domingo, 20 de septiembre de 2015

THE DELINES: CORAZONES ANUDADOS La 2 de Apolo_16/09/2015


A principios del pasado verano, Chals; uno de los muchos compañeros de travesías en el mar de redes que nos envuelve. Tuvo el acierto de lanzar otra bengala más de auxilio: Una baliza a la deriva, de las que la fragilidad de su señal solo son capaz de alertar a los más obstinados y tenaces buscadores de melodías inmortales. Una señal destinada a perderse en el vacío, de no ser por la sinceridad de la misma.
THE DELINES han creado uno de los álbumes de Slow Soul más conmovedores del pasado año. Y lo han hecho desde la discreción, el querer y la armonía como eje. Uno de esos discos que te van atrapando lenta y suavemente, solo comparable a los de Gregory Porter o Bill Callahan en la manera de tratar las materias primas con las que elaboran.
Luceros del alba que como lazarillos, te guían hasta sitios donde la modestia se convierte en algo precioso, narcótico y grandioso.


De tal manera, que cuando me enteré de su visita a nuestro país a mediados de Septiembre. Quedó de inmediato subrayado en el calendario, como una de las primeras citas ineludibles de este inicio de temporada. Pasado el verano y después de cuatro largos meses sin pisar una sala -igual que en su día fueran los Jayhawks o John Grant- The Delines estaban destinados a ser ese cataplasma, que como una mala droga, nos cura a los melómanos de los arañazos de la vida.
Una sala 2 de la Barcelonesa Apolo, que se nutrió de esos mismos fieles que rinden pleitesía a las vías secundarias y a los caminos por su belleza, más que por su velocidad. Cien siendo muy generoso, pocos para inmensidad de COLFAX, pero suficientes para que la velada fuese como una reunión familiar de almas solitarias.

Según se mire, es una lástima que discos tan maravillosos como este pasen sin apenas trascender, en una escena musical necesitada de terapias tan poco sobrestimadas como la de estos músicos oriundos de distintas bandas. Su disco hace gala de un Soul tejido a mano, pespunteado con gusto exquisito y sencillo, de corte atemporal, y con esa caída natural que dan las telas de fibras puras e inalterables.
Sin ese tratamiento artificial que las prepara para vestir escaparates, e inspirada en los textos de su escritor, mecenas y guitarrista Willy Vlautin. A medio camino de su ciudad natal, Portland, y el lugar de su grabación. Amy Boone apareció en su vida como un ángel caído del cielo: una atípica cantante que nadie jamás situaría en la escena Soul Americana.
Así que la banda y el disco, son una de esas casualidades que da la vida en cruces arbitrarios y caprichosos. Momentos que se rigen sin ningún tipo de dudas, por la naturaleza empírica de las personas. Esos mismos, por los que algunos seres empatizan sin razón alguna y nos reúnen en el mismo sitio sin cita previa; las señales inaudibles quizás. Y como las cosas que no se planean en un orden trascendental de la vida -igual que yo, y esos conciertos a los que acudo buscando lo que no me dan mis gustos ya demasiado manoseados- Colfax atesora ese mismo áurea mágico. Solo hay que dejar que suene “Calling In”, sobrevolar “Colfax Avenue” y entrar en situación con el swim de “The Oil Rigs at Night”. Justo ahí se comienzan a abrir las heridas, los corazones se resquebrajan y el estómago empieza a anudarse. No es una sensación angustiosa por dolorosa que parezca, es de placer, de placer extraño eso sí. Ese tipo de remembranzas que nos llevan repasar la experiencia de vivir por y para el amor, la agitación y el bello que se eriza, el llorar para bien, el desahogo y el placer de envejecer sintiendo.
Escuchado el disco de pe a pa, de cabo a rabo, del derecho y del revés. Lo cierto es que pocas son las decisiones que he tomado, teniendo una certeza tan evidente.
Colfax no es un disco llamativo, tampoco una síntesis ni del Country ni del Soul, no se apoya en ningún gancho para captar fieles o recurre a la potencia vocal para demostrar que “esto sí es Soul”. No, y ahí residen algunas de sus mejores armas. Colfax alcanza el éxtasis con la tranquilidad de una tarea cotidiana, pone las candilejas a las calles de una nocturna ciudad, y elige los personajes de la obra de entre los transeúntes anónimos. Es por así decirlo, la chica menos llamativa y exuberante, con la mirada más atractiva y desarmadora. Sus canciones parecen hacerse solas poniéndole voz a los textos que Vlautin escribe sobre perdedores, desencuentros y otros males del amor. Son letras tristes que brillan porque como las bandas sonoras, se apoyan, apuntalan sobre los textos, y fluyen solas.

