Un
gran sol circular de centelleante vinilo asoma por la montaña tras
tiempos de abundante lluvia.
Por
las laderas abiertas en canal los surcos lloran todavía agua. Y son
los latidos como gigantescas prensas industriales, los que a cada
golpe atronador resuenan sus tripas escupiendo verdor, flores. A la
familia invertebrada, y nemátodos en orgía copuladora.
Los
corzos y los ciervos se unen con cantos, equipados con auriculares
cuadrafónicos. Y de las entrañas del promontorio no solo es
naturaleza la que brota a cada contracción, también lo son almas
perdidas de un tiempo _aunque no tan pasado_ sí criaturas
pertrechadas en lo más profundo de las simas.
Cánticos
y plegarias rituales que fueron tragadas ya hace cinco años por la
belleza marchita. Y a los que un pastor dice haber visto merodear por
la noche, como el animal que canta a la luna con un aullido metálico,
cortante y planeador.
DEAD
MEADOW han vuelto para conmemorar su veinte aniversario como
mejor lo saben hacer: Publicando otro disco inmenso, como los nueve
que ya llevaban a cuestas. Con una mirada de corderitos melancólicos,
pero con la perspectiva estática que el tiempo a dado al Stoner
Rock, y otra forma de reinterpretarlo mirando a la luna hasta llorar
de deslumbre.
De
esos discos que dejan cualquier argumento teórico, en una alegoría
inútil. En una nimiedad e insignificancia propia de quien quiere
explicar la belleza, el nudo en la garganta y el vaciamiento
interior. Cuando las sensaciones se crearon para no explicarlas, y
experimentarlas sin el rigor de quien intenta estructurar y exponer
todo lo que se hace.
Esa
caída cuesta abajo entre las los surcos abiertos por las aguas. Los
accidentes que se crean y metamorfosean sin criterio ni deuda. Y que
suena al ritmo del martillazo que endereza o dobla el acorde acerado
de las cuerdas en flexión imposible. Hace que “Keep Your
Head” sea esa especie de procesión por el calvario, a
latigazos de palanca, pedal y fuzz. Tan distinto de aquel “September”
con el que finiquitaron el mastodóntico “Warble Womb/2013”, pero
a su vez concentrado:
Una
vuelta, capaz de comprimir en ocho temas. Una panorámica tan rica
sobre su carrera, como conciso y determinante es el mensaje sobre su
evolución.
La
banda de Washintong D.C liderada por Jason Simon y Steve Kille
regresa con una idea muy clara de su sonido. O por lo menos con la
capacidad no solo intacta, sino que renovada. De como reunir un
puñado de canciones directas al ipotálamo. De esas por las que un
álbum es capaz de trascender sobre un estilo, sus distintas
mutaciones, los derroteros de una banda, y chas!! De repente
reinventar una historia sin tener por ello que dilapidar lo que quedó
atrás.
En
THE NOTHING THEY NEED
hay mucho blues taciturno y oscuro, psicodelia a raudales sin abusos
ni demasiados estereotipos, caminares rotundos heredados del Stoner
Rock pero superponiendo armonías dignas del progresivo; he incluso
reflexivas en ocasiones. Y un halo incluso que sino se acerca, si que
se expande hacia el White Noise, el sinfonismo barroco y a la
práctica: siempre caminando en la cuerda floja de PostRock y géneros
hermanos; eso sí, con muchísimo matices, que es lo que hace tan
interesante e hipnótico.
Una
farfollada de palabrería que se podría resumir en dos adjetivos: Un
disco tremendamente orgánico con ocho cortes demoledores.
“Here
with the Hawk” comprime el riff roquero con acierto
quirúrgico. “I’m So Glad” es un blues árido y
apocalíptico capaz de ilustrar en cinco minutos esos sucesos
naturales del principio del texto. Las canciones pueden transportarte
a territorios salvajes o al salvajismo urbano. “Nobody Home”
exprime los wah wahs con una cadencia vacilona que roza incluso el
funk.
