Pasó hace
bastantes días. Tantos, que cualquiera en su sano juicio, lo habría
archivado ya por siempre en sus quehaceres mundanos del día a día.
Esa serie de cosas que se repiten mecánicamente, y que pasan a ser
hábitos, y como tales, experiencias pasajeras que se van como las
estaciones.
Pero resulta
que en el desdén este tan puñetero y plácido a la vez, que maneja
los minuteros de esta bitácora de un tiempo para acá. Dejar pasar
las cosas, como el autobús que se nos escapa cada mañana. No
implica el echo de que las cosas que me sucedan #que por pocas y
nimias, sean merecedoras de ser plasmadas. Quien sabe si cualquier
día me olvido de volver a casa y tengo que recurrir a los apuntes...
Bill
Ryder-Jones vino a salvarme de una especie de naufragio emocional. Y
como aquellas mismas circunstancias casi casuales, que me hicieron
caer por primera vez en las bondades de “A Bad Wind Blows in My
Heart/2013”. Acudir a verlo un Jueves cualquiera. Cuando el
retumbe callejero ensordece, aturde y corta de un tajo limpio y
secante las cuerdas vocales de la más mínima réplica. Todo eso,
hecho un gurruño, bien compactado y de enormes proporciones. Es por
así decirlo, como concentrar esa parte de rabia, desencanto,
frustración y ofuscación. Apretarlo todo bien y convertirlo
supongo, en un suspiro largo e infinito de amor incondicional.
Sus
canciones -las de aquel disco en concreto- son más o menos eso:
Reducir la velocidad y el frenesí diarios, y concentrarlos en
pacientes armonías que se desbaratan poquito a poco; con cariño.
Como tales.
El público que nos reunimos en torno al pequeño club subterráneo
de Plaça Reial, no fuimos muchos. Los necesarios sin embargo.
La oferta
del descarriado ExCoral, es probablemente de las más delicadas y
exigentes. Ahora que mayormente, el público pide que de la simpleza
y la inmediatez, esa canción socorrida con la que comer/digerir y
evacuar de un solo acorde. Será que la paciencia de santos, ya solo
queda en los pasos de la pasada semana santa. Tan claro debía
tenerlo el guitarrista de The Coral. Que cuando la banda de Hoylake
publicó su aclamado ROOTS & ECHOES/2007, puso pies en polvorosa
y salió por patas. Dos historias radicalmente opuestas.
De todas
formas. Me da la sensación, que aquel precioso y delicado disco que
se apoyaba prácticamente en un piano, su guitarra y poco más, no
fue entendido lo suficiente. West Kirby Couty Primary/2015 es otra
cosa. Ni mejor ni peor, pero seguramente más cerca de los vivos que
de los muertos.
Un disco que
a supuesto un paso determinante y firme en la carrera del músico de
Warrington. Más que nada, porque esa manera tan intimista y emotiva
de levantar canciones con vida propia... Ya sabéis,ese tipo de
melodías que requieren un estado anímico muy concreto para atisbar
y entrar en sintonía con ellas. Y que una vez uno interioriza,
crecen exponencialmente.
Esta vez,
parecen alcanzar un grado de crescendo mucho más efectivo y medido.
Bill
Ryder-Jones no será seguramente el mesías que venga a establecer el
orden entre lo emotivo y lo arrastrado. Ya lo hicieron Radiohead,
Bedhead, Sparklehorse e incluso Pavement, con distintos resultados.
Pero este treintañero, por lo menos da con la clave para hallar ese
difícil equilibrio entre lo sucio y brillante, lo salvaje y
delicado. Para acabar sonando tremendamente conmovedor.
Lo hace
además desde la timidez, la ironía y la franqueza. Atrás se ha
quedado esa arrogancia británica y esa seguridad pedante. Porque
Bill Ryder se desnuda por completo y se deja llevar. Ama por encima
de todo sus referentes musicales y no los oculta, sino que los blande
con orgullo en cada canción: El Disorder de Joy Division como modelo
poético de Ian Curtis, la Velvet Underground junto a la poesía
urbana de Lou Reed, o las armonías de Lightships, Teenage Fanclub...
sin más que lo imprescindible. Sabe jugar con las sombras y las
luces atenuando y sacudiendo; dejándose llevar. Su música sin
embargo no suena exactamente a nada de eso.
Es como un
pequeño manual de bolsillo con el que sobrevivir a las desmesuras,
concentrando sólo la esencia de las cosas. Y que generalmente son
fáciles de encontrar en autores como Johnny Cash, Roy Orbison o Gene
Clark. Solo que él lo reduce a la expresión más mínima y básica.
Aun y así se pueden ver flotar las esporas que sembraron ellos en
el pasado; melodía y sensibilidad por encima de todo.