Cayó una cerveza mientras pasaba lista sentado sobre el escenario minutos antes de que empezara el concierto. Luego sería un cubalibre de ron suspirando de alivio; la sala parecía por fin tener una entrada medio decente.
Sobre el escenario el respeto que no la ceremonia, la naturalidad y el sentimiento de creer en lo que les inspira. Vlautin a la izquierda parapetado en un anonimato casi espectador, Sean Oldham (batería) como un director de orquesta que marca la cadencia con sus tambores lapislázuli al fondo, en el centro Amy Boone; toda una mujer que solo en la comisura de sus labios, intuye vivencias. Y a la derecha -justo donde me encontraba yo- dos secundarios con mucho empaque en este hermoso disco: El Chicano Freddy Trujillo al bajo, que no solo nos hizo de medio intérprete, sino que nos deleitó en su brillante voz con uno de los temas de su repertorio en solitario. Y el teclista Cory Gray que se multiplicó en las tareas, sustituyendo la ausencia de Tucker Jackson en el Pedal Steel y dotando a la sesión de un aire bastante más Soul y porqué no decirlo, mágicamente ambiental.

Este es un detalle bastante destacable, porque Jenny tiene una relevancia diría que vital en el sonido de la banda, junto a Amy; algo que se da por hecho. Los primeros compases de “He Don't Burn for Me”; un tema nuevo de este año. Fue un primer tanteo perfecto para ampliar registros, con esa trompeta de angora a dos manos de Cory, que por un momento logra trasladarte a cualquier club jazzístico del Chicago de los 60. Es él quien le da de un tono ululante a algunos temas, armándolos como pequeñas fábulas fantasmagóricas. Con ese Nord Stage 4 ya de por si multiusos, que tanto se está imponiendo últimamente, él extrae todavía más recursos; y me da que en un futuro lo hará mucho más.

En cualquier caso prevalece sobre la maestría instrumental de cada músico, una armonía parecida a una charla distendida sobre la música y sus infinitos matices. Ya no cómo suena en particular, sino cómo se toca. Para que todo fluya como los tragos largos del ron diluido en la cola, cuando es “Colfax Avenue” la que te lleva en volandas. El cubalibre tocó a su fin con el mismo frescor y rapidez con la que entra esta canción; mi preferida: Los coros de la banda arropando a Amy, y el balanceo de las caderas agradeciendo incluso no tener mesas donde sentarse para que los pies siguieran el ritmo.


The Oil Rigs at Night” y “Wichita ain't so far Away” siguieron el orden lógico del disco simplemente porque entran como la seda, en los momentos más souleros del conjunto. Un Soul que juguetea con el Pop y el Country, deshilachando toda la madeja para llevarlo a otros territorios más amplios. La fronteriza e instrumental “Rudy”, que hacía de separador dando protagonismo hasta al caballo de Vlautin; porqué no cuando todo se ejecuta con tal naturalidad. O uno de sus temas nuevos “Cheer Up Chuck” ampliando registros hacia el powerpop más melódico.
Un repertorio variopinto y muy inteligentemente diseñado que dejaba algunas joyas secretas para el final: “Gold Dreaming”, una deliciosa y conmovedora “He Told her the City was Killing Him”, o un “I Got my Shadows” que rozaba la espiritualidad. Y que no seguía una línea estricta o lo que representa el álbum, más bien nos daban pistas sobre la dirección que pueden tomar sus composiciones. Teniendo en cuenta que éste, es un proyecto creativo inspirado en textos, sin un destino predeterminado.

Hora y media de set que pasó como una gimcana entre cúmulos, nubes y tapizados. Un estado de flotación y embelesamiento tal, que no pude evitar recordar esa visita de Tindersticks en su presentación del “Falling Down a Mountain”, la de Low hace cuatro años o la Mulatu Astatke en el auditori del Fórum.
Momentos que te llevan a vivir la interpretación en directo, como otro acto de creación más. Uno que nada tiene que ver con el registrado en el disco. Un ente orgánico vivo que transpira como las vetas de una madera, el murmullo de las hojas del follaje a merced del viento, o como la vida misma de uno: Sabes que no se repetirá, que la recordaras por las sensaciones más que por el detalle exacto, y que de ahí en adelante hará de medidor del placer.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

LA ATALAYA/2011




Bodega: Atalaya (Atalaya/Albacete)
D.O.P: Almansa
Productor: Gil Family Estates
Añada: 2011
Alc/Vol: 16%
Uvas: Garnacha Tintorera 85%, Monastrell 15%
Viñedos a 700/1000 metros de altitud
Suelos arenosos con caliza predominante
Maceración y fermentación en Inox. durante 20 días. Fermentación melolactica y crianza en barricas de roble francés durante 12 meses.

