jueves, 29 de marzo de 2018

WHYTE HORSES_EMPTY WORDS_2018: LA SENSIBILIDAD DE LO NADA ESTRICTO, Y EL RIGOR ALTERNATIVO




Me calzo mis zapatillas, mis pantalones baratos y mi vieja camiseta calada de la Escola de Basket de la Penya; que curiosamente, todavía me viene. Entro decidido. Y al montarme en la bicicleta estática del gimnasio donde solo los obsesos de la obesidad y mayores, hacen kilómetros non stop. Y pese a que tras la pared contigua, el chumba chumba del spinning se hace dueño del silencio. Mi desconexión total es tal, que sin la necesidad de ningún auricular, la cadencia de bonanza melódica es lo único que necesito para marcar mi ritmo: más lento, rápido, o constante.


La mayoría necesitan un estímulo vigoroso, y hasta me atrevería, estresante. Para centrifugar la ansiedad diaria y convertirla en músculos, biceps y calorías en combustión.
Pero yo, sin embargo, soy capaz de blanquear la mente con mis pasados recuerdos ciclistas de hace treinta años. E imaginar que transito entre las retorcidas curvas de La Conrería, subiendo los repechos de Sant Feliu de Codina en El Cim de las Aligas, o bajando cuesta abajo hasta donde me estimbé con la roca de Sant Romà.
Pedaleos circulares de altos desarrollos que sin quererlo hacen de mi ejercicio, una especie de paseo. Del que mis tres años de entrenamiento, no solo hacen olvidarme de mis dolencias congénitas de rodillas atrofiadas, sino que me convierten en un observador anónimo de la fauna de gimnasios. Suena la música… como un tintineo del trineo de ese tío de la barba blanca, o mejor: El excitante sonido de los engranajes de las coronas en contacto con la cadena en precisión japonesa.

Las canciones nuevas de la banda de Manchester no lo son tanto. No son nuevas o sí, pero mantienen esa misma idiosincrasia de pantalón de franela picante y lana, que te atraviesa el pecho como una urticaria deliciosa y juguetona.

Son y debieran ser por siempre, la manera de tejer el Pop militante como una niñería que a sabiendas de que no debieras. Tú te sigues comiendo las uñas, te muerdes esa piel reseca del labio y sigues, abusando de las golosinas prohibidas por la simple adicción del azúcar ácido. Una manera más de seguir sintiéndote adolescente por un momento más o menos controlado, pero contínuo por antojo. ¿a caso no hay en la vida algo más excitante que hacer lo que te reclama el corazón? Seguramente por eso, es por lo que con EMPTY WORDS entre mi pecho, mi condición popera se reafirma.  


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Un disco que sin apenas variar el discurso más que obvio, premeditado y totalmente consciente de aquel capricho de Dom Thomas (Finders Keepers, B Music).
Que continúe dos años más tarde insistiendo en hacer que el Pop de los 60 suene con entidad en la más absoluta independencia. Tan solo puede ser por puro altruismo, divertimento o mero empeño en dejar constancia de...: Eso de que para que las cosas sean creíbles no vale con el antojo, sino que hay que hacerlas a todo color, con una buena encuadernación y a ser posible sentarse a explicarlas.
El nuevo disco de la bulliciosa banda de Dom y Julie Margat tiene todo eso, e incluso tiene lo más importante: Dieciséis canciones capaces de soportar el peso de un sonido casi de “culto” (o que no pretende cambiar), hacer canciones de pop de 4 y 5 minutos sin resentirse, y ser un disco tan digerible como una ensalada fresca recién cosechada.





Si pensaste quizás como yo por un instante, que su debut pudiese pecar de los atributos de una franquicia musical de teatro revival navideño; nada más lejos. Con este segundo trabajo del que a primera vista solo se puede extraer una conclusión como: ¿eran necesarias tantas canciones? El… ¿no suena igual que el anterior?
Todas justificadas supongo.

Igual deberías dejar el ritmo del pelotón y descolgarte al rebufo como Marino Lejarreta, y comprobar que dentro de ese rodar de Pop adolescente, hay un sentido amplio, paisajístico y cuidado, de una intención más o menos clara. La de empeñarse como Iam Button en Papernut Cambridge en recuperar un sonido y una época, por encima del concepto idealista de una banda de condicionantes atributos. Y hacerlo para más inri con una concepción pop de cortes rectos y entallados sin trampa ni cartón



Counting Down the Years” prosigue prácticamente el hilo de su anterior primer gran temazo en aquel Pop or Not del 2016: “Snowfalls”. Es esa misma inocencia heredada del sello Le Grand Magistery y sus acólitos, y de esos primeros discos de April March con una manera de entender el Pop directamente conectado a los 60 sin disimular en absoluto su querencia por The Ronettes o Shangri-las.
Solo que en este nuevo trabajo la sección de cuerda reviste de terciopelo el recibidor y planea por casi todo el álbum:

Never Took the Time” es mágica y dulce como aquellas canciones de Brian Wilson que hacen que el amor brote como en un aspersor. Otras que tiñen de western urbano aquí y allá haciendo de esta colección, un paseo más ameno y disfrutable; más que nada porque la autenticidad de su sonido solo echa mano de una fórmula muy sencilla. Por eso “ Greatest Love in Town” y la maravillosa “Fake Protest Song” (de nuevo con los coros de St Bart), tienen hasta cierto punto un toque exótico que nos puede recordar incluso a Vainica Doble.

