Uno de esos
otoñales domingos que amanecen silenciosos y que a toda costa
queremos estirar. Igual que aquellos chicles boomer que enredábamos
entre nuestros dedos como los rizos de nuestras novias, y que
guardabas en la nevera esperando que recobrasen su primer sabor a
fresa ácida.
Creo en los
domingos acolchados como la felpa. En ese batiburrillo a churros y
diario perfumado en tinta fresca con cercos de café con leche. En
ese querer detener el minutero y maniatarlo justo en las 12, para
postergar el vermuth. Y definitivamente en solo querer hacer cosas
desde el sofá y con nuestro mando a modo espada láser jedai.
Ver un
concierto en tal día se antoja heróico, pero tiene su qué de
revertir el engranaje de las rutinas como los palos en los radios de
la bici. Sobretodo cuando se lleva toda la semana entre el “me
quiere no me quiere”, y al final de forma salomónica te dejas
llevar por el instinto animal.
Eran PIXIES
y esa nueva reflotación en busca del cetro medio escacharrado:
Masajear con condescendencia nuestra nostalgia por los noventa. O
guiarnos por ese olfato canino hacia los moribundos cánticos de
Ryley Walker con 40 a 15 de por medio.
Y no es que
sea el dinero finalmente el que decante la balanza. Pero hay algo
ahora, que me mueve a perderme por las sumideros de la música en vez
de tirar por camino fácil de los destellantes bulevares.
Admito que a
menudo amedrenta enredarse en laberintos y raíces que revientan la
tierra y van por libre. Pero cuando escuché en Marzo del pasado año
por primera vez PRIMROSE GREEN, no pude evitar caer rendido en ese
afelpado manto jazzero que decora sus composiciones. El mismo que mi
madre pone en su juego invernal de cama, y que te acaricia las
mejillas mientras sesteas.
Ese misma
sensación de confort hace del viejo y cañí Club Sidecar, una
especie de salón de casa al que solo le falta el brasero y las
historias de muertos y aparecidos que te contaban en el pueblo. Sentí
esa fuerte sensación de compartir mi mismas sensaciones con alguien.
Y al final fue con mi hermana la misma con la que comparto aficiones,
y hasta vacaciones; se lo debía.
Todo es
cuestión como quien se aventura en una necropsia, a abrir la mente
por el tórax. Y este caso al joven veiteañero Ryley Walker,
saldando la deuda pendiente del BAM de hace dos años. Allí me rilé;
lo admito. Pero el siguiente envite de canciones en formato más
conciso y acústico que contiene GOLDEN SINGS THAT HAVE BEEN
SUNG/2016, merecía eso y algo más.
El Canadian
de rigor que barniza de ámbar la espera. Una amena charla para ver
que esta vez, de colas nada. Y 50 o 60 almas en pena que decidieron
mandar al carajo la batamanta, el tronar del Sant Jordi Club, o igual
la digestión pesada del pollo A l'ast con all i Oli del Domingo.
Para ver a un sobrado de talento, socarronería y humildad Ryley
Walker, despacharse con su tan aplicada banda de acompañamiento.
Media hora
antes con la sala semi vacía, pudimos ver a una delicada y solitaria
ITASCA aka Kaila Cohen, desgranar su cancionero de deshuesado
Countryfolk. Un set in crescendo de media hora y pico, que presentaba
su último álbum “Open to Chance”.
Tímida y
tan delicada como sus canciones, le faltaron seguramente sus
recientes compañeros de andanzas para dotar de una perspectiva más
mimbrada, lo que al fin y al cabo pareció: otro de tantos conciertos
acústicos fríos y algo carentes de sustancia. Sus discos, eso sí,
son otra cosa; mucho más disfrutables y evocadores. Esas quietudes
barnizadas de paisajes campestres y cotidianos que prácticamente
detienen el tiempo como lo hacían por ejemplo, los Hnos Kadane hace
tres lustros.
Pero sería
el joven Ryley el que alrededor de las diez de la noche, sin espero,
pecar de vehemente. El que probablemente me acabara dando la mejor
quizás, hora y media en vivo del presente año. Exagero?
No sé si
por la propia sorpresa del improvisado plan del domingo. Por la
compañía y lo familiar del encuentro. O seguramente eso sí, porque
por formas, repertorio e inventiva al ejecutarlas: una cosa es
escuchar sus discos y otra bien distinta que le sigas en su aventura
del directo.
De ahí nace
algo que reduce la impresión en el acetato, a una mera circunstancia
en el tiempo: La música tal cual se grabó y que sientes al
escucharla que ahí no se acaba.