Hoy he vuelto a subirme a mi atalaya. En busca de un mirador donde avistar conatos de incendio con los que arder. Ese visor imaginario al que trepo, cuando a tientas y de noche, deambulo perdido por el bosque. Alta y destartalada como un sindiós. Con forma de fortaleza, erguida entremedio de zarzas. Y custodiada por avisperos y telarañas.
He trepado por su escalinata oxidada y llena de líquenes hasta allí arriba, para volverme a estirar en esa vieja hamaca raída de poliéster calado: Recostando mi espalda en la escalera de gato, tomando aire a medio camino, y sin necesidad de mirar hacia abajo por si los vértigos de la duda.

Hay que subir bien alto para ponerse a salvo de las fieras. Esas que con forma de interrogante te hacen vacilar, e incluso aturdirte con la velocidad de los días, los gritos y las amenazas; hasta acorralarte. Allí en lo alto, no solo está uno a salvo de las corrientes fuertes que todo lo arrasan. Sino que se ven además, las cosas con más perspectiva, se perfilan los horizontes e incluso detener el tiempo para testear la maquinaria que nos mueve. Mirar a contraluz las lágrimas que se deslizan por el cáliz, que se adhieren resistiendo la gravedad, construyendo formas caprichosas que emulan las primeras lluvias del otoño. Y disfrutar con parsimonia, del alivio que supone contemplar el transcurso de las cosas desde la altura.
ATALAYA a sido el primer trofeo de este fin de estío. Un concentrado tan hondo y profundo como los agujeros de gusano cósmicos, que nos tragan y fagocitan. Un tinto de Almansa venido al pelo, cuando nos llega el agua el cuello y buscamos lo imposible al borde del fin vacacional. Ese elixir concentrado de viñas centenarias, que convierte la robustez de los torreznos Manchegos en savia, su oscuridad en luz, y su grano grueso en munición para resistir encaramados en la Atalaya.


ATALAYA es un tinto elaborado por el grupo Gil Family Estates. Un importador formado por ocho bodegas, que desde hace unos años y con el auge de la distribución en nuestro país de origen, ha crecido exponencialmente. Mi primer encuentro con esta familia fue con VOLVER. Un Tempranillo Manchego de esos que tira por tierra cualquier idea preconcebida sobre una de las uvas reinas en nuestro país; por lo menos la mía en los tiempos que lo probé y en mi escaso bagaje. Después vinieron otros (Atteca, Atteca Armas, algún vino de Juan Gil... Vinos tintos, que están unidos en su mayor parte por la edad de sus viñas y lo que esto conlleva: Mineralidad, complejidad, reducción, y la peculiaridad propia de cada vino según zona y uva. Aunque en las fichas no se dan muchos detalles de la edad de las viñas en cuestión; lo cual no estaría de más.
La climatología de esta zona y de otras como las de Atteca en Calatayud, Juan Gil y el Nido en Jumilla o Volver, de la zona de Toledo, son de muy bajo rendimiento. Con lo cual, y unido a sus pocas lluvias, contrastes térmicos típicos del clima Continental: grandes insolaciones y tipos de tierra; en este caso calizos. Nos dan unos vinos de elevadas graduaciones y gran concentración. En fin, no sé, puede que para según quien esta potencia sea un inconveniente; no son vinos para el verano eso ya lo digo.
Pero lo que para algunos puede suponer un justificado canguelo, para mi, es un puro disfrute amigos. Que queréis que os diga, me tira la piedra, y sobretodo la mutación (finamente evolución) que tienen estos bichos. Debe ser quizás, la misma devoción que les tengo a los tintos Italianos: robustos, ariscos y a veces salvajes, pero que cambian con el tiempo y el aire cosa fina. Como yo digo, vinos tridimensionales #muchos en uno.


Puede que este tinto -al que accedí una noche de picoteo en el Celler Cal Marino del Poble Sec- sea de los que mejor impresión me hayan causado. Quizás el momento, quien sabe... Las experiencias casi siempre van sujetas a momentos únicos e irrepetibles; como nosotros. Que cambiamos y nos modulamos sin tan siquiera saberlo como los camaleones; según el entorno y si las serotinas o dopaminas están bulliciosas. No temáis, no son drogas, son totalmente naturales.
Aquella noche debían estarlo, o si no, igual era yo que rodeado de botellas, toneles y viandas de trinchera perdí el juicio. Fue aprox. hace casi dos años; por eso lo de la añada, 2011. Ahora seguramente en las tiendas encontréis las del 2013 y puede que esté un poco más verde. Así lo recuerdo yo de aquella noche. No se si por fallo de temperatura; algo que me jode bastante de algunos sitios: Tener los tintos a temperatura ambiente, cuando a lo mejor estamos en Primavera/Otoño/Verano a 22/25 grados, si no a treinta y pico. O porque con dos años menos de botella, los taninos estaban mucho más presentes. Misterios de las dopaminas, o no...

