lunes, 17 de octubre de 2016

DE UN VIAJE A CÁDIZ Y SU JEREZ



Cuando la lluvia arrecia y son los pleamares los que dejan a su paso -todavía- del rastro de lo que quedó atrás. Tardes, que ya son noches de lluvia. Son las que empujan como el oleaje, la constancia de escribir lo que no queremos olvidar.
Debe ser que el paso inminente del otoño, el racionamiento del sol y las horas de luz, hacen que uno se deje el cuscurro de pan para entre horas. Y sea ahora, cuando todavía resuenan los ecos de Alaska con sus difuntos Pegamoides/Dinarama y demás; que uno amortizó en las fiestas patronales. Momento idóneo para hablar -por fin- de vino, en estos lares que tan al abandono se dan.


Mis últimas vacaciones ya casi suspendidas de la añoranza, han sido por fuerza provechosas: Nos hemos traído en la saca del 2016 un buen puñado de testimonios de la esencia salvaje de Cádiz.
No solo ese espíritu de supervivencia a la inventiva, que se dan en cada esquina de sus poblados. Que en definitiva, es la clave para que una tierra como la Gaditana, perdida de la mano de dios, mantenga intacto y casi primitivo su carácter primordial. Sino lo que la diferencia prácticamente de cualquier parte de Andalucía: La ingente variedad de materias primeras que dan de comer y beber a propios y extraños.

El botín en líquido elemento a sido extenso como nunca llegara a imaginar. Pues cuando uno está allí. Lo primero que descubre, es que como casi siempre, la belleza y los tesoros no están en la superficie. Sino en esas callejuelas escondidas del gentío y el retumbe, donde ni siquiera los propios nativos son suficientemente conscientes. Es la grandeza -con un poco de pena- de percibir más de lo que uno deseara, la escasa conciencia que tenemos en nuestro país del verdadero valor las cosas.
No siempre, pero la mayoría de las veces, nos quedamos con lo superficial, inmediato y saciante. Y nos olvidamos de la excepcionalidad de las cosas, de los matices, e incluso de la maravillosa tentación de esculpirnos desde dentro a golpe de escoplo. Que uno/a jamás se quede en la comodidad de la simpleza, atracado de por vida en los tres metros cuadrados del conformismo.

Para esos otros que nos gusta -que disfrutamos, excitamos y hasta eyaculamos por sorpresa- Están las fisuras por las que adentrarse con emoción para descubrir estupefactos cuan cambiantes, permeables e indefinidos que somos hasta el día de nuestra muerte. Vivos; como digo yo.
El curso ya empezado. Se huelen los lapiceros, las batas almidonadas y hasta las partículas de tiza suspendidas en el sol menguante de la mañana. Se hacen esos nudos en el estómago que a uno le suben hasta la garganta, creándole ese mismo efecto placentero del amor impúber. Y es cierto!! Somos como niños curiosos que se descuelgan cuerda abajo hasta las profundidades.
Las Catas a las que sometemos nuestra pericia sensorial, son como minúsculos sortilegios en clave por las que descifrarnos. A veces nos vienen recuerdos de infancia, inclasificables por estar sujetas a la parte trasera de nuestra memoria. Otras son emanaciones que como las feromonas, nos excitan sin más.

Arrancar de pleno: trabajo y catas al unísono. La mejor fórmula para lamerse las heridas del mecanismo oxidado; después de los cuatro primeros días de trabajo.
Una primera cata con la que íbamos a adentrarnos en los VINOS DE LA TIERRA DE CÁDIZ. Esa D.O todavía por descubrir a la sombra del triángulo mágico de Jerez: Sanlucar, Puerto Santa María, Jerez. Y que en estos últimos años esta reinventando la Tintilla de Rota, como aquel mosto olvidado que se utilizaba para hacer vinos dulces. Junto a variedades tan curiosas como el Petit Verdot, Syrah, Tempranillo, y Cabernet Sauvignon. E incluso proyectos incapaces de ubicarse en ningún consejo, como el de la joven Bodega Forlong; e incluso el ilusionante de Sancha Pérez.