Hay preámbulos y separadores de colores en plástico, como los de los carpesanos de tu cole. Que como capítulos, nos insuflan aire para disfrutar a las mil maravillas de bocados como “Empty Words”: Canciones de apenas dos minutos que hacen que este disco igual que el anterior, contenga esos reclamos que lo hacen irrepetible.
Any Day Now” junto a “The Best of It”; cantada por La Roux. Son dos pedazo de inSOULaciones que igual conectan a George Harrison con Randy Newman, o a Gloria Jones con Labi Siffre; desde una perspectiva infinitamente Pop, ojo.
Pero hay algo más que antes. Hay otra manera de estructurar el disco e ir poco más allá del mero pop. Y desde luego, para creerse un poquito más los discos o lo que nos intentan transmitir, es esencial que al escucharlos tengan cierto sentido o estructura de historia, más allá de canciones pegadizas, acertar con lo que busca el público (modas) y por supuesto tener cierto éxito.
Imagino que el echo de que con su primera grabación prescindieran absolutamente de cualquier promoción, gira o difusión al uso. Éste su segundo disco, es un poco creerse su posibilidades y perfeccionar igual lo que se quedó la primera vez fuera por timidez. Así que supongo, se pueden observar como dos partes donde todo queda igual en los siete primeros cortes: Un disco pop más o menos al uso, igual incluso un poco discreto.
Y no es hasta la estrafalaria “Watching Tv”, cuando la tortilla se gira e irrumpe el indiedance de fragor scalidélico; que bien podría verse representado por el “Love Up” de Paris Angels. O un pasito más adelante, con el adictivo “Snowplough” de Saint Etienne: Dos canciones y sobretodo esta última, que tienen en común esa parte dance de lisérgia etílica, que abordó el boom alternativo en el Reino Unido y que aquí se acotó a la inexistencia, en sectas muy reducidas.
La parte final de Watching Tv tiene esa parte de disco/psicodélica que en España apenas existió. Ese loop tan Happy Mondays que llevaron las sustancias, a perder un poco de vista el espíritu indie nativo hacia otros territorios. Pero que también forma parte de nuestra historia.
Watching Tv” como lanzador en plena final olímpica de los 10.000, y “Ectasy Song” como victorioso Zatopek. Son dos temas que cambian el registro del disco. Con las anteriormente citadas “The Best of It”, “Fake Prtest Song”, “Dawn Don’t You Cry” sería la otra gran canción del disco que conecta con aquella época de Lightneen Seeds, The Dylans, Happy Mondays o el Up to Our Hips de los Charlatans.
Y que pone punto final con algunas de las joyas de este fondista disco: “Ride Easy”, “Nightmares Aren’t Real” o “Fear is a Such...”:
Tres canciones que guardan para el final, esa intención de escuchar un disco largo de narices. Pero tan digestivo y deliciosamente intrascendente, como ese chupetón a un Calippo de limón en pleno verano.

Una disco para consumir como perfecta banda sonora en pos de la contemplación, de la tonta agitación primaveral, del ritmo hipnótico de la disgregación cerebral, y muy cerquita de la felicidad. La mía por lo menos.


miércoles, 7 de marzo de 2018

BELLE AND SEBASTIAN_If You're Feeling Sinister/1996 y... ESOS DISCOS QUE SONABAN TAN POP





Para que estos inviernos no sean tan inviernos, hacen falta canciones tan candentes como las ascuas de la chimenea de la casa vieja de la abuela. Que como miradas penetrantes, te hipnotizaban iluminando los días grises y oscuros. Pelando castañas con las piernas ancladas a una vieja mesa redonda cubierta de una recia tela, y un brasero debajo que te coja bien los pies.