El caso es que de allí me llevé dos botellas, eso lo recuerdo a la perfección: Un Pedro Ximenez de Spínola y La Atalaya. La segunda para guardarla durante un tiempo, la primera no duró ni una semana.
De este trago hondo de principio de curso. De semana panza arriba esperando la sentencia al trabajo – Tres hurras por los vagos!!
La cuestión es que cayó como aquel café que le llovió Juan Luis: En su momento, delicioso, cálido justo el día que apareció el Otoño, (después solo fue un amago), pero yo lo gocé, vaaaaamos!!
Uno de esos Domingos que yo siempre visualizo soleados y silenciosos; aunque Morrissey se empeñe en que sean grises. Pelando a mis hijos como un rito fraternal de Domingo desértico. Acondicionarlos justo cuando todo huele a lapicero y a goma de borrar, en cuerpo; y en alma sobre mi Atalaya. Todos a la mesa, un plato de lentejas de un día para otro, y la grandeza de ese modesto líquido, oscuro, sedoso.

La Atalaya condensa su profunda longitud en un carmesí intenso. Al abrirlo explotan mezclados con esos 16 grados de volátil, las especias: pimientas negras, clavo, cardamomo, el aceite de bergamota del Earl Grey. Cuando el oxígeno se lleva esas primeras resinas y epoxi, van apareciendo progresiva y lentamente los frutos negros: moras, arándanos, algo de regaliz. Se vuelve más frutal y láctico, quedando al final un ligero atisbo al cuero que los taninos otorgan; puede que una sutil oxidación al final.
Es un vino que evoluciona amablemente y se hace más dócil, acaramelado. Igual que esos Priorats o viejos Montsants de Cariñenas y garnachas centenarias. Comprime estóicamente todas sus esencias por largo tiempo, y explota transformándose como una crisálida cuando se acomoda en la copa. Su boca al principio es química como el alquitrán caliente recién prensado. Su tanino es inciso entre ese efluvio de monte bajo, de madera descompuesta, de hojarasca y de setas. Cuando respira o lo gorgojeas en la punta de tu boca resaltan los mentolados, el cacao negro con el especiado que predomina; una de sus características más indomables.
Acaba siendo un vino bastante más afable, los taninos y la acidez integradas fantásticamente. Eso sí, no pierde esa personalidad mineral, su longitud, y ese carácter de antaño donde el tiempo para el minutero, y la paciencia se convierte en una virtud extinta.

Sobre la ATALAYA todo se ve de forma distinta: La extensión de campos amurallada por árboles, coníferas, y el silencio que solo se atreven a quebrar pinzanes y caderneras. Los latidos bajan las revoluciones al mínimo. Solo los hondos suspiros, y ese llenarte como las pieles de las botas de aire hasta el éxtasis.
Desde arriba se ven las cosas mejor, desde la Atalaya.


miércoles, 9 de septiembre de 2015

ESBJÖRN SVENSSON TRIO/VIATICUM: DEBORANDO MILLAS ESCUALICAPITULADAS.



Es noche cerrada y tras diez largas horas al volante, la mirada hipnótica se pierde diluyéndose con las infinitas líneas de la carretera. Se funde con las luces que se descomponen en incontables colores: El silencio del habitáculo, la soledad de la noche, los indicadores del salpicadero y el lento goteo de los kilómetros en el gps.
Con el quejido del violoncelo de Dan Berglund de fondo, se corta como un aullido la noche al dar alcance a “The Unstable Table & The Infamous Fable”. Que quiebra como el lamento de la huida, la serena templanza de Viaticum.

De vuelta a casa tras unas necesarias vacaciones en la Italia, que de norte a centro se pespuntea con diminutas excursiones: De Cuneo en el Piamonte hasta Turín, pasando por Asti. Ese perderse entre hileras de viñas de Nebbiolos y Barberas, alcanzando un flujo constante de paz interior quasi religioso. Dejarse caer rodando por los Apeninos sin rumbo fijo hasta Cinque Terre, para acabar estupefacto ante la desmesura humana de La Spezia.
Volver tras un tris tras de tres años a los aledaños de Bolognia, para comprobar que el inmenso Sauce llorón de la entrada sigue ahí; ante la casona rodeada de Sorgo y Remolachas. Y darse al abandono de la contemplación, del cacareo de los Faisanes, y el planeo rasante de insectos, que cada noche cenan con nosotros. No es por arrogancia sino por costumbre, que entran como Pedro por su casa y se llenan la copa, pica que te pica.
La historia que se cuenta por el final, porque cuando uno deja atrás añoranzas, casi siempre es el último aliento el que perdura. El que se queda grabado como un fotograma, y el que sin saber cómo, acaba siendo el icono de aquel año, la melodía, la imagen, el momento imborrable.