“This
Shaky Hand is not Mine” lo convierten en un réquiem camino
del ansiado y salvador monte Sinai: Cinco minutos de guitarras
moldeadoras y fustigantes que desembocan en una oda silenciosa, “Rest
Natural”. La megalítica “The Light”
emerge, es la montaña: Imponente, sinuosa y concluyente en ese tipo
de Rock plomizo con lirismos arrastrados o extasiados, hecho
expresivo y hasta poético como una bajada de tensión. Con un final
de una sensibilidad inaudita para una banda que sobre el papel, se
imagina abrasiva y caústica.
Sin
embargo “Unsettled Dust” emana una belleza digna de
ese horizonte paisajístico que el ojo humano, y menos una
fotografía, es incapaz de explicar. Dicen que una imagen vale más
que mil palabras? Cuando es la música y sus evocaciones
sensacionales, la única capaz de expandir la imaginación donde la
palabra es incapaz de llegar. El infinito
Lunes
mansos de primaveras impredecibles y traicioneras. Nubarrones
intimidantes que
a cualquiera arrinconarían tras la batamanta o harían la coartada
de perezosos, más creíble y absolutoria. Y de peregrinos que a
falta de santos a los que venerar, presagiarse o encomendarse si se
tercia, nos damos por
bendecidos con una
buena Voll Damn, un concierto con chicha y su consiguiente debate a
las puertas.
Jonathan,
ese chico que asomó tímidamente la cabeza hace 11 años con su
psicodélica visión del ISLA BONITA de Madonna, nos tenía preparada
una sorpresa. Tan sorpresa y ocurrencia, como aprovechar su estancia
en Barcelona con Roger Waters; quien actuó este
pasado fin de semana. Y
aprovechando sus largos ensayos,
se presentase en la sala Razzmatazz (las 3, la pequeñaja). Y nos
ofreciera, otra perspectiva bien distinta de su temario. Más lejos
de sus influencias Dylanianas y de fluido rosa. Para
llevárselas al terreno de lo barroco y de la música de cámara.
Una
visión, sin embargo, invasora, poseedora, y tan íntima. Que hasta
el más esquivo y refunfuñoso de los presentes por no acompañarse
por la banda, se postró en reverencia proverbial.
Una
sesión que empezó solo acompañado con su guitarra y deshuesando
con acordes firmes y contorsionistas su “Valley
of the Silver Moon”:
Una canción de su disco de debut; quien sería tan protagonista como
omnipresente.
Algunos
presagiaron lo peor; igual sin la preparación para creer. Que un
concierto acústico, distinto y algo suicida. Tiene la misma aventura
que no exigir que el guión suceda según tus gustos. Sino que sean
las canciones y el artista, las que nos lleven como gallinita ciega,
a otros territorios a menudo más dilucidadores y excitantes.
Hubo
una aparición también. La
del guitarrista clásico residente
en Barcelona, JAVIER
MAS: Aquel que de
sopetón apareció
del ostracismo a la realidad, tras su sorpresiva participación el la
gira de Leonard
Coen del 2009 al 2014.
Pese a llevar toda una
vida componiendo y tocando folklore aragonés, o como músico de
sesión junto a Raimundo Amador, Agapito Marazuela, Maria del Mar
Bonet o Carlos Cano entre otros muchos.
Un
señor de 66 años con un exquisito bagaje musical a sus espaldas, y
una no menos riqueza musical en sus manos con la
guitarra de doce cuerdas, la badurria, el archilaúd y el laúd; que
es con lo que apareció esta
misma noche.
Con
los dos sobre el escenario el repertorio levantó el vuelo en lo
expresivo y sensorial, en una especie de sinfonía psicodélica que
recordaba a Vini Reilly o a músicas venidas de oriente. Pero sin
lugar a dudas, como una sesión casi casual, donde las canciones del
músico de Carolina del Norte se descubren de verdad como lienzos
donde cabe cualquier experimento.