Las
composiciones entendidas como un ente vivo que no dejan de
transformarse. Que incluso se reproducen y mutan en otras nuevas
canciones; como las de su último álbum: Las ocho nacidas del
periodo de tiempo en el que iba tocando en vivo su anterior disco.
En el set
que nos presentó en Sidecar Club, sin embargo, todo se argumentó de
muy distinta forma. Sonó prácticamente ese disco del 2015 y alguna
que se coló por las rendijas. La electrificación que en su
totalidad ejerció de eje; sin aparecer la omnipresente acústica
hasta el último bis, fue la que transformó de entrada cada una de
las canciones: Arranque fuerte y potente en clave rockera, con un
tema que no sabría ubicar en ninguno de sus últimos discos (nueva o
mutada). Un volumen realmente alto que apuntaba a la estridencia y
progresivamente se fue modulando.
Y aunque uno
pueda creer al escuchar sus discos, que estamos ante un músico
solemne y medio ermitaño, nada más lejos. Ryley Walker es un tipo
simpático que se resta importancia de tal manera, que parece
hacerte sentir que andas cogido de su mano. Más que protagonista
real como solista que es, podría definirse como un perfecto maestro
de ceremonias que da pie a una triangular comunicación liberadora,
entre solista/banda/público.
Con un Gin
Tonic a sus pies de los que iba tomando tragos en clave de
“fiesta!!”, diluía de un plumazo cualquier sensación de
parábola psicodélica sesuda a la que te puedan invitar sus pasajes
de hasta 15 minutos.
Esa frescura
secreta de sus canciones, que evita el bucle tendencioso y
soporífero. Y que en realidad recrea, como quien procrea o se
expande igual que una madreselva o liana en la espesura amazónica.
Sonidos que nos teletransportaban al Rock progresivo, al jazz
caleidoscópico o incluso al lejano Punyab totalmente tonificado por
su inquieta eléctrica.
Alucinamos
en colores con la paleta que ostenta de los mismos, su batería; si
así lo pudiésemos describir: Descalzo y usando sus botas como
posavasos, contorsonista y McGiver de los tambores y derrochador en
texturas. El onduloso contrabajo de Hanton Hatwich desdoblándose en
viola y hasta en percusión. Y el resto de la banda que parece actuar
en la retaguardia como el contrapunto detallista en el crisol de
pespuntes, bordados y brocados en los que acaba convirtiéndose su
interpretación.
La hora y
pico larga sin las prisas que otorgan a día de hoy los sets
económicos en salas pequeñas. Con ese apaga y vámonos que el
tiempo apremia de algunos sets. O esa sensación reinante de que todo
sucede escrupulosamente sobre un guión. No ocurrió allí ni mucho
menos.
Todo lo
contrario, porque al cabo de los minutos, la sensación era como la
de un manto. No era el estado de flotación, la atención que te
absorbe, o simplemente que todo discurre... No como lo previsto sino
por la magia del momento.
La voz onda
como la de un acantilado de Ryley que gana porcentualmente en vivo.
La franqueza y naturalidad con la que teje ese punto de partida en la
ejecuciones y como invita a sumarse. Y el no importarte lo que toquen
sino como lo toquen.
“Primrose Green”,
“Sullen Wind”, “Funny Thing She Said”,
“Love Can be Cruel” y otras tantas que acabaron
convirtiendo la noche en una sinfonía.
La de un
tipo que inició sus andanzas musicales con una banda Punk, y que a
sus 27 años (teniendo en cuenta su carácter hiperactivo) ya nos ha
dado tres joyas de discos. Interesante y fascinante a partes iguales
por su forma de pasar del folk a la psicodelia salpimentando con
jazz, guitarra clásica y hasta blues, sin apenas resentirse su toque
personal. Capacitado para tocarlo como o de la manera que le de la
gana y no dar la sensación de que pierde la esencia de la canción.
Y pese a su juventud, que recalco por lo despreocupado de su
carácter, dar la sensación de que que es un veterano músico capaz
de subirte como un mantra a la espiral más hipnótica. Y de repente
acariciarte con una versión eléctrica del Fair Play
de Van Morrison, sin ocultar esas referencias tan simbólicas como lo
son las del Lobo de Belfast, Ben Jarsch o Nick Drake; a las que yo
añadiría otras tantas bastante más alejadas de esa heterodoxia.
En cualquier
caso, uno de los directos más disfrutados de este año junto a los
de Wedding Present y Kevin Morby. Que también los valieron claro.
Pero es que lo de Ryley Walker estimo, que es otra cosa bien distinta
por más que nos cueste y amedrente entrar en sus discos.
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