Pero por aquello de que principalmente, nos lanzamos a catar, a buscar rarezas, a descubrirnos, y... sobretodo, a DISFRUTAR.
La razón principal de nuestro viaje, que no era otra que los vinos del marco de Jerez. Y todo sea dicho, nos/me tienen loco por su desconcertante idiosincrasia casi casi ancestral y espiritual. Al final, por imposición tentadora y de disfrute al reencontrarnos después de largos meses. Era la que tocaba sí, o sí.
Fueron cuatro vinos en esta ocasión, de entre una cuarentena de botellas que han viajado en el maletero de mi coche. Y en la que había que darle el obligado protagonismo a un blanco de la bodega Forlong. Un blanco de Palomino (la uva que se utiliza para finos, manzanillas, amontillados, olorosos y palos cortado). Pero que esa joven pareja vinifica desde hace unos años junto a una parte de Pedro Ximenez, de manera ecológica. Creando un vino blanco increíblemente curioso, que rompe de pleno con los vinos del marco de Jerez e incluso con los de la tierra de Cádiz. Y que emergió sorprendente junto a un Fino en rama de Cruz Vieja de 5 a 7 años, un Amontillado del padre de Armando Guerra sin embotellar, y el elegante Amontillado Antique Fernando de Castilla de soleras viejas y excepcionales.



FORLONG BLANCO 80/20 2014


 

Blanco de aspecto ligeramente turbio por naturalidad que es tratado. Compuesto por un 20 de Pedro Ximenez y el resto de Palomino de vendimia tempranera, fermentado en ánforas de barro sin tratar y por separado.
Por su situación entre Puerto San Fernando y Sanlucar, y su cercanía a ese paisaje infinito como es el del Atlántico, tiene un alto contenido en sal; la que impregnan las partículas que arrastra el poniente. Esa salinidad marina y mineral está impresa como es lógico de fondo, en su entrada en boca.
La primera impresión olfativa es muy curiosa, con reminiscencias achampanadas de bollería y manzanas. De lejos los cítricos a raspadura de limón, la ligereza del azahar matinal que te sitúa en su lugar de nacimiento; junto al mar. Es de esos vinos que hablan por si solos de la zona que los parió y amantó, y que además es efervescente en arrogancia, frescura y jovialidad. Tiene sin embargo un ataque en boca glicérico y ligeramente balsámico, rompiendo al final como las rocas en el rompeolas, con la playa, y el mar. Turbador como las ventiscas que enfrentan Levante y Poniente en la costa gaditana. Un postgusto final largo ligeramente amargante y cítrico, que embelesa y se funde con toques florales, a peras, y a mineral tizoso.

Este vino que elaboran Rocío Áspera y Alejandro Narváez, siendo como es de sus últimas elaboraciones; junto a los Petits Forlong, y el tinto de Tintilla. Es sobretodo honesto, de esos pocos que se desmarcan no solo por su calidad y personalidad, sino porque saben hablar de su tierra vía sensorial. Podrías cerrar los ojos, y verte bajo un Ficus gigante admirando el perfil lineal del horizonte Atlántico. O plegándote al capricho del aire cual palmera bailarina.
Crea sobretodo otro ámbito con el que descubrir otra forma distinta de hacer vinos en zonas cálidas. El desarrollo de uvas diseñadas para otros asuntos, abriendo caminos nuevos; aventuras.


Ese primer tentempié puso sobre la mesa una Mojama Barbateña de Gadira, y un queso curado Andazul de Cabra Payoya de San José del Valle.
Dos pequeños portables de entre la infinidad de productos que sólo allí se pueden degustar en condiciones. Pero que bien iban a hacer en acompañar al cortante fino viejo de Cruz Vieja, que es donde mejor se desenvuelve y aprecian: comiendo.



