Atentos a la pista de salida azuzaban con la
pertinente colleja y: ¡niño al aguaaaaaa!
Desde aquel preciso y tierno instante, no volví a
acercarme al agua sin hacer pie ni por activa ni pasiva. Verán si no, si es
manera de adoptar el nado, el tufo al cloro y el arte del sirenito lanzándote a la piscina de un empujón. Ejerciendo del
desespero por no ahogarte, el talento natural michaelphelpsiano de una criatura de 5 años.
Pero no penséis que toda la culpa de mi apego a
tierra firme fue solamente de ese cenutrio monitor.
Hay un recuerdo como el vaho del baño. Donde me veo
agarrado de pies y manos a los bordes de la bañera evitando el agua con una
flexión magistral de mi tierna columna. Y no digamos si me echabas de improviso
agua en la cara; entraba en colapso respiratorio.
Ya luego, y por propia voluntad; cuando dejé de ser
un niño gilipollas (es imprescindible en la madurez, aceptarte como un
impertinente contemplado por eso de mejorar). Fui capaz de cortarme las uñas de
los pies, calzar una chancleta y hasta ducharme echándome el agua por la cara
con tal de meterme en el baño con mi radiocassette sanyo de 12kgr y perder la
conciencia escuchando música.
¡Ahí fue cuando conocí el amor! ¡Justo ahí!
Escuchando el Whammy
Kiss! con trece años; imaginaos lo largo que se les hizo a hermanas y
cuñados aguantarme. Ese tipo de cosas capaces de trazar un guiñolazo cobalto entre el presente y el pasado, son el mismo
teletipo disuelto en el tiempo por el cual agradezco enormemente la visita de
Gordon McIntyre.
21 años, los mismos que mi hijo mayor con el carnet
de conducción recién adquirido; el mismo que me enseñó a nadar hace diez.
La vida misma como una sucesión de cimas y
ensenadas, de resbalar, hacer pie y agarrarse con uñas y dientes. Y siempre o
casi, acompañada de una melodía vestida de canción.
Es entonces, justamente entonces, cuando aquellas
colecciones de canciones con poco más de dos décadas. Definen por si mismas un
momento histórico de tu vida.
Y claro, al rememorarlas por trascendentales y
celebrables, adquieren ese halo de ¿melancolía?
Pues no, una época en la que con la incipiente
llegada de internet. Las canciones de Ballboy en sus primeros Ep’s, recogidas
en este álbum, marcaron un punto de inflexión a la hora de rediseñar el
universo anónimo del panorama alternativo.
Años del primer fanzine Pop-Eye, de nuestro
primer programa de radio Canciones desde el Paraíso con la
sintonía de Derribos Arias y aquel: -“me
va a echar de la discoteca, por apoyar el codo sobre el disco”. De la
heroicidad de Fantástico Club y The Sound con sesiones
revitalizantes de contracultura alternativa. Entrevistas a Mark Burgess,
Sidonie, Chucho, Mishima y Raül Refree…
La emoción y vigor del “hazlo tú mismo o con amigos”,
de flyers y carteles. De pasión y
creatividad.
La misma que ahora años más tarde, me tiene ante el
teclado relatando historias que fueron bonitas y hacen que merezca la pena
ensalzar a estos cuatro escoceses de Edimburgo.
CLUB ANTHENS eran por así decirlo, el punto en el
cual podías volver a ilustrar la verdadera idiosincrasia de lo alternativo
justo cuando el britpop a la par que el grunge sucumbían al éxito mayoritario
inmediato.
Darle sentido a la desnudez de Billy Bragg y a sus
mensajes, a la poética austeridad de Arab Strap, a los rocosos crescendos
arpegiados de Wedding Present, y al minimalismo de Field Mice, Sarah Records, y
la pureza de las grabaciones de John Peel en forma de canciones que hablan de
cosas que te pasan a ti y a mí.
Era como volver a deshacer el camino, no por esquivo
y antisocial, sino porque mucho antes de que Pixies los conociera hasta el tato justo cuando se disolvieron e
incluso después. En 1993 por ejemplo, apenas si los conocían los 4 gatos de
siempre, Suede presentaba su disco en la diminuta sala Estándar de Barcelona,
Breeders hacía lo propio meses después, y años antes Radiohead teloneaba a
James ante apenas 300 personas en Zeleste (ahora razzmatazz). Y justo era esa
aventura de buscarte la vida, lo que hicieron excitantes los 80 finales y
primeros 90, hasta que internet entró en escena.