Estar
apartado en un rincón totalmente abstraído de lo que ocurre ahí
fuera, también tiene ciertas ventajas y concesiones. Y es que el
público sabe lo que va a escuchar y lo disfruta sin condiciones.
Reductos
como Sidecar, donde apenas si se congregan cien personas tirando a
largo, conecta a público y artista: Ese pacto diabólico de libre
mercado sin aranceles que te adentra en la espesura del compositor; y
la ejecución de su música.
Lo cierto es
que con Bill además, no hay trámite para entablar una conversación
entre canción y canción. En toda la extensión de su timidez y el
temple susurrante que le da a su temario, hay una conexión igual que
la que se tiene al escuchar sus discos. Y claro, ese detalle de
quitarse importancia o congeniar con el espectador de tú a tú, y
sin ningún tipo de filtro. Hace de él, un autor tan mundano y
natural, que te acaba colocando en un mismo plano. Llevando a un
climax de alcoba cualquier conato de rebelión histérica; que alguna
hubo.
Se arrancó
con “Catherine and Huskisson” y llegó el primer directo
al mentón. Bajó hasta la boca del estómago y apretó fuerte los
nudos del sindolor.
Un tema que
proyecta toda esa órbita romántica que hacían temblar de forma más
cáustica y bruta Dinosaur Jr. Pero el muy maldito sabe
inteligentemente, condensarla en esa parte más despechada y
dolorosa. Luego remató con crueldad y prosiguió metódicamente
bisturí en mano, abriendo corazones y entrañas sin piedad. “Let's
Get Away from Away” te lleva a un territorio Velvetiano más
ídilico si cabe. Pero nenes, las guitarras finales que lo coronan, a
mí, en el plano personal, es que me deshacen.
Esta claro
que me tenía ganado. No a mi solo, creo que no hubo ni una pizca de
debate. Se callaron las cotorras, los ruidos de los cubitos repicar
en el fondo de los vasos, el tonto que tira de la cadena y la incauta
que intenta robarle el alma con el flash de un móvil.
Dio dos
pasos atrás y la cosa transcurrió como el rodar de las cintas en el
proyector. “He Took You in Arms” tiñó de blancos, ocres
y oscuros, la sala Sidecar; joder que hermosa es esta canción. Se
detuvo un instante en su anterior disco, y sonó “Wild Swans”.
Sabiendo lo que se hace, como quien impone una atmósfera de neón
tan sencillamente, que seduce por la vía emocional.
Para
entonces, todo el mundo; en el que me incluyo. Sabía que significa
llevar a escena tres discos tan escuálidos como sentidos, y no caer
en el sopor.
Desaparecieron
los músicos entre bastidores, y Bill Ryder sólo con su guitarra.
Desgranó aquellos temas que por fuerza, debían sonar en cueros,
como se gestaron: “By Morning I”, “Sea Birds”
(la que cierra su último álbum, y “Put It Down Before you
Break It”. Porque Bill Ryder-Jones es eso, por mucho que
algunos lo quieran convertir en otra cosa más cómoda y recurrente.
Ese eterno dilema para quien se le hace complicado bajar el ralentí
hasta puntos de absoluta soledad sepulcral.
Obligada
absoluta “Two to Birkenhead”: ese segundo corte (el de los
temazos), que nos catapulta a tiempos de Crooked Rain Crooked
Rain; o me vas a decir que no. Esas guitarras que se flexionan y
se estiran a golpe de pedal, más universales que el acorde
repetitivo de Chuck Berry. Y que podrían certificarse como D.O
sónico de un tiempo muy exacto.
Una
tremebunda versión de los anteriormente citados LIGHTSHIPS. Que puso
en lo más alto la noche con “Two Lines”: Guitarras que se
tornan infinitas, relucientes, brillantes y turbadoras. Apunto de
agarrarme a alguien por la cintura levité. Cerré los ojos, y hasta
olí su perfume mezclado con el cabello y el calor. “Daniel”
no hizo más que incrementar la sensación larga agonía; placentera.
O“Wild Roses”, que por si sola habla de tantas y tantas
historias pasadas, rememoradas y rebobinadas.
Para poner
la puntilla con “Satellites”: Una canción que empieza
como un relámpago, y se recrea en la agonía. Sabes que acaba, se ha
anunciado, seguramente lo has saboreado como nunca en la vida, pero
siempre es poco. Demasiado poco para ser tan bello
Bill
Ryder-Jones hizo grande la estela de joven torturado y maldecido.
Dando una de esas noches inolvidables a los pocos que reunió; es
así, hasta mirándolo de forma egoísta. Enroscado en su espiral
personal y en su universo particular.
Aunque no se
crea, cuando la situación lo precisa, se abre de par en par. Siendo
como pequeñas grietas en el techo y desconchados en la pared, por
donde se filtra esa luz casi inapreciable, pero resplandeciente. Un
directo/noche para enmarcar y guardar bajo la cama, si señor.