Y no es el cansancio de un trayecto que se estira como un chicle. Cuando el peregrinaje incalculable de cientos de viajeros tapona la sangrante herida de Ventimiglia. Ese que tras dos largas horas de procesión -en el que se te repenchan los mil kilómetros de trayecto- haciendo la huida más suicida y autómata aun.
Sino una especie de concentración de la que no eres más dueño que la sinuosa carretera: La piernas están extraordinariamente frescas pese a la distrofia de la que adolezco. Los brazos y las manos en una postura de insólita comodidad. Y dejar atrás la A54, para deslizarse por la autovía que pasa por Arles hasta remontar el Ródano, cuando de repente suena “Tide of Trepidation”: Una especie de sonata melancólica que me conecta directamente con Astor Piazzola y su difuminado Buenos Aires. Tan insoportable la melancolía, el abandono y la impenetrable noche, que ni la luna llena que pende del cielo estrellado logra iluminarte.
Viaticum tiene ese extraño poder: Nos atrae como las polillas a la luz cuando es la negritud de sus compases la que nos empuja a una sima sin fondo. Haciéndose dueño de antiguos actos de recelo y suspicacias. Y Dando sentido a toda la obra, llevándose de un soplo tantos miedos por cruzar el umbral.
Allí dentro hay otro mundo, que poco o nada tiene que ver con aquel JAZZ, y el terror infundado a verse aplastado por los años. No hay paciencia sino serenidad, ni delicadeza, solo acierto instintivo y natural. Un organismo vivo que se rige como las mareas por la luna y las estrellas, por los ciclos naturales y por los impulsos animales.
Tide of Trepidation es de un gancho amable que te acuna, cierto. Una prueba iniciática necesaria, para abrirnos paso hasta los arrabales de “Eighty-eight Days in my Veins”: Un paseo por patios andaluces de pámpanos colgantes, viñas que se retuercen por los alambres y se contorsionan como bailarinas, estrechádose hasta llegar al pozo cercado de claveles rojos. La Escandinavia cálida que Esböjrn tejió tres años antes de su muerte, atizando la llama de sus dos consortes. Algo tan aparentemente natural, que emociona.
No hay sueño capaz de doblegar tus párpados, cuando tu anhelo por cruzar la frontera es tan intenso como lo que se va quedando atrás. Te vuelves hacia dentro como el corazón de un pulpo agónico, y tus ojos con él te ven en el borde de la piscina. Allí, mirando despreocupado el tiempo que se detiene; un amaro agridulce en una mano, y un cigarro en la otra. “The Well-wisher” suena a inciso tropical; diabólicamente corta. Aflojas los brazos y te dejas llevar por el ritmo del agua, de la respiración #expulsas por la nariz, dos brazadas, las piernas tan ligeras y ágiles como en el pasado, y no hay cansancio...

Sin alcanzarlo a explicar con una lógica teórica, podrías estar en dos sitios a la vez; conduciendo camino a casa, y tumbado en una hamaca esperando a cuartearte bajo el sol. De echo lo estás. Puedo sentir la música de la Pompa Magna, y la delicia de ese Marchesi di Gressy erosionar mi paladar con guindas, bayas y los pétalos revolotear en mi boca como mariposas. Esa misma sensación equívoca de “The Unstable Table & The Infamous Fable” que arranca floreada hasta postrarse en pleno quejío flamenco; hondo, extasiante, en pleno equilibrio con el PostRock más pétreo y el Jazz multicolor. Se siente a cada corte el hilo de un viaje que te recorre, Viaticum no se entiende si no se cae de lleno en él. Solo así, uno puede hacerse a la idea de lo que supone la obra en toda su extensión.
Cuando alcanzas “Viaticum” en pleno ecuador, se entiende el mismo, como la poesía que alberga paso a paso. Una rendición, redención. Una derrota en toda ley, que extenuada se despliega con su piano arropado por la caricia de las escobillas, que se arremolinean como alados bombeando con el contrabajo.



La noche se sostiene por un hilo de piano que se afloja y tensa por cada golpe de acelerador. La luna inmensa y resplandeciente rebota sobre las aguas, y el camino se congela por un segundo interminable. - Es ese el poder secreto del Jazz? La digestión tranquila que uno necesita con los años de atracones, de velocidad adolescente, de tragar y regurgitar para seguir comiendo. La que hace que esas mismas filigranas que lo alejan del Jazz catedrático, lo enraícen también en los posos que dejaron tantas horas de músicas polifónicas pasadas.
Letter for the Leviathan” tiene ese mismo don contorsionista para mecerse según sopla la ventisca. Enderezarse flamenco en un último baile a la muerte. Y disiparse como las columnas de mosquitos sobre los árboles, para volverse a colocar en perfecta y armónica formación. Cuando llega “A Picture of Doris Travelling with Boris”, los dedos de Esbjörn ya vuelan sobre el piano mostrando porqué el Jazz puede ser tan maleable como anquilosados los términos que lo intentan acorralar.