En
realidad creo que ese es el verdadero valor de la música de Jonathan
Wilson: Que su mentalidad y manera de expresarse, no están sujetas a
limitaciones. Y por eso sus disco pueden irse de un lado a otro a su
antojo: Al del Folk, a la psicodelia, al funk, al
progresivo o al que le venga en gana. Pero siempre sonando a él, y
no a un intento fatuo por imitar a sus influencias.
“Rare
Bird” a
cuatro manos y cuerdas ilimitadas sonó majestuosa. “Over
the Midnight”
mejoró y arrasó con el más mínimo recuerdo a War on Drugs: Si
a ellos les sobran minutos, a este tipo le faltan. Para rematar con
un mano a mano con “Moses
Pain”quebrando
el más mínimo atisbo de sopor.
Algunos
prefirieron debatir sobre los índices bursátiles, la cruz de
carabaca y la heroicidad de plasmar una instantánea en su smartphone
a costa de robarle el alma a los chamanes del escenario: allá ellos.
Otros
nos ahogábamos en cerveza de rubios cabellos y los acordes que la
peinaban. Nos tumbamos y dejámonos hacer sobre la botonera del
control de sonido. Era un masaje, lo juro. Cerramos los ojos, pues
todo lo que hay que ver se ve con el corazón y son los poros los que
como pústulas sienten
la magnitud que el oído es incapaz. Y viajamos flotando, vaya si
volamos.
Hubo
algún chiquillo al que hubo que hacer callar. Pero en líneas
generales mucho respeto y silencio. Los violines, violas y
violonchelos de la sección que se hizo presente lo exigieron; cuatro
para ser más exacto, creo, desde mi posición retrasada.
“Desert
Raven” de su
incunable primera época, “Sunset
Bulevard” al
piano y con su vocoder, “Me”,
“There’s a
Light” que
fue la única que rompería por un momento el clímax
íntimo, pero como gran temazo que
es, merecía su
aparición a lomos de los violines. Y “Gentle
Spirit” que
volvió a poner las cosas en sus sitio con Javier
Mas y el equipo al completo sobre el escenario,
junto a
“All the Way
Down” y “Can
We Really Party Today”
para poner fin a la
noche.
Dejándonos
con esa clara sensación que se da tan pocas veces en la vida. Y que
sabes a ciencia cierta que no se volverá a repetir jamás, ni de la
misma manera.
Esas
cosas que hacen de la música en vivo y a flor de piel, algo
especial: La certeza de que la música, el momento, el sitio, y lo
voluble que es la interpretación de nuestros sentidos junto a
nuestra memoria, convierta en únicos e indescriptibles los asuntos
de la emoción y el amor.
Crianza
en sus lías de una año, sin filtrar ni estabilizar, sin sulfitos
añadidos
Pago:
Finca del Quart
Suelos:
Agilo_calcáreo pedregoso
Cultivo:
Agricultura Ecológica
Precio
aprox: 12/14 Euros
Veo
allí la bandera blanca, sobre un promontorio imaginario. Sobre el
asta la moharra, y un brillo radiante de sol; testimonio de la tregua
del invierno tenaz. La gente sale a la calle como a chorros en busca
del calor solar, y las ganas por quitarse de encima abrigos,
bufandas, gorros y pañuelos es tal, que acudimos a un striptease
general. Si no es verano ya, lo declararemos a golpe de estado, o de
sitio.
Y
nosotros, que pocas veces seguimos los ritos de la semana santa, ya
sean de devoción o paganas. Hoy como la iguana asoma la cabeza al
sol, hemos ido a dar constancia de los especímenes que asedian el
encantador barrio de la Barceloneta; en persona y carne y hueso.
Creo
que sería inútil y de interés más bien escaso, intentar explicar
lo que se cuece en los alrededores de lo que antes era el rompeolas:
Allí
donde muchos de mi añada tuvieron su primer contacto con el sexo.
Ahora hay de todo menos intimidad, poesía y misterio.
Lo
que si hay es gente venida de todos los puntos del mundo, vendedores
ambulantes, y una especie de sensación de estar inmerso en un
vórtice desnaturalizado, egoísta y depredador; por lo menos para
mi, que asomo la cabeza cada muuuucho tiempo por esos lares (ventajas
de vivir a una distancia prudencial de la gran urbe Barcino).