FINO EN RAMA CRUZ VIEJA
 





Este Fino Jerezano, sin olvidar la diferencia con la Manzanilla de Sanlucar y sus controvertidas; diferencias? De la bodega de Faustino González y el pago de Montealegre. Con una vejez superior de 5 a 7 años, cuando el mínimo exigido para ser fino o Manzanilla son de 3 a 5.
De nariz exuberante, este fino en rama directo de bota y sin clarificaciones ni estabilizaciones. Un fino directo, fresco y transparente en cuanto a su generosidad salvaje; para mi los mejores a la hora de mostrar sus virtudes. Es al fin y al cabo, la esencia de todo el repertorio posterior de vinificaciones en el marco de Jerez.

Éste, es un fino rotundo que por evocaciones y perfumes dulces de maderas y procesos antiguos. Tiene ese concentrado de barnices, estancia antigua, de sal cristalizada que se mezcla con el caramelo, de frutos secos (avellana, nuez) tan característica en su camino hacia el Amontillado, y que lo hace transmisor e idóneo a la hora de entender el proceso de envejecimiento de los vinos de Jerez.
En boca sin embargo, desconcierta algo al tener un ataque directo y duro, muy mineral y seco. Es una bestia parda que nos da una visión menos amable de los finos y en consonancia con las mismas sensaciones al probar La Guita. Un vino que a mi personalmente me gustó por el contraste, y porque entiendo que en la labor de intentar descifrar estos vinos tan únicos, hay que estar a las duras y las maduras. Hay que enfrentarse a la pureza de un fino y una Manzanilla, si se quiere entender un Palo Cortado. De que manera se pulen, se transforman y mutan hacia aromas y acidezas salivantes según se trabajan.
Su 15% de graduación asoma con fiereza los cítricos de las raspaduras, que se amalgaman con un paso ligeramente glicérico que estalla en el retrogusto. Quizás se le echa en falta el equilibrio y una acidez más golosa por su precio de 23 euros si se compara con el Solear de la saca del 2016; mucho más estructurado. Pero el dilema de qué vinos llevar a la cata siempre acaba cediendo a la incógnita.




AMONTILLADO VIEJO DE ER GUERRITA

Con el queso y la mojama untada en aceite de San Juan volando ya, cual querubines; que había hambre. Le tocó el turno al Amontillado que el padre de Armando Guerra (Er Guerrita), elabora y sirve directo de bota en su taberna de Sanlucar.
Aquí si que entra en acción eso que yo llamo la esencia y el terruño de Cádiz. Esas cosas que no se encuentran en las tiendas, en las bodegas, ni siquiera en las calles más concurridas de cualquier callejón de Cádiz y sus inmediaciones. Son esas que se encuentran escondidas, y como decía Daniel Martínez; de bodegas Tradición:
Las percibes un medio día cualquiera, cuando sale a tu paso ese perfume a Amontillado bautismal que la señora madre vierte consagrando el guiso. Y da a la vianda toda su alma; el hambre y el saciar como perfecto maridaje.

En la Calle Rubiños de Sanlucar, alejado del tumulto del mercado y la zona vieja de bodegas, se encuentra una taberna típica con los característicos bancos de piedra a la entrada. Allí donde los abuelos disertan copa en mano sobre los asuntos más mundanos e intrascendentes del día a día. Donde se arreglan países y se discute sobre fútbol, toros o campo; por echarle imaginación. Allí mismo lleva Armando Guerra -valga la redundancia- armándola desde 1978.
Una Sacristía como él bien dice. Donde entre atún de almadraba en escabeche, croquetas caseras, jamoncito der güeno, guisado de toro, butifarra de Banaoján y demás artilugios alimenticios. Circulan de tanto en tanto, la mayor cantidad de “locos” del vino en sus catas patafísicas (Juancho Asenjo, Jordi Melendo, Victor de la Serna, Quin Vila, Jose Ferrer y un motón más). Gente que entiende el vino y las sensaciones como una conexión inalámbrica emocional más allá de la pasarela. Y sobretodo, donde se manda al carajo el disfraz y prevalece la persona; porque es lo que tiene el vino, una barra, y la amistad.