La música como las vivencias y los instantes que las ilustran, nos han llevado por caminos inverosímiles: Las que hemos aceptado como propias y de las que hemos renegado como niños malcriados. De malas y buenas experiencias hemos aprendido a improvisar rectificando la trayectoria, tapando zanjas y tendiendo puentes sobre abismos. La música, sobretodo, me ha enseñado a darle forma e incluso con herramientas tan etéreas como los sentimientos y la pasión. A algo tan intangible y variable como la misma presión atmosférica o los elementos.
Quizás por eso no sabría explicar tal o cual melodía con un simple adjetivo, exclamación o teoría. Si todo fuera tan fácil en la vida, sería tan y tan aburrida como los patrones. Pasaríamos por este mundo como quien ojea en el estante de unos almacenes buscando su talla #L,M,XL,XLL. Y así sigo, a la deriva de las nebulosas que pasan y se van dejando heridas; y nosotros todavía sin saberlo. Pensando en el mañana, cuando el presente se nos cuela por entre los dedos y el aire agujerea nuestro torso.
VIATICUN apareció como un fantasma en pleno viaje, se agarró a las ruedas del coche y se subió en marcha. Desde entonces no vuelve a sonar igual, y no porque fuera el primero, el determinante ni mucho menos. De pequeñas apariciones está poblado el camino del caminante. Solo hay que caminarlo, hacerlo y deshacerlo, aprender y desaprender para medianamente entenderlo.
No hay que obsesionarse si no se comprende. Podría volver sobre mis pasos y desde el principio, narrar de nuevo el instante, la aparición; y nunca sería igual. Citar todo a lo que me recuerda y que se me viene encima como un Tsunami, y ser incapaz de cazarlo al vuelo, acotarlo, enjaularlo y resumir en un: - Esto es Jazz, y a otra cosa mariposa. ESBJÖRN SVENSSON TRIO hicieron de ese término, la misma libertad que lo define. El siguiente paso, el ramificarse y sembrar nuevos objetivos; la libertad y la inspiración del instante. El chispazo y la pólvora que corría sin temor a la deflagración.
Como el Kind of Blue de Miles Dives, el A Love Supreme de John Coltrane, el Waltz for Debbie de Bill Evans & Co., o el popular Time Out de The Dave Brubeck Quartet. El trío Sueco debería entrar a formar parte del abecedario Jazzístico, por lo menos de aquel que nos abre las puertas, a temerosos y afectados por la modernidad. Ellos hicieron suyo, un sonido tan propio, como evocador el perfume que flota tras su escucha: Rock, electrónica, folklore, experimentación... música universal y punto.



sábado, 5 de septiembre de 2015

VIVIENDO COMO VINOS!!



La del pasado Jueves, la noche, de bodas de reecuentros o como si la quisiésemos bautizar LA DEL NUEVO CURSO. Ya sabéis lo que os digo. Esos nudos en los estómagos que ni el Cola Cao apetece, ese extraño tacto sobre la piel de nuestros brazos, tantos y tantos meses desnuda. Cuando de repente nos echamos la rebequita,
El cuerpo en Verano, no solo se dilata, sino que se expande como las galaxias en busca de libertad. Los pies se liberan de esos calcetines de bellú, cálidos y confortables. Se estiraza fuera de las lindes de los zapataos, o haya su paraíso en sandalias, chanclas o descalzo. Al cuerpo le pasa igual, ya no es por el sofoco del calor, sino por el gustirrinín de la desnudez... y cuando llegan los primeros frescos de Agosto o Septiemmbre, cuesta horrores echarse sobre las desnudas extremidades algo. Dan repelús, tanto, que el cuerpo necesita aclimatarse a la nueva situación. Ya no hablo del trauma asociativo (fuera calores, terracitas y sol, con la vuelta al trabajo y a las rutinas) ¿se le llama depresión? Sino del ser humano en si mismo, como un organismo que va por libre al son que tocan los estímulos.

