Se
me perdió en el forro roto de mi viejo abrigo, uno de mis discos más esperados
y necesitado. Y es en caliente y con apenas dos escuchas atentas y el posterior
bucle. Cuando la necesidad de huir, mejor captura las reacciones que te produce
la música:
Los
evocadores recuerdos, la melancolía, y la sensación de sentir la amplitud del
horizonte, como único antídoto.
The Asteroid
No4 lo consiguen, o se acercan bastante a lo que para mí es: Un disco emocionalmente
idóneo; sin acabar de averiguar si es mi carencia, o el corazón el que decide.
Si
el encarcelamiento fue el que te sustrajo ese don de abrazar, constreñir con la
fuerza de un neonato a su mamá y sentir la calidez del contacto humano.
Que
no sea esa desdicha la que te prive de buscar intencionadamente el apego al
pasado.
Como
una quimera fraternal en la que tus viejos amigos se vuelven a encontrar en
aquel Pub del casco viejo. Tus difuntos resucitan para avalarte y explicarte
aquella duda que te quedó por preguntar. O esa novia que conociste en aquel
chiringuito de playa, con la luna reflejada y difuminada en el vaivén de las
olas.
De
la que no volviste a saber y te gustaría reencontrar 20 años después. Que viene
a susurrarte al oído, cómo eran esos vértigos escalofriantes que te recorrían
la columna. Y que ya ni recuerdas
¿verdad?
La
sensación es así: querer y no tener, para desear.
La
explosión de querer, no es otra que la del tiempo que se te escapa. Y la
añoranza.
Sí
señor!! Eso mismo.
Cuando
de repente te nace de dentro, esa necesidad de escuchar melodías que dibujan
tiempos mejores, tiempos pasados. Discos como los de estos Filadelfianos
afincados en San Francisco con 10 Lp’s a sus espaldas y con casi un cuarto de
siglo andorrenado. Son prácticamente la fórmula perfecta para levar anclas y echarse
a la mar.
NORTHERN
SOULS es otra prueba más de la regularidad de estas bandas como especímenes
históricos híbridos. Difícilmente ubicables en las tendencias que auparon los
estilos: de modas, sus camadas numerosas, y trascendencia en posteriores
décadas.
Ahí
estaban: Jazz Butcher, The Clean, The Church, Lloyd Cole y otras tantas que
evitaron deliberadamente unirse a las modas imperantes. Y siempre quedaron ahí:
en una especie de limbo estilístico que solo los más inconformistas valoraban.
No
por calidad y recorrido. Sino porque como ya deberíamos saber: La industria
musical, el mercantilismo y la rentabilidad. Nunca han sido muy amigos de los
antihéroes de complicada promoción ¿para qué están sino las modas si no es para
rentabilizar movidas?
Si
Scott Vitt, Eric Harms,Adam Weaver y Matty Rhodes nacieron
en 1998 como un evidente homenaje a los Spacemen 3. Su trayectoria, evolución e
inquietudes los ha llevado por los caminos diversos del Krautrock pinkfloyesco,
el folkrock, Shoegaze, e incluso el Countryrock; eso sí, siempre perfumado con
la esencia psicodélica que a veces todo lo difumina.
Dos
años y pico después del notable COLLIDE (13 O’Clock Records). La incorporación
del multinstrumentista y Californiano Nick Castro, ha dotado de una inagotable
frescura los diez cortes que forman este magnífico nuevo disco.
Una
revisión en clave de Shoegaze espacial y Pop hiperluminoso, que recoge la mayoría su
vaivenes estilísticos. Pero con un marcado carácter guitarrero lleno de
texturas y capas, y un ritmo imparable que no decae ni una sola vez.
Un
disco, en definitiva, que se escucha como un tiro. Y que paradójicamente y por
mucho que nos evoque. Suena necesario y extinto en estos últimos tiempos por
más raro que parezca.