Este Amontillado, como uno pueda imaginar, no se embotella; como mucho te lo puedes llevar a granel. Los probé todos (manzanilla, amontillado, oloroso y Palo Cortado). No hubo necesidad de adentrarse a su sacristía a echar mano de una de las tantas botellas únicas que atesora; salvo para llevarnos al final parte de esta cata, y algo más.
Lo mejor el recuerdo. Que con la acidez punzante de este Amontillado sin envoltorios, persiste como las nueces, avellanas y el clavo, que se agarran al retrogusto como animal indómito.
Seguramente sean los Amontillados los vinos que más vengo disfrutando estos últimos meses. Me encanta la salinidad, longitud y perfume hacia el Palo Cortado que desprenden. Esa vitalidad intacta que funde con la salinidad acaramelada y su magnífica acidez fundente de grasas alimenticias. Son pura gastronomía en general, pero en concreto el Amontillado el que más juego da de todos.
El que sirve Armando en su sacrosanto rincón, mantiene todo el nervio todavía sin domar de estos vinos. Eso que te enseña de verdad a reconocerlos desde sus primeros pasos, hasta la categoría del último: Una pequeña botella de elixir...


FERNANDO DE CASTILLA AMONTILLADO ANTIQUE

De entrada esquivo, hermético y queriente de paciencia.
Para entonces y con el peso alcohólico de estos vinos (de 15 a 19 grados) nos vino bien la espera. Alguno llegó a pensar que la botella había salido rana. Pero es que unos buenos vinos de Jerez deben exigir ante todo alguna norma para entenderlos.
Personalmente pienso que donde mejor muestran sus virtudes es como eje vertebrador de la comida. Tanto si es como aperitivo, para maridar igual con pescado, salazones, como con carnes melosas como la de toro, o un arroz, y sobretodo con jamón. Básicamente por su acidez y la reacción química espectacular que produce al entrar en contacto con la comida grasa (atún, salmón, jamón, queso, o un arroz de rabo de toro como el que nos pusieron en el Trafalgar deVejer...). A mi por ejemplo las Manzanillas y Finos me encantan con Sushi y comida Japonesa. Los Amontillados y Olorosos con Jamón, queso, con rabo de toro estofado, o con cualquier carne de caza; con los arroces están tremendos. El Palo Cortado es más caprichoso pero esta igual de bueno solo, con unas avellanas y nueces mientras se abre el apetito, o incluso con queso curado.

En el caso de este Fernando de Castilla. Para cuando habíamos atado casi todos los cabos del nuevo curso de catas, y los ilusionantes proyectos que tenemos de aquí en adelante. Este pequeño tesoro se iba abriendo progresivamente, como si se tratase de un Brandy Reserva. En primeras instancias, ni perfume, ni volátiles uhmm... que miedo.
Sin embargo y para toda sorpresa, porque yo y mi ignorancia pensaban que el tema del vino cerrado y la oxigenación, no eran tan evidentes en los vinos de Jerez. Se acomodó en la copa y atemperó; seguramente más cómodo alejado del recio frío. Y fueron pareciendo como las licorosas gotas de resina que lloran las coníferas, esas notas amieladas a almendras garrapiñadas, a bizcocho emborrachado y a vainilla. Con una vejez excelsa, este amontillado es bastante más voluptuoso que sus congéneres de soleras más jóvenes y salvajes. Tiene un paso bastante más sedoso que el anterior y da más protagonismo a la robustez de su adherente retrogusto.
No marca tanto la acidez salina y cítrica, dando más empaque a la longitud. Para disfrutarlo más como una copa a solas, sin las interferencias de la comida. Pero sin dudarlo, fue el más elegante de largo.

Un vino profundo y generoso en aromas, reminiscencias y notas para reflexionar. Slow Wines que alargan el tiempo o lo detienen de manera infinita. De echo, todavía no está registrado el fondo kilométrico que un buen jerez viejo es capaz de soportar.
Esas oxidaciones caprichosas y secretas que... -me atrevo a afirmar- Ni ellos conocen con total certeza. Por eso, cuando se habla de Jerez de calidad, de soleras centenarias, y de procesos alquimistas, el tiempo no existe. Tan solo los débiles y frágiles humanos en nuestro miedo por el paso del mismo, intentamos acotar, delimitar y definir. Pero sabemos que lo mágico no obedece a nuestras sintaxis; está, o no está.
SALUD!!