Los mismos que nos damos en las catacumbas como bautismos regeneradores. Después de las Vacaciones y dos meses sin atarnos los unos a los otros. La vuelta, es como la redacción que nos pedía la profe de sociales explicando nuestro VERANO. Son doce meses sí, pero los de verano como vacacionales siempre son especiales, de chicos, grandes o adolescentes enamoradizos. Historias de Verano, sí. Historias que como las de una canción, imagen, paisaje o amor, siempre determinan y clavan la bandera sobre la cumbre para que como las chinchetas sobre el corcho, no extraviemos los recuerdos.
Llenamos las sala de esporas contagiosas tan solo a falta de alguno, del que exigiremos sin demora un justificante de sus tutores a la vuelta. Y fueron los Valles Californianos de Santa Barbara los que nos trasladaron por una hora a sus viñedos. Los de una pequeña Bodega apartada de las rutas obligadas del Russian Valley o las localizaciones de Entre Copas. VICENT ARROYO WINERY, en el Valle de Napa. Cayó bajo los influjos de la Tortilla de Patatas de Montse Solanet y Xavi.
De su labia y de su pasión; doy fe igual que de los fuegos artificiales que emanan sus miradas. Muchos otros hemos caído a lo largo del camino, sino, probablemente ahora no estaría escribiendo esto así ni de esta manera. De allí viajaron polizonas tres botellas acomodadas entre ropa y sostenes. Y como un pasaje sensorial a otros territorios desconocidos. De eso que creemos conocer como nuestros sentidos, como algo familiar que nos guía por la oscuridad. Nos pusieron en situación, tirando abajo barandas, luces de gálibo o escalones iluminados. Es así cuando con el sentido que se exprime de la sesera palatar, a uno lo dejan fueran de sus inmediaciones; las te dan cierta seguridad.

Viajar y salir lejos del territorio físico, espacial o sensitivo de uno tiene esa función obligada. Descubrir que la tierra no acaba en un acantilado, y que la razón de ser tiene otras formas distintas a las que conocemos. En ese punto los sentidos y la facultad de adaptarnos que tenemos los humanos alcanza su sino verdadero: la de regenerar, exfoliar y expandirse desde dentro.
Por eso, el vino, como un alimento social que intercede para que los humanos, nos conozcamos, descubramos la química de los alimentos, lo asombroso e ilimitado de nuestros sentidos, y las posibilidades que nos brinda; valga la redundancia. Es el que dota de sentido existir para no ponernos los límites en hábitos, costumbres. Y una cultura -la de ahora- tan tendenciosa y domadora de imaginaciones autodidactas. Volver a Italia a explorar zonas, variedades y subzonas me sorprende y divierte. Descubrir que el Cava no es Champagne, ni un Moscato de Asti el niño pavo de la familia. Y que no hay vida que se complete con la sapiencia absoluta.

Oler hasta saturar la pituitaria un Chardonnay Californiano intentando descifrar el origen de su diferencia con Franceses o Catalanes. Esos efluvios a campos recién regados, a heno, el toque marino a puerto que lo emparenta con su tipicidad y su localización. Y ese paso fresco exótico pero sin apenas desmesura, albaricoques y melocotones olorosos, algo de salino al final... diferente al fin y al cabo. Tienen una entrada ten seductora y desenfadada que los hacen únicos, incluso por ese exceso de vainillas solo en ocasiones, que gustan tanto de beber.
O probar por primera vez un ZINFANDEL como una experiencia curiosísima. Su nariz floral a fresas, extravagante para quien no lo conoce e incluso desconcertante a la vez que adictivo. Ese enfrentarse a algo desconocido, y serte familiar como la fisonomía de un anónimo, pese a que el vago recuerdo te confunde. Y sin embargo, percibir algo que te obliga a desentrañar el misterio de ese final en el paladar a compota, a caja de puros, a mineral. Es un tinto con tres recorridos muy marcados (el olfativo, el primer ataque y el final). En este caso, el Vicent Arroyo es un vino fácil, vivaz y con unos toques de fruta madura que combinan perfectamente con ese pellizco a piel de bota, cuero y mineral justito.

El final en vista de la afluencia, acorde con la gran familia que nos reunimos; presentes y mujeres. El broche final con lazo y envoltorio imaginario; el del buen ambiente que se respiraba después de los meses de estío. Un PETITE SIRAH sí, ese mítico vino cien veces referido por Paul Giamatti en el popularzado film de Alexander Payne; ENTRE COPAS/2004.
Un vinazo inversamente proporcional a la discreción de su etiquetado, que vende las cosechas antes de embotellarlas. Y que sin embargo deja los egos para quien arrastra problemas de autoestima, ellos son así. El mundo del vino en su microcosmos minituarizado al margen de modas, tendencias y listillos, es así. Saben del terruño y de la identidad?; actitud vamos. Pues es eso. Medir la generosidad por ese estímulo que da la gente de manera informal y natural que tienes a tu lado. Y hacerlo además sin escala ni patrón de medida que valga, solo por pura armonía.
Ese Petite Sirah extraído directamente de la bota y vendido porque tercia, de la nimia reserva para consumo particular de la familia. Era pura bendición y nació de eso, de la conexión entre personas con el tinto vino de intermediario. Dirán que es el alcohol el culpable de la generosidad. Pero tal y como MisDesastresNaturales me puso en camino hace unos días, ya lo decía Ch. Bodelaire en el 64: Hay que estar siempre ebrio. Todo consiste en eso: es el único problema. Para no sentir el horrible paso del Tiempo que quiebra vuestros hombros y os curva hacia la tierra, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como gustéis. Pero embriagaos.Y si alguna vez, en las escalinatas de un palacio, en la hierba verde de una cuneta, en la soledad sombría de vuestra habitación, os despertáis, con la embriaguez disminuida ya o desaparecida, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el pájaro, el reloj os responderán: ¡Es la hora de embriagarse! Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, ¡embriagaos sin cesar! De vino, de poesía o de virtud, como gustéis.

Ese pequeño asesino de milenarias uvas Sirias, ancestral por naturaleza propia. Ese Petite Sirah del Rancho de Greenwood nos conquistó. El rastro que cerrando los ojos y poniéndome en manos de mi niñez, siempre me recuerda a la casa de mis abuelos. Algo seguramente que se escapa de cualquier descripción fiable con la que orientar a propios y extraños, y que es 100% personal. Estancias de viejos muebles, suelos de roble cuarteados y dominados por el paso del tiempo, las vidas que acogió y los elementos. El cacao desde el núcleo de la propia semilla, sin con lo que disfrazarlo; entre lo amargo, balsámico y tostado. Perfecto, con la maduración idónea, cuatro años de botella que como maná dieron en contrapunto a la velada.
Con la boca se escapó cualquier paternalismo con los Sirah de aquí o del Ródano, muchísimo más crepuscular y mimoso. La madera presente y amable pero integrada con maestría, armonioso, con la fruta apareciendo y desapareciendo, las pimientas, el bálsamo... todo ahí, en su sitio.


Después llegó la distensión, el afloje de de cuerpos, el no estar todavía afectados por el canibalismo laboral y cotidiano de nuestro día a día; yo no, desde luego, todavía me queda una semana Allelujah!!. Parmesano Reggiano de 28 meses de Vaca Rossa, y un Pecorino Toscano curado en paja para hacer pucheros como una criatura desconsolada.
Bachi Giovanni tiene la culpa. Cierto como la tierra que piso descalzo:
Un abuelete de setenta y pico años, con los mismos años que familiares junta en celebraciones y fastos conmemorativos; como él mismo nos decía. Y que hace de la simple venta de sus excelentes quesos, fiambres y moscardas artesanales, algo tan divino y fraternal como el arrullo a sus nietos (que tiene unos cuantos). Recorrer ciento y tantos kilómetros desde Granarolo della Emilia para ir a buscar sus pequeños tesoros gastronómicos, es algo que hago desde que hace cinco años el trabajo me llevara e a tierras del Pádamo. Volver a casa y compartirlo pues eso, la extensión del placer propio como algo que igual que la felicidad, se ha de liberar; las amarguras no.
Allí no hay simple queso no, hay amor, mucho amor. Y algo que no se encuentra en cualquier lado de Italia, la Mostarda Mantovana. Una confitura de frutas variadas (naranja, manzanas, frutas del bosque, fresas etc.) que va desde el dulzor de la miel de Campanine, la mostaza de Dijon, y el subidón del wasabi en la nariz. Una combinación explosiva que como las montañas rusas extremas, te sube al cielo y te baja al infierno con un chasquido de dedos. No es picor no, es contraste. Y con los quesos curados amigos, es una pura delicia. Es la excusa perfecta para empezar y no acabar. 
Y el colofón a un Jueves injertado y acuñado ahí, en medio de la semana. Como la bitácora de un navegante con final feliz:

Levantarte con las legañas a punto de vaciarte la cuenca de los ojos. Preparar las lentejas a tu octogenaria madre y llevárselas a casa junto a una buena botella de vino. Ver que la receta tan simple como inimitable, la vas perfeccionando día a día con la ayuda de las materias primas de calidad (lentejas secas del frutero, albóndigas de pollo y costillas del Solanet, laurel fresco, reducción de sofrito, mucho perejil y cariño claro). Sin cariño nada llega a buen puerto, por muy típico que suene. Que tu madre, aunque solo sea por simple amor de madre, te ponga en un altar.
Visitar a mi peluquero después del café y hablar de moda, diseño, arte y vejez de una sola vez (en un barrio del extraradio marginal tiene su qué). Es mi barrio, siempre será “MI BARRIO”, por años que lleve en mi actual residencia. Un sitio selvático y agreste que nos puso en la lanzadera y nos disparó allí donde nos llevase nuestra curiosidad.
Cuarenta y cinco años más tarde aquí. Tirando cohetes de felicidad, con un día con 25 horas, subidos a una barandilla de la mano de mi pareja, y a punto de saltar al vacío. Con cena de final de fiesta solos, como nos conocimos. Y con esto de fondo “Who's in Control” ¿Quien tiene el control?