Con la entrada del nuevo milenio el contador se puso
a cero, y fuimos unos cuantos los que volvimos al invisible mundo de lo
alternativo.
Lo cual es una prueba más que fehaciente, de que el
éxito masivo, la popularidad o el acceso a la información no suele ser siempre
síntoma de calidad o excelencia.
Ballboy podría circunscribirse al indie primario,
antes de que ese término acabara siendo algo tan amplio, que perdió el sentido.
Junto a ellos podría enumeraros un puñado de proyectos que me embelesaron de la
misma forma y no precisamente por parecidos razonables: The Mendoza Line, The
Prayet Boat, The Delgados, The Clientele, Appliance, Cosmic Rough Riders…En
fin, todo aquello imposible de pinchar en un local, inexistente en las emisoras
e invisible a la prensa.
Ballboy por definición; la mía propia claro está.
Podría sintetizarse en “Nobody Really Knows Anything”; la
primera canción que escuché de ellos y me noqueó al instante.
Llegaron “Meet me and the shooting Range”, “A
Europewide Search for Love”, “Something’s Going to Happen Soon” y
el paso atrás para descubrir la inmensidad de sus primeros Ep’s recogidos en
Club Anthens.
Escribir este extenso tochamen para realmente no hablar una mierda sobre algo que no se explica sino que se escucha. Era una obligación para esta bitácora que solo se anima si la cosa va sobre anonimatos, invisibilidad, ostracismo, olvido y un poco sobre encerrarse en la habitación de uno mismo y creer que vuelas y escapas.
De cómo el bajo de Nick Reynolds me provocaba
erecciones imposibles de dominar. La columna se me estiraba produciendo
calambres de placer en mis gemelos. Y cómo creía deslizarme sobre “Building
for the Future” como si lo hicieran en una ladera de Holyrood park
flotando apenas unos milímetros sobre la sección de cuerdas.
Del como las notas crudas de “A Day in Space” relatan
hablando lo que se supone es observar desde el espacio el mundo a la deriva: “A veces me pregunto qué le pasa a la gente,
se han vuelto débiles y estúpidos. O están viviendo con miedo”.
Y la sincera rotundidad de “Dumper Truck Racing” que
va bajando el volumen hasta el mínimo inapreciable. De los invencibles textos
de Gordon tan lícitos veinte años después. De los miedos, las dudas, los deseos
y las mareas que se suceden año tras año sin apenas diferenciar protagonistas y
secundarios.
Ballboy supo concretar como pocos, la genialidad de
procrear lírica y música con la misma velocidad que los sucesos empujan a
componer. Por lo tanto, creo que esa creatividad ahogada por los sucesos y
resiliente en canciones inmortales, son la mejor de las suertes posibles.
“I Hate Scotland” nos cuenta lo que
supone formarte año tras año, día a día, buscar objetivos, crear metas…
Desmoronarte, erosionarte, desdibujarte… Y como dejarlo a un lado y lanzarte
desde un trampolín. Como mandarlo todo al garete, renovarte y reconstruirte.
La vida misma con sus constantes dudas
existenciales.
Ballboy fueron únicos en narrar todos los vacíos que
cada uno pueda imaginar desde la adolescencia hasta la edad adulta. Y hacerlo
con un pop tan sincero, y honesto.
Paradójicamente se podría pensar que la música de este cuarteto estimula el desaliento y la depresión.
Pero muy al contrario, sus canciones invitan han expandirse
y a enfrentase a las dudas, que son el sino mismo de la vida. Cantándolas a
pulmón abierto como lo harías al subir el volumen de “One Sailor Was Waving” o “I’ve
Got Pictures of You in Your Underwer”: Usando nuestra fragilidad como
fortaleza.
Disfrutarlas os hará bien, lo prometo.
BALLBOY son: Gordon McIntyre (voces, letras, guitarras), Nick Reynolds (bajo), Alexis Beattie (batería), y Katie Griffiths (teclados)