Pero para el caso, me es suficiente con ese puñado de canciones del If You're Feeling Sinister y el Tiger Milk; ambos del 96.
Con ellos viajo en coche cada cuatro días (y un Sábado) a casa de mi madre para cuidarla cada noche y de rebote al pasado, pasando lista de mis viejos discos. Un propósito que se me lanza encima desde atrás, cada inicio de año:
Una sensación liberadora de tener algún tipo de compromiso con el recuerdo, el pasado, o el sentirse igual un año más viejo. Y tener la obligación (o necesidad) de cumplirlo a toda costa.
Esta vez he tenido un ataque de Pop mayúsculo. Más del que jamás imaginara; teniendo en cuenta lo poco que echo mano de él últimamente. Pero fue una noche de finales de verano. Un Septiembre de 1997 acampados en la Plaça del Rei bajo la luna melosa del final del verano; donde tan bien se acomodaban las pequeñas bandas hiperdesconocidas para la gran masa que todavía se aferraba al BritPop. Un sitio tan único, intimo y egoistamente hablando: NUESTRO. Que jamás a vuelto a ser lo que fue en aquellos dos/tres años (1996,97 y 98 a lo sumo). De echo, creo que todos sabíamos por entonces que aquellas noches atentas de acústicas perfectas y familiares, iban a ser fugaces inauditas y hasta legendarias.

Le hablas a cualquiera de una banda escocesa llamada BELLE & SEBASTIAN que apenas si reunía a 100 personas el día que tímidamente asaltaban territorios de imperios coloridos, pistas de baile y dilemas entre guitarras o electrónica. Y a día de hoy resultaría inverosímil imaginar la posibilidad de volverlas a ver allí. Es más, ahora la casi desconocida Plaça del Rei ya dejó de ser aquel reducto selecto y minoritario, a cambio de espacios amplios y vacíos de caliu.
La banda escocesa tomó otro camino, el lógico supongo. Que era hacer que aquellas sonatas autobiográficas para quien los escuchaba. Fueran ecuánimes y escaparan del reducto estrictamente popero, para conquistar los grandes escenarios; coto del indie, del rock y de la electrónica visual. Se publicó The Boy with the Arab Strab/1998, y para cuando quisimos acordar... Belle & Sebastian actuaban en el escenario principal del FIB, poniendo purpurina y baile a más o menos esas primeras canciones de ralentí acústico. Aunque carentes del intimismo y la pureza de esas primeras ejecuciones. Tanto, que incluso el disco que los catapultó también ha sido un damnificado para con el tiempo y la modernidad:
Hace escasas semanas la afamada e influyente Pitchfork, corregía el 0’8 que le otorgaron, por un 8’5. Evidenciando el quid de la cuestión de estos párrafos (sus dos primeros discos ni siquiera merecen una nota): ¿es acaso el tiempo el verdadero juez de nuestros maleables hábitos?


Hoy la mañana ha amanecido gélida. Tanto que el reflejo de los árboles se ha cuarteado en el charco junto a mi portal. Y ya no solo patinan mis neuronas y la pareja campeona de Pyeongchang. También lo hacen la abuelas madrugadoras sobre los pasos de cebra, los niños cuesta abajo, y hasta las urracas sobre las tejas del vecino. Y es aquí donde vuelve a entrar como por un mecanismo aquel disco. En la sinfonola que tenemos por cabeza, los que medimos e ilustramos el tiempo en forma de canciones.

Hablar justo ahora de If You're Feeling Sinister, cuando su último disco ha borrado todo rastro de aquel día; incluso de si mismos. No es revancha sino al contrario.
Es alabanza para aquellas tantas bandas que a fuerza de torcer su trayectoria, la sentencia es tan firme, que se empeña en dilapidar de un plumazo su existencia y hasta su importancia vital en un momento dado; el mío más íntimo.
La medida del tiempo es fulminante. Y aunque la dictatorial hegemonía de la actualidad y la novedad no deje más escapatoria que la de un “clear cmos” espiritual; para mirar atrás y así intentar entender el presente. Al final, la retórica de la música son aquellos discos que se convierten por mérito propio en unidad de medida de un tiempo, o de tu misma vida.
Por eso, no es ensalzar por pasión, devoción o trascendencia un puñado de canciones. Sino relatar el significado de las mismas, igual que un negativo tu recuerdo, aun especulando con la distorsión de tu melancolía.


The Stars of Track & Field:
Comienza a girar como un susurro. La apariencia quebradiza y casi desvitaminizada de Stuart Murdoch con su camisa blanca y pantalones de estudiante de privada. Y sin embargo son sus crescendos que nunca acaban de explotar, los que dotaron de una marca a este combo numeroso con apariencia de tímidos insufribles.
Esa idea de banda pop atípica que parece por primera vez, mostrar con orgullo el origen musical de los institutos, las corales y la idea de una banda como algo más colectivo y verdaderamente grupal. Y que en
Seeling Other People
Otorga el protagonismo a un piano, el de Chris Geddes. En una canción que empieza a no disimular su adoración a Love, y esa especie de northernsoul que se arrima más al folk de cámara que al pop estrictamente. Esa concordia en la que cada instrumento suma y no se inmiscuye, de manera totalmente intencionada. Y que rige prácticamente solo a este disco; por lo menos de la manera y la naturalidad con el que lo consiguieron.