Lo
de Asteroid N4 es algo parecido a lo que le pasa a la banda de John Andrew
Fredrick, THE BLACK WATCH: Llevan 32 años cocinando discos de altos vuelos a
base de un talento infalible para las armonías. Y sin embargo y pese a publicar
de manera prolífica, no los conoce ni el Tato. ¡¡Que injusta es la vida joder!!
Esta
vez no tienes excusa que te salve para fenecer ante semejante colección de
temazos.
“All
Mixed Up” surfea sobre un hammond que le da esa
impronta sesentera de yeyismo bailongo y familiar; nada británico aprovecho a
remarcar. Pero lo mejor viene después con “Hand Grenade”, donde
se quedan en pelotas picadas y no esconden su querencia hacia los Spacemen 3 o
si es el caso de tu juventud, por unos Spiritualized/The Warlocks en “No
One Weeps”, vestidos de Blues oscuro y reptante.
Estratégicamente
engarzada entre éstas, hay una de esas joyas magistrales que enaltece la
sabiduría de los de Ian McCulloch y Steve Kilbey.
“Paint
in Green” vuelve a intentarlo donde Toy fallaron con
su disco de debut, o Ride perdieron el hilo. Y llevan la nebulosa del Dreampop
preciosista acicalado con Shoegaze y atmósferas oscurillas. Al terreno donde la
canción por si sola se viste de inmortalidad, como tantas que constantemente
ofrendamos pasen los años que pasen.
En
“I Don’t Care” lo vuelven a hacer subrayando el tino de estos
tipos con las armonías, y hasta lo mejoran con falsetes o coros desde donde se
divisa con claridad la inmensidad del Mar.
Northern
Songs suena a viaje desde el primer momento. Es diáfano y de espacios abiertos.
“Juniper” bebe de los mejores House of Love, recuperando ese tono
susurrante con guitarras afiladas y atmósferas plenas.
Donde
los primeros acordes de “Northern Song” ponen rumbo a las
antípodas (The Bats, The Church…); una delicia de canción que inequívocamente
reivindica aquella psicodelia edulcorada y soleada los 60’s. Convirtiendo la
segunda parte del disco en una diablura de disfrute:
“Stardust”
pellizca a lo Teenage Fanclub. Y aunque la parte final se adentre en los
terrenos densos y excelsos de reverberaciones con “Swiss Mountain Myth”
y “The After Glow”. No penaliza en absoluto el global de la obra,
si os va el rollo de Ride, Slowdive, Chapterhouse, Sapacemen 3, o The Rain
Parade.
Sin
dejar por supuesto, de mirar con el rabillo del ojo a los orígenes a The Byrds,
The Youngbloods, Moby Grape, o incluso los Love.
A mediados de marzo, con la pandemia arañándonos los tobillos y
mordisqueándonos las uñas de los pies. Se publicaba desde el anonimato de dos geniecillos,
que operan desde ya hace bastante tiempo en su sótano. Y con la perspectiva
desactualizada de la más rutilante de las actualidades, pero con la certeza de quien,
abstraído de modas siempre sabe como sacudir y transgredir.
Un disco venido a postularse como una de las grandes cimas musicales de
este 2020:
Profético, de psicodelia apocalíptica. Y con una puntería curativa en
lo musical maravillosa.
Podría hablaros de la historia cien veces contada:
Tito Buck encuentra a un friki por puta casualidad que pinta retratos
de Lou Reed por cada una de las veces que lo cita a en su canción – Luke Haines
el mismo que viste y calza – Y son 71, mas un extra track; alucinante si?
Y decide que quiere comprarle un retrato por 99 libras, conociéndose
ambos por reputa casualidad. Y surgiendo así, y de manera transatlántica, un
interés paralelo tan casual como rocambolesca pudiera parecer la historia.
Pero yo. Prefiero evocar otra historia, me apuesto que imaginada:
Lo puedo ver sentado en una terraza del Prat del Llobregat ante una
copa de vino barato, y su atuendo colonial de turista extraviado. Lo puedo ver
también presidiendo el escenario de la sala Bikini en mayo del 96. Y nos puedo
ver desde arriba de un foco estroboscópico: Absortos, encantados, y con la sensación
de acontecer el último descenso tumba abierta, a las entrañas del Britpop y,
por ende. A las del rock de bilis, digestión lenta, y síntesis esencial.
