A veces,
basta con que el loco Febrero nos tienda una emboscada a punto de
agonizar. Y nos cambie una tostada soleada de Melocotón, por un
rocío helador de tizne. Para que discos como el debut del combo
SHADOW BAND, den sentido y peso al íntimo universo de Wilderness Of
Love/Kemado Records/2017, dentro de la tumultuosa vorágine de
ruidosos adelantos.
No solo por
meras cuestiones de estados anímicos, de desear con fuerza la
llegada de la luz solar y el verdor de los campos, o el revertir los
tonos grisáceos con rabiosa energía. En otras ocasiones basta con
capturar la instantánea del momento de paz residual después de un
largo día de trajín, para tumbarnos mirando al techo y viajar sin
pasaje.
Las recaídas
accidentales en este tipo de paisajes sonoros, tienen la misma vaga
explicación que el encanto por las películas de cine mudo:
Despreciar el envoltorio o la instantánea, para quedarte con el
plano, la fotografía, incluso con la tonalidad. Y a día de hoy,
donde cotiza al alza el impacto súbito, decidir adentrarse machete
en mano en la espesura de esta colectiva banda residente en
Filadelfia quien sabe si podría convertirse en un ejercicio
hedonista de alto riesgo.
Cuando desde
New Jersey Mike Bruno decidió coger los bártulos y trasladarse a
Filadelfia en busca de nuevos escenarios. Igual no se imaginaba la
cantidad de socios que se le acabarían uniendo al proyecto. Primero
como mero entretenimiento, y progresivamente por simple asociación
melómana. Hasta conformar los siete jinetes del apocalipsis: Sean
Yenchick, Megan Biscieglia, James Christy, Morgan Morel, Matt
Marchesano, Jules Nehring y él.
Todos ellos
más alguno más, hacen sonar más de una veintena de instrumentos.
Los que dan forma a un álbum donde la multitud y diversidad no da
lugar ni al caos, ni al sinsentido.
Doce
canciones que se mastican como la tierra y el polvo que levantan los
carruajes, en una travesía con destino incierto, pero igualmente
definida. Wilderness Of Love arriba con una exactitud ligeramente
marchita al oasis deseado. Donde no es el agua el elemento saciador,
sino un espacio abierto casi espiritual y litúrgico que tiñe de
folky gótico la psicodelía que otros pintan de colores y sol. Aquí
el astro dorado da más sombras que deliciosos bronceados. Y aunque
los bocados californianos intentan abrirse paso, es una oscuridad
tórrida de Western Blusero, la que persevera en el caminar
agonizante y redentor de toda la obra.
Se pueden
olisquear guiños al Barafudle de Gorkys Zygotic Minci con “Indian
Summer”. A Radical Free en esa artesanía que aflora en
cada acorde, y un poso de sedimentos bárbaros que nos remite a un
pasado tan ambiguo como omnipresente.
Pero lo
verdaderamente maravilloso y seductor de estas doce canciones, es la
tremenda aura que envuelve todo el disco. Ya no por un sonido
inconcreto, que lo es en su sinuosidad. También porque logran
trascender entre tanto intento fallido por excesos. El amanecer de
“Green Riverside” con esa timidez que lo
caracteriza, levitando entre el Low fi y las quebradizas guitarras en
deuda con Bert Jansch. Y el cambiante sino entre lo que podría ser
un simple ejercicio moderno de Surf pachuli bajo la influencia de The
Zombies, cuando es la joya de “Endless Night” la
que suena. Entre otras cosas, porque lo que otros muchos se han
empeñado en afinar y contemporizar, ellos lo han convertido en
simple genialidad.
Sería fácil
escoger ese camino recto y cómodo, donde el trote vacilón inunda
las pistas. Pero Shadow Band es otra cosa mucho más íntima y
crepuscular, sin cargar las tintas del: - Oh dios mío, cuan
desgraciado pero bello romántico soy!!
Y creo que
en esta tesitura, ellos son los amos y señores de la sugerencia; que
no de las atmósferas. Digamos que hacen de sus canciones por
hermandad y juramento, dignas herederas de un Ennio Morricone
veinteañero cuando “Morning Star” o su single
“Eagle Unseen” dan con el contrapunto a su primera
y apreciable languidez.
Su
anunciamiento de debutantes no es esa cosa de parecer algo y perder
en el camino la credibilidad. Dan sentido verdadero y sincero a lo
importante en un disco: Que todo suene con fundamento, credenciales,
y con un mensaje concreto. Sin tener nada que ver si se martillea en
un sonido de culto, si te pierdes en el mensaje final o te mantienes
fiel a un mito de factura heróica.
Para que te
crean debes desterrar ese empeño latente en querer trascender.
Porque al final, solo las canciones y la sensación final de
profundidad, son las que el tiempo premia.
WILDERNESS
OF LOVE entra lentamente por los poros deteniendo la velocidad de la
vida. Te pone la zancadilla tan tontamente como el trastabilleo de
recién levantado.
Parece que
van a despegar con esa canción memorabílica y de repente, te meten
la cabeza en plegarias dignas de santería con “Shadowland”.
Camina infructuoso, pero todo va cobrando sentido por como las
canciones se abren como brotes y floridos de no más de dos minutos y
poco. Las flautas, los coros, las percusiones y guitarras suenan a
duelo al alba con su tema bandera “Eagle Unseen”. Y
vuelven a dormitar con tal dulzura penitente en “In The
Shade”. Para luego voltearte las tripas y la bilis de
madrugada a la hora de “Mad Man” con un blues
araposo.
Y cuando
crees estar tocando el cielo extasiado, lo que haces es flotar en una
nube/pradera de filamentos finos cosquilleándote la pelvis en el más
largo de los viajes de seis minutos a la hora de “Darksider's
Blues”. Su cierre con “Daylight”,
posiblemente una de las canciones más bellas del año.
Titubeantes
de primeras, y enfermizos a medida que van tejiendo eso que quieren.
Porque lo que a otros les reluce como un corte y pega, a ellos les
sale del alma; pura sincronía. Con tanto encanto por lo evidente
como lo sugerente. Suponiendo como supongo, que todos somos animales
queridos de que nos arranquen eso que ni nosotros conocemos.
Por eso,
supongo, que cosas tan extrañas, feas por fuera y bonitas por dentro
nos encantan. Llámalo morbo.