Pero
también hay otras cosas en el trabajo de campo, en el ejercicio de
voyeur con el que imaginar escritos.
Hay
providencias igual que el polen de las Acacias sacudidas por la
ventisca, que de repente se plantan junto a ti: Las miras, te miran…
Y va a sonar a risa, pero la casualidad de escribir sobre algo que
irrumpe de nuevo en tu vida. Tiene que ser por fuerza el destino; del
cual no creo lo más mínimo, pero sí en la fuerza del querer. Para
que en la carta de vinos del oasis: LA MAR SALADA. Sea de nuevo este
Terra Alta ecológico que descubrí hace un mes en el Celler El
Vinyet de la Rambla de Poblenou y del que quería escribir. El que se
cruce en tu camino, como queriendo refrescar algo más que una mera
chuleta en un cacho de papel.
Un
arroz con alcachofas, trompetas de la muerte, espárragos y gambita
blanca de la Barceloneta. No solo tiene que tener como partícipes a
los comensales de este Restaurante donde lo rico resalta sobre
cualquier atisbo de lujo extremo, de cutrez turística o de espejismo
culinario. También otras razones que hacen de un sitio, algo
distinto del tumulto cazador:
Lugares
por ejemplo, donde se respeta el producto, la zona, y la cocina de
toda la vida, simplemente porque sus platos son ricos. Y que hacen
que una comida en familia se convierta en una especie de prismático
por donde contemplar paisajes mediterráneos.
El
arroz como vehículo identitario de un barrio pesquero que defiende a
capa y espada su existencia. Y un vino blanco de Garnatxa que remonta
rio arriba hacia el mirador de Corvera D’Ebre: Como parte de una
historia pasada trágica, y la juventud de sus gentes con empeño por
reflejar un terruño donde son sus antepasados los que donaron el
testigo sin apenas mucho más.
Los
hermanos Ferrer: Joan y Francesc. Puede que sean de la nueva hornada
de bodegas emprendedoras, la que mejor y con más fuerza elaboran
vinos de identidad. Y que al igual que pasa con la música: Que no
solo interpreten géneros con instrumentos concretos, sino que lo
hagan con un lenguaje revelador sobre el origen y destino de sus
creaciones.
En
el fondo, a diferencia de la música, el vino tiene la ventaja de
contar con las viñas, la tierra y su climatología. Algo que en
buenas manos y con buenos intérpretes, habla por si sola y obliga a
que las cosas sucedan según el curso de la naturaleza: La verdadera
y única protagonista del asunto.
LA
FORADADA, es un vino especial y hasta cierto punto extremo, en
concepción. Un blanco de Garnatxa blanca 100%. Esa uva que debiera
ser (y es), la PrimaDonna de esta D.O que como la Conca de Barberá,
ha crecido a la sombra de los exitosos Priorat y Montsant.
De
echo, Terra Alta tiene esa suerte de privilegio, o mejor dicho: algo
que la hace distinta por situación y paisaje, y que ahora algunos
jóvenes viticultores comienzan a valorar verdaderamente como único
estandarte.
Este
blanco en consonancia con el resto de vinos que elabora esta joven
bodega, tiene como denominador común el carácter. Vinos que
intentan hablar de un tiempo e historia; como lo es su otro gran
tinto, SANG DE CORB, de larga crianza y elaborado con Garnatxa Negra,
Peluda 20% y Cariñena.
Sin
crianza y con una larga fermentación de un año en sus lías (mosto
y hollejos); o como aquí se denomina junto al de otras zonas del
país, un vino brisado. Una forma de vinificar propia de los tintos,
que aquí en Terra Alta, se viene haciendo desde siempre.
Si
bien BÀRBARA FORÉS abrió una ruta en su forma de acentuar blancos
(sobretodo), y tintos desde hace aproximadamente 25 años. CELLER
FRISACH es entre otras, parte de esas bodegas jóvenes dispuestas a
otorgar la importancia que se merece Terra Alta: Tierra perdida
ribereña del Ebro, de Templarios, Sangrientas Batallas y cicatrices
dignas de serigrafiar con sangre de tierra, con vino.
LA
FORADADA es la desnudez escuálida y nerviosa de la tierra, de su
vista en las alturas, y su paisaje en definitiva. Un vino blanco sin
un vestido que lo convierta en algo que no es. Dicen de ellos: vinos
difíciles, que no son para todos los públicos; pero se equivocan.
Son vinos para valientes que quieren ver sin filtros la verdad con su
terror y su hermosura.
Ese
filtro de oro viejo como si abriéramos el corazón de un albaricoque
maduro. La lágrima densa que escurre filo abajo por las curvas
sensuales de la copa: esa concentración de azúcar licoroso y su
profundidad. De un perfume complejo e imaginativo, vislumbra su
condición de vino brisado, con esa personalidad inherente y
necesaria que le han dado sus pieles sin tener porqué pasar por una
crianza en barrica para domarlo; y al igual arrebatarle parte de ese
encanto desbocado, sincero y revelador para intentar entender esta
zona alta.
Con
cierta mineralidad de piedra blanca entre lo salino y un recuerdo a
la albariza de Jerez. El envolvente es de azúcar tostado y cereal
recién cosechado, de melocotón de agua, mandarina con un toque de
hiervas (romero,tomillo, manzanilla) en miel o infusionadas. Su boca
mucho más directa y vertical hacia el final produciendo ese salibeo
de la acidez y su ataque.
Es
untuoso lo justo, sin pasarse y se agradece. Tiene un final largo y
ligeramente amargante muy sabroso y límpido. Un vino gastronómico
que invita a acompañar con comida por su ligera salinidad, cuerpo y
voluptuosidad, con toques oxidativos según el día. Pero
increíblemente versátil tratándose de un vino blanco con atributos
de tinto, que se podría manejar tanto con pescados, mariscos, quesos
o carnes blancas. Que está perfecto para consumir en estas dos
añadas 2015/16, y que promete una evolución en la botellas que bien
valdría guardar cuatro añitos y descubrir sus misterios. Se lo
merece, de verdad.
Me
calzo mis zapatillas, mis pantalones baratos y mi vieja camiseta
calada de la Escola de Basket de la Penya; que curiosamente, todavía
me viene. Entro decidido. Y al montarme en la bicicleta estática
del gimnasio
donde
solo los obsesos de la obesidad y mayores, hacen kilómetros non
stop.
Y
pese
a que tras la pared contigua, el chumba
chumba
del spinning se hace dueño del silencio. Mi desconexión total es
tal, que sin la necesidad de ningún auricular, la cadencia
de bonanza melódica
es
lo único que necesito
para marcar mi ritmo: más lento, rápido, o constante.
La
mayoría necesitan un estímulo vigoroso, y hasta me atrevería,
estresante. Para centrifugar la ansiedad diaria y convertirla en
músculos, biceps y calorías en combustión.
Pero
yo, sin embargo, soy capaz de blanquear la mente con mis pasados
recuerdos ciclistas de hace treinta años. E imaginar que transito
entre las retorcidas curvas de La Conrería, subiendo los repechos de
Sant Feliu de Codina en El Cim de las Aligas, o bajando cuesta abajo
hasta donde me estimbé con la roca de Sant Romà.
Pedaleos
circulares de altos desarrollos que sin quererlo hacen de mi
ejercicio, una especie de paseo. Del que mis tres años de
entrenamiento, no solo hacen olvidarme de mis dolencias congénitas
de rodillas atrofiadas, sino que me convierten en un observador
anónimo de la fauna de gimnasios. Suena la música… como un
tintineo del trineo de ese tío de la barba blanca, o mejor: El
excitante sonido de los engranajes de las coronas en contacto con la
cadena en precisión japonesa.
Las
canciones nuevas de la banda de Manchester no lo son tanto. No son
nuevas o sí, pero mantienen esa misma idiosincrasia de pantalón de
franela picante y lana, que te atraviesa el pecho como una urticaria
deliciosa y juguetona.
Son
y debieran ser por siempre, la manera de tejer el Pop militante como
una niñería que a sabiendas de que no debieras. Tú te sigues
comiendo las uñas, te muerdes esa piel reseca del labio y sigues,
abusando de las golosinas prohibidas por la simple adicción del
azúcar ácido. Una manera más de seguir sintiéndote adolescente
por un momento más o menos controlado, pero contínuo por antojo. ¿a
caso no hay en la vida algo más excitante que hacer lo que te
reclama el corazón? Seguramente por eso, es por lo que con EMPTY
WORDS entre mi pecho, mi condición popera se reafirma.
***************
Un
disco que sin apenas variar el discurso más que obvio, premeditado y
totalmente consciente de aquel capricho de Dom Thomas (Finders
Keepers, B Music).
Que
continúe dos años más tarde insistiendo en hacer que el Pop de los
60 suene con entidad en la más absoluta independencia. Tan solo
puede ser por puro altruismo, divertimento o mero empeño en dejar
constancia de...: Eso de que para que las cosas sean creíbles no
vale con el antojo, sino que hay que hacerlas a todo color, con una
buena encuadernación y a ser posible sentarse a explicarlas.
El
nuevo disco de la bulliciosa banda de Dom y Julie Margat tiene todo
eso, e incluso tiene lo más importante: Dieciséis canciones capaces
de soportar el peso de un sonido casi de “culto” (o que no
pretende cambiar), hacer canciones de pop de 4 y 5 minutos sin
resentirse, y ser un disco tan digerible como una ensalada fresca
recién cosechada.
Si
pensaste quizás como yo por un instante, que su debut pudiese pecar
de los atributos de una franquicia musical de teatro revival
navideño; nada más lejos. Con este segundo trabajo del que a
primera vista solo se puede extraer una conclusión como: ¿eran
necesarias tantas canciones? El… ¿no suena igual que el anterior?
Todas
justificadas supongo.
Igual
deberías dejar el ritmo del pelotón y descolgarte al rebufo como
Marino Lejarreta, y comprobar que dentro de ese rodar de Pop
adolescente, hay un sentido amplio, paisajístico y cuidado, de una
intención más o menos clara. La de empeñarse como Iam Button en
Papernut Cambridge en recuperar un sonido y una época, por encima
del concepto idealista de una banda de condicionantes atributos. Y
hacerlo para más inri con una concepción pop de cortes rectos y
entallados sin trampa ni cartón
“Counting
Down the Years” prosigue prácticamente el hilo de su
anterior primer gran temazo en aquel Pop or Not del 2016:
“Snowfalls”. Es esa misma inocencia heredada del sello Le
Grand Magistery y sus acólitos, y de esos primeros discos de April
March con una manera de entender el Pop directamente conectado a los
60 sin disimular en absoluto su querencia por The Ronettes o
Shangri-las.
Solo
que en este nuevo trabajo la sección de cuerda reviste de terciopelo
el recibidor y planea por casi todo el álbum:
“Never
Took the Time” es mágica y dulce como aquellas canciones
de Brian Wilson que hacen que el amor brote como en un aspersor.
Otras que tiñen de western urbano aquí y allá haciendo de esta
colección, un paseo más ameno y disfrutable; más que nada porque
la autenticidad de su sonido solo echa mano de una fórmula muy
sencilla. Por eso “ Greatest Love in Town” y la
maravillosa “Fake Protest Song” (de nuevo con los
coros de St Bart), tienen hasta cierto punto un toque exótico que
nos puede recordar incluso a Vainica Doble.
Hay
preámbulos y separadores de colores en plástico, como los de los
carpesanos de tu cole. Que como capítulos, nos insuflan aire para
disfrutar a las mil maravillas de bocados como “Empty Words”:
Canciones de apenas dos minutos que hacen que este disco igual
que el anterior,
contenga esos reclamos que lo hacen irrepetible.
“Any
Day Now” junto a
“The Best of It”;
cantada por La Roux. Son dos pedazo de inSOULaciones que igual
conectan a George Harrison con Randy Newman, o a Gloria
Jones con Labi Siffre; desde
una perspectiva infinitamente Pop, ojo.
Pero
hay algo más que antes. Hay otra manera de estructurar el disco e ir
poco más allá del mero pop. Y desde luego, para creerse un poquito
más los discos o lo que nos intentan transmitir, es esencial que al
escucharlos tengan cierto sentido o estructura de historia, más allá
de canciones pegadizas, acertar con lo que busca el público (modas)
y por supuesto tener cierto éxito.
Imagino
que el echo de que con su primera grabación prescindieran
absolutamente de cualquier promoción, gira o difusión al uso.
Éste su segundo disco, es un poco creerse su posibilidades y
perfeccionar igual lo que se quedó la primera vez fuera por timidez.
Así que supongo,
se pueden observar como dos partes donde todo queda igual en los
siete primeros cortes: Un
disco pop más o menos al uso, igual incluso un poco discreto.
Y
no es hasta la estrafalaria “Watching
Tv”, cuando la
tortilla se gira e irrumpe el indiedance de fragor scalidélico; que
bien podría verse representado por el “Love
Up” de Paris
Angels. O un pasito
más adelante, con el adictivo “Snowplough”
de Saint Etienne:
Dos canciones y sobretodo esta última, que tienen en común esa
parte dance de lisérgia
etílica, que abordó el boom alternativo en el Reino Unido y que
aquí se acotó a la inexistencia, en
sectas muy reducidas.
La
parte final de Watching Tv tiene
esa parte de disco/psicodélica que en España apenas existió. Ese
loop tan Happy Mondays
que llevaron las sustancias,
a perder un poco de vista el espíritu indie nativo hacia otros
territorios. Pero que también forma parte de nuestra historia.
“Watching
Tv” como
lanzador en plena final olímpica de los 10.000,
y
“Ectasy Song”
como victorioso Zatopek.
Son dos temas que cambian el registro del disco. Con las
anteriormente citadas “The Best of It”, “Fake Prtest Song”,
“Dawn Don’t You
Cry” sería la
otra gran canción del disco que conecta con aquella época de
Lightneen Seeds, The Dylans, Happy Mondays o el
Up to Our Hips de los
Charlatans.
Y
que pone punto final con algunas de las joyas de este fondista disco:
“Ride Easy”,
“Nightmares
Aren’t Real” o
“Fear is a
Such...”:
Tres
canciones que guardan para el final, esa intención de escuchar un
disco largo de narices. Pero
tan digestivo
y deliciosamente intrascendente,
como ese chupetón a un Calippo de limón en pleno verano.
Una
disco para consumir como perfecta banda sonora en pos de la
contemplación, de la tonta agitación primaveral, del ritmo
hipnótico de la disgregación cerebral, y muy cerquita de la
felicidad. La mía por lo menos.
Para
que estos inviernos no sean tan inviernos, hacen falta canciones tan
candentes como las ascuas de la chimenea de la casa vieja de la
abuela. Que como miradas penetrantes, te hipnotizaban iluminando los
días grises y oscuros. Pelando castañas con las piernas ancladas a
una vieja mesa redonda cubierta de una recia tela, y un brasero
debajo que te coja bien los pies.
Pero
para el caso, me es suficiente con ese puñado de canciones del If
You're Feeling Sinister y el Tiger Milk; ambos
del 96.
Con
ellos viajo en coche cada cuatro días (y un Sábado) a casa de mi
madre para cuidarla cada noche y de rebote al pasado, pasando lista
de mis viejos discos. Un propósito que se me lanza encima desde
atrás, cada inicio de año:
Una
sensación liberadora de tener algún tipo de compromiso con el
recuerdo, el pasado, o el sentirse igual un año más viejo. Y tener
la obligación (o necesidad) de cumplirlo a toda costa.
Esta
vez he tenido un ataque de Pop mayúsculo. Más del que jamás
imaginara; teniendo en cuenta lo poco que echo