Allí bajó Luke Haines una vez concluidos los 9 intensos años de vida de
la banda del exThe Servants, y sus posteriores escarceos con Baador Meinhof y
Black Box Recorder.
Donde lo pudimos ver por última vez en el 98, como una gárgola de la
Plaça del Rei Barcelonesa en plena Mercé.
Y se nos perdió entre la constricción mínima del cantautor minimalista
y francotirador que siempre fue; con apenas alguna colaboración esporádicamente
brillante, como la de The North Sea Scrolls (Cathal Coughlan, Andrew Meuller).
De la misma manera que apareció: De entre la bruma londinense a principios de
los 90.
La escena musical siguió sacudiéndose y él. Él pasó a ese limbo
invisible, donde tantas estrellas momentáneas hibernan y otean sin apenas
trascender a la actualidad desde su programa de Radio (Righteous in the
Afternoon). Maldiciendo nosotros entre dientes. La orfandad que tantos mitos
nos han impuesto: descarriados, desorientados y abandonados a nuestro pasado
juvenil más rutilante y de mudada piel.
Pero siempre hay un aterrizaje en el claro del bosque.
Una aparición sacrosanta si se quiere:
Como si los fieles faltos de credo nos autobendiciésemos, o el mesías
volviera a santiguarnos diciéndonos en un idioma solo inteligible por los
viejos: - Niños y no tan niños, ya estoy
aquí. - ¿Veis como la mierda no es
solo mierda, sino una especie de pasta trémula que regurgitada y vuelta a
digerir, sabe a gloria y a Theobroma Cacao?
En este caso. Luke Haines vuelve con un Peter Buck fagotizado y
representado en una especie de alíen, excelso en psicodelia y proféticos
textos.
BEAT POETRY FOR SURVIVALIST es por así
decirlo: Lo más próximo a New Wave/1993, After Murder Park/1996, y el Fables of
Reconstruccion/1985. Todo ello metido en una trituradora, desfigurado,
recompuesto, y con una impronta más que generosa de los pliegues testamentares
de la Velvet Underground. A quien, dicho sea de paso, Luke Heines debe, venera,
y con el paso de los años más ha derramado de bondades, en sus últimas
composiciones.
Un disco sublime en su forma extraña y, sobre todo: En la manera
resbalosa, siseante y aterciopelada con la que el amigo Luke dota a sus textos.
Y rotundamente, cómo los canta.
Porque sí amig@s. Se puede recitar, cantar más o menos bien, con dotes extraordinarias
o raquíticas, e incluso entonar con más fortuna o pena. Pero muy pocos, son los
privilegiados que mastican, moldean y escupen la lírica con la musicalidad y
sonoridad que lo han hecho Morrissey, Leonard Cohen, Cathal Coughlan, Lee
Hazelwood, Scoot Walker o Lou Reed; por algún ejemplo aleatorio que me vine
ahora mismo a la cabeza.
Otro igualmente contemporáneo, es sin duda Luke Haines.
Y aquí, sobresalen con un esplendor tan distinto a todo aquello que
ahora se puede escuchar.
Estas canciones que vuelven en plena vorágine desequilibrada, parecen
dispuestas a filetear nuestros peores presagios miedosos, de la misma manera
que lo hiciera con su querida Inglaterra, 25 años atrás.
La compañía de
lobos que lo secundan en la distancia y por obra y gracia del amigo Buck. Son
ni más ni menos que: Scott McCauguey (Minus 5) y Linda Pitmon (Filthy Friends);
ahí es nada
Y es con la
lisercofábula de “Jack Parsons”, donde prácticamente empieza todo el
meollo del asunto:
Una melodía que
bien podría ser un boceto de REM, o esa invitación en clave de vals para
invitarte a salir a bailar, en forma de caja de ritmos y de guitarra. Donde
Luke Heines desarrolla gran parte de la idea musical por donde van a gravitar
sus textos. Y que predominan en casi toda la obra:
Trampantojos de
Theremines a modo de loco laboratorio, flautas desafinadas sacadas del doble
fondo de John Cale, guitarras con forma de armonios y mellotrones. Y las voces
de las apariciones de Enfield de fondo, para rematar.