Me and the Major fue el single por antonomasia y unanimidad. Sin embargo no sería esa canción que te pondrían en plena noche, en el local más popular de la ciudad para llenar la pista.
El indie, el grunge y el triunfal britpop de masas ya, hacían de Oasis y Blur, dos objetos mediáticos al nivel de Nirvana y Rage Against the Machine.
Radiohead estaban cocinando su disco más universal y el que los convertiría en intocables. Dos facetas: la tumultuosa, y la más introspectiva y espiritual. Y Belle and Sebastian tan solo era esa banda pop que hacía gala justo de lo opuesto. Igual que les pasara a Housemartins, de la que se alimenta sin disimulo esta canción y a los que todos consideraban divertidos y simpáticos, pero jamás tomados en serio por el ingenio de su innata “sencillez”.
Una canción que además de tremenda. Tiene esos finales de armónica que van tomando el timón del canal. Sobresaliendo del plano natural del conjunto a ritmo de chucuchú de Barrio Sésasmo. Y haciendo que sean pocas en el contexto del Pop hiperbtitish, las que brillen de esa desenfadada forma.
Like Dylan in The Movies parece esa tontería de canción, una más de tantas. Ellos no eran esa banda que viniera a dotar de solemnidad y protagonismo el Pop. De echo, si por algo brilla con tal diferencia el Pop, es por la sencillez.
Pero la sensibilidad amigos… La manera de hacer sonar a ocho músicos como una orquesta de plena discreción, como una caricia que conjunta todo y de la que puedes diferenciar cada instrumento, cada detalle, los crujidos de las cuerdas, y el susurro? En serio, solo este disco; absolutamente.
Pocos Lp’s tan disfrutables de principio a fin, sin estridencias. Homenajes perfectos a los guisos y platos cocinados con calma y eternidad. Con canciones de práctico casi acapella como la mullida Fox in The Snow de la que hay mucho tirón del brazo por la que hallar una excusa y hablar no ya de Belle and Sebastian, sino de un disco que resume un momento de la vida que se crisalizó. Y del que basta con darle al Play, para que se reproduzca fotograma a fotograma ese momento exacto, milimétrico e instantáneo.
Ataques de pop veinteañero con los que cambiar un pasodoble de fiesta de pueblo, por los de un agarrado con Get Me Away from Here, I’m Dying sonando. Esa especie de Blues colegial, la omnipresencia de Isobell Campbell y Sarah Martin, ambas celestiales e imprescindibles para conseguir en el silencio sepulcral, que aquel disco sonara tal y como se desliza por tus pabellones auditivos hasta tu ánima vibráfono: Delicado, detallado, endeble pero tremendamente sensual, y sensorial.

El acaparador murmullo de la calle a caballo de la guitarra, que alza el telón titulando If You’re Feeling Sinister:
Casi puedes revivir tu infancia de nocilla de cola cao con aceite. El vive calle y come tierra con pedradas. El salvajismo innato de tu barrio de periferia y descampados. La fauna terrorífica del trauma sibilino, deslizante y cotidiano de tu futura fortaleza. Y el despegue aereotransportado de tu imaginación tal y como suenan los teclados finales de Mayfly.
Esas pocas y aisladas veces por las que la música habla de ti con tu misma convicción. Y que aunque se crea que es algo generalizado, uno sabe que no siempre. Que solo son las que te acurrucan cada noche a oscuras y abrazado a la almohada, sintiendo que The Boy Done Wrong Again se concibió exactamente para ese fin.

Sinceramente creo que pasados esos largos veintidós años, que bien podrían ser otra juventud nueva. Y que el fondo son ya tu madurez adulta de padre, hijo miseriAcorde y reflexivo oteador. Solo puede acudir a ese tipo de discos, con las distancias y la prudencia de quien vuelve a visitar ese lugar que provocó ese antes y después letal.
No fue un día de revelación o de experiencia inolvidable, no. Fue tan solo una definición un tanto etérea y prácticamente inaudible. Que hace que pasados los años, sepas que sucedió así seguramente porque la arbitrariedad tiene eso: Que se mezclan, cruzan y coinciden reacciones más propias de las lunas, que de cualquier explicación teórica o química; benditas anomalías. Y si fue Judy and the Dream of Horses la última que sonó, seguramente no fue porque iba a ser esa la elegida; el amor de tu días. Tan solo porque los recuerdos casi siempre tienen una instantánea, que difícilmente pueda ser igualada a la hora de describir una noche con sus sonidos, conversaciones, miradas y olores con la misma exactitud, lujo de detalles… Y con muchas menos palabras.
Con tan solo diez canciones y cuarenta y pocos minutos. Que resumen una noche de final de verano en la que Belle and Sebastian sonaron como jamás lo volverían a hacer.
LIVE 1998