo flotaba una distensión y felicidad en sus parajes sin igual. La misma que la infantil inocencia que por entonces me poseía. De mis primeros veranos con ocho años escasos guardo como fogonazos curiosamente dos o tres recuerdos que nunca me han abandonado; de un puñado menos trascendentes: El ver a dos críos matar a golpes dos pequeños gatitos, el contemplar en un agujero en el campo a una gigantesca Tarantela, y verme observando por el agujero de una vieja portachuela de un corral a un enorme carnero: Se vino contra mí, contemplé aterrorizado como golpeaba la puerta, y días más tarde como lo sacrificaban, lo despellejaban y fileteaban.
No sé si traumáticos, pero esos tres momentos los recuerdo como si fuera ayer, y sin embargo han pasado 36 largos años. 
 

Como tampoco sé con exactitud si las parábolas, elipses y rodeos que me llevan a escupir esas trazas inexactas de mi pasado, guardan alguna relación con una banda de la que debería haber escrito hace dos años. Quien sabe, igual estoy bajo el influjo de Rustin “Ruhst” Cole y la absorvente, oscura y pantanal historia de True Detective.
El caso es que estas líneas debían el pasado año haber sido para “No One Knows What Happens Next/2012/Discrete Pageantry Rcords.”; el disco que me abdujo con la ayuda de la viral “Get me in a Room” a su pasional universo. Pero es que mi introducción a esta banda de Massachusetts ha sido lenta, tardía y muy muy pausada, como aquellos viajes insomnes hacia las praderas de los opiáceos: Esas dos primeras, festivas y eufóricas canciones (Get me a Room y Nightingale Lighting), que luego acaban desembocando como un salto de agua en un remanso que se absorbe y metaboliza lenta, lentamente. Y que acaban dando lugar a una banda, en la máxima expresión de la palabra, que se tambalea temblorosa pero firme sobre la cuerda pendular del Rock, el Folk como himno agitador, o en definitiva la canción como arma de doble filo.
Esa ambigua imagen de colectivo donde sobresale su ariete Ryan Walsh (The Stairs), nos puede dar infinidad de lecturas, sin que ninguna de ellas sea del todo exacta: Ese tono de Folk Irlandés donde cuerdas y metales exorcizan una especie de revuelta de hermandad secreta. Ese envoltorio típicamente Americano lleno de rugosidades, asperezas y filos cortantes también puede ser un texto de Brailei donde descifrar mensajes excitantes. Pero al final de todo, alejándose hasta capturar el encuadre, la perspectiva o el ángulo, el sonido de Hallelujah The Hills se puede resumir como un ente vivo, multidisciplinar y tremendamente regenerador. Cuando los escucho siento que nunca se escucha de la misma forma; agitan y amansan. Si ese disco parecía por momentos redentor, conciliador cuando sonaban “Hello, my Destroyer”, “Dead People's Music”, “The Game Changes Me” o ese precioso “Care to Collapse” con la compañía de Marissa Nadler. En otras ocasiones más catártico o psicodélico en “People breathe into other People”. O volvían a rematar con esas fanfarrias de felicidad infinita y libertaria como en el principio, cuando cierran de un portazo con “Call Off your Horses”. Lo que a uno le queda al final es un organismo vivo que sube, baja, regatea, salta y se retuerce hasta engancharte por los mismos machos.



Dos años más tarde sin excusa que valga ni arrepentimiento alguno, al amurallar este raro mes de Agosto con otro TOCHO más de los míos. Lo único que puedo argumentar en mi defensa, es que son pocas las palabras que dedicarle a una banda que me exfolia como pocas. Me regenera y hace que las comparaciones odiosas sean tan solo eso: Excusas con las que explicar algo que se escucha y no se explica. Que se digiere sin las prisas de asimilar algo por pura bulimia, donde los ganchos comerciales son las únicas armas para pedir turno ante la vorágine de la gula popular.
Quizás por eso su último trabajo “Have you Ever done Something Ever?/2014”, es mi especie de Sancta Sanctorum donde rebuscar por esos pedregales que te exigen destreza al caminar con tus desnudos pies. Un disco que suena puramente instintivo, que rezuma rabia, energía y felicidad por partes iguales. Y en el que los Bostonianos tocan como si la operación de amigdalitis a su cantante Ryan Walsh, fuese ese único pretexto para cantar en grupo esos himnos incendiarios como si no hubiese mañana.
Entrar por la puerta del trabalenguas “We are What we Say we Are” sin acojonarse, lo asumo como posible. Aunque solo sea porque nos han adormecido tanto oídos y paladares, que si no hay una tonadilla bailonga y discotequera nos vamos pata abajo. Quizás hemos perdido esa capacidad de extraer belleza, poesía y melodía del salvajismo, con lo duchos y paladines que fuimos en los 90. Ese paso marcial de gran Oso, esas cuerdas indelebles que entumecían los dedos de los grupos, y esos tambores que sin tregua obligaban a darlo todo. Ese mismo disfraz de Grunge onírico con el que nos dan mano estos corredores de fondo; despreocupados como están ellos por las apariencias.
Do you Romantic Courage” o “I Sand Corrected” a pulmón abierto de par en par, coros a doquier y mucha mucha euforia invitan. Puede que los más accesibles del disco, aunque dudo que sean golosinas para adolescentes. Yo me quedo con la majestuosa “Pick up an Old Phone”, puro crescendo; y ahora viene cuando los comparan a Arcade Fire, y yo es que me troncho. Como si no hubiera banda sobre la faz de la tierra capaz de producir ese efecto primitivo de camaradería sobre los oyentes: Ese echar el brazo sobre la espalda de nuestro compañero y entonar el “Down all the Days” de THE POGES, junto a ese legado de Folk Rock Anglosajón tan perenne en los ancestros Bostonianos de Hallelujah the Hills.


La rotundidad con la que su quinto y último trabajo actúa en el subconsciente, desde sus primeros pasos en 2007. Le debe mucho a sus colaboraciones con Titus Andrónicus y a esa casta de bandas donde Rock/Punk/Folk forman una única cosa. Sus arreglos con trompetas, violines, violochelos y teclados analógicos juegan al despiste un poco, pero en realidad el núcleo inspirador del conjunto evoca #Me evoca, mucho más a: Twilight Singers, Sparklehorse, Sebadoh. Aunque sus herramientas nos los acerquen en momentos puntuales a los Calexico. Una especie de Rock Road Movie que trapichea con partes urbanas y otras de raíz, siempre desde un punto de vista demasiado básico y primitivo para ser una pose forzada.
La acidez con la que sus letras dibujan la cotidianidad rudimentaria de la America actual: “Conoce a mi esposa, somos como uña y carne, que hemos estado haciendo durante días, ahora estamos de rodillas. Vamos a reducir la velocidad de este ritmo violento y poner la tv. Para ver una cara famosa” en “Domestic Zone”; su tema más largo y ascendente. “MCLIV (Continuity error)” sentenciando sobre parafraseos que conectan directamente con la realidad más cruda. La contagiosa “Phenomenology” que me atrapó en un primer instante con esos redobles, gritados hasta el furor:
 “toma esta toma esta tierra, las palabras que uso en esta demanda. Romper la puerta y mostrarles porqué están equivocados. Mira estos días extraños, los flamantes pecados se la están arreglando para quedarse. Oremos que no es demasiado suave”. Guitarras sangrantes que conectan el Lo fi más primigenio con el Rock multitudinario a base de puro activismo lírico y musical, y un disco que se digiere a bofetadas. Y que por su radical diferencia respecto a los anteriores, ya merece el empeño por ahondar en él.

HALLELUJAH THE HILLS son: Ryan Walsh (voces, guitarras, samples), Nicholas Ward (bajo y voces), Brian Rutledge (trompeta, trombón y voces), Joseph Marret (guitarras, banjo, percusiones) y Ryan Connelly (batería). Llevan a sus espaldas cinco Lp's desde el 2007 y este es el tercero con el suyo propio con Discrete Pageantry tras publicar dos con Misra, contando "Portrait Of The Artist as a Young Trash Cam/2013"; donde se reunen rarezas, singles y material no editado. Desde entonces son más dueños de sus creaciones y en sus composiciones se nota ese cambio: Más fibrado, Rockero y comprometido en cuanto a los textos; tan primordiales como su música. Aunque no han perdido esa identidad amateur y librepensadora de sus primeros discos, donde predominaba un sonido más acústico, de baja fidelidad y caótico, pero eminentemente libre.
Pese a haber publicado dos magníficos discos realmente recomendables, en nuestro país son prácticamente unos desconocidos. Que luego no digas que no te lo avisemos.
FELIZ AGUOSTO!!