Una maravilla que
Luke hace suya. Pero donde la paranoia narrativa engrana como los dientes de un
mecanismo tan perfecto como flexible. De la misma manera que un científico como
Jack Parsons abrazara el ocultismo, como otro modo de imaginar quimeras
ficticias que acabaran siendo paradojas de nuestro día a día. Y su propio lecho
de muerte.
“Apocalypse Beach” conecta con Major
Tom desde la almohada. Radiando bajo las estrellas a Donovan sin desaliento, una
nana de planeta imaginario que anuncia el fin de nuestros tiempos
¿no es perfecto
así?
“Last of the
Legendary Bigfoot Hunters” juega con la idea de un presidente (Teddy
Roosevelt) a la caza de un Bigfoot, como la parodia del ahora: Entre ritmos
orientales, flautas hipnóticas y un caminar tribal que en cierto modo recuerda
al Human Behaviour de Björk, pero ralentizado y con otras hechuras.
Y el gran hito: “Beat
Poetry Fort he Survivalist” Un canto precioso
y atemporal a la esperanza suicida de la generación Beat, en forma de hit. Y
posiblemente la mejor canción que ha regado, y regalado mis oídos este 2020.
“Witch Tariff” es otra de esas
canciones que sobresalen, de guitarras hirientes y voladoras. Donde se
destripan los pactos diabólicos de la industria musical y de las que la alargada
sombra de The Auteurs, sobrevuela instintivamente.
“Andy Warhol Was
Not Kind”
ataca desde el lado más rockero. Luke Haines arrastra los párrafos como
mantras, y Peter Buck teje una alfombra de glan árido y baterías garajeras.
Y puede que sea
aquí y a estas alturas, donde resulte inimaginable que esta joya de disco, se
haya elaborado a base cassettes, emails y corta/pega, sin apenas verse ambos en
el proceso de creación y montaje. ¡¡Alucinante!!
“Ugly Dude Blues” es una de las
pocas canciones 99% Peter Buck. Una alegoría a Mark E. Smith en toda regla
donde Luke Haines se limita a representar un Blues Punk con reverberaciones
Grindermaníacas.
La oscura y
tremenda “Bobby’s Wild Years” de quien no se desvela la identidad del
protagonista. ¿será Gillespie con esos fuzzs erosionantes propios de unos Jesus
& M Chain?
Misterio sin
desvelar, prudencia, e imaginación a raudales. Que se desbordan por cada beat,
salmo y melodía a lo largo y ancho de este magnífico trabajo dual.
Tanto como que
cada crónica leída en los extensos mares de la red, hablan de una canción sobre
Pol Pot. Y el propio Luke Haines ha confesado que es una trola para atraer a la
prensa a la madriguera. ¡¡Que guasón!! Y que pardillos nosotros.
Pero no sufráis y
dejaros hacer, siempre ha sido así, de hecho.
Una especie de
juego que bascula entre la imaginación, la onomatopeya musical, y el no saber
bien hacia donde te lleva: Si a la mente enferma de un chamán, o a la de un
genio que te demuestra que las realidades u obviedades de la vida, en verdad, solo
están en nuestras propias limitaciones.
Así que… Imagina a
Luke Heines y Peter Buck como a aquel Frank Pierce (Nicolas Cage) y su
compañero Larry (John Goodman) en Al Límite de Scorsese. Dispuestos a exonerarnos
con la medicinal “Rock’R’Roll Ambulance” que cierra el disco.
Esa medicina que a
todos nos cura y apenas si nos deja tocados de malancolía, como bendito efecto
secundario.
BEAT POETRY FOR THE SURVIVALIST es de esos raros
engendros que dejan la futura transgresión en una puta broma de fogueo. O en un
simulacro para arrejuntarnos en el Punto de Encuentro, y poco más: Todos
juntitos, dóciles, mansos y… Un poco agilipollaos si me apuráis.
Siendo
testigos de cera de todo lo acontecido este 2020:
Con
el elemento pasional y liberador de acudir a teatros, cines,
exposiciones, conciertos… y en general. A todo medicinal acto de
presenciar el arte desde primera línea de fuego.
Bajo
el mínimo de la hibernación más extrema y desnutrida.
Posiblemente
estemos asistiendo sin apenas ser conscientes.
A
la conquista definitiva de las televisiones de pago. Como un troyano
parásito, que acabará convirtiendo los escasos brillos creativos y
plastificados; entre un sinfín de productos intrascendentes y de
entretenimiento inmediato. En el placebo perfecto, para que nuestra
reclusión y falta de emociones acabe siendo la medicina paliativa
idónea.
Por
suerte. Y rebuscando con ahínco, y la perseverancia del explorador
empírico. Todavía se puede uno sorprender de la capacidad de
supervivencia que tiene el cine español, y lo inspiradora que puede
llegar a ser la falta de autoestima latente del ser humano.
Porque
si bien la ciencia ficción parece ser el único camino para
extrapolar nuestras desdichas, y no caer en la reflexión profunda.
Yo
me quedo con la maravillosa y laberíntica complejidad humana. A la
hora de abordar las infinitas texturas y el cromatismo multicolor que
dan las existencias más comunes, intrascendentes, y anónimas. Para
desarrollar tramas, y luego, recrearnos en nuestra complejidad.
Entiendo
que muchos prefieran imaginar mundos imposibles y heróicos, menos
traumáticos (teniendo en cuenta que la comedia ni está, ni se la
espera). Pero… ahora que la realidad supera a toda ficción. ¿que
hay de sentir como propias las miserias ajenas? Así, en la distancia
y como espectador. Como si de una experiencia terapéutica se tratara
y sin el resquemor de sentir como “demasiado” propias, las
miserias ajenas.
EL
PLAN de Polo Menárguez y basada en la obra de Ignasi Vidal. Traslada
la puesta en escena mínima del teatro de guerrilla a la pantalla.
Sin el más mínimo intento de convertir una obra, en un producto
visual artificioso o consumible de multisalas; algunos se lo
reprochan para penalizarla, ay la virgen!!.
Y
a mi, esa hora y cuarto escasa. Me resulta lo más parecido a un día
en mi parque temático preferido, sin colas, bullicios, ni ahijados
cojoneros pidiendo más que la boca un fraile. El sumun vamos!!
Antonio
de la Torre, Raúl Arévalo y Chema del Barco, nos deleitan con la
esencia de la interpretación para regocijo del guionista. En una
trama tan ambigua como la misma palabra - EL PLAN - puede sugerir.
Lo
que para los adolescentes de hoy sería, EN PLAN… Thriller? Drama?
Comedia? Enredo absurdo?
En
plan, déjate llevar, aflójate el cinturón, y disfruta.
Tres
vigilantes de seguridad (seguretas), en paro, desarmados por la vida
y… expuestos como lo somos todo hijo/a de nuestra madre.
El
destino del corto viaje está condicionado por la intriga del título;
es cierto. Pero conforme avanza la película, acaba por ser meramente
circunstancial y delega cualquier premisa en las angustias de cada
uno de los protagonistas.
Todas
ellas interconectadas y con detalles surrealistas que viran
constantemente con sopapos de realidad. Pero que dan para escudriñar
en aspectos muy distintos, y géneros que se entrelazan. Haciendo de
la misma, una de las cintas más disfrutables que he visionado el
presente año.
Ese
tipo de películas de “segunda división”, donde la historia
extrae lo mejor de los actores. Posiblemente, porque no se ciñe a
las condiciones que el negocio del cine impone para que las películas
de hoy no tengan término medio: O pretenciosas en exceso y forma. O
más simples y prescindibles que el mecanismo de un botijo y la
utilidad de un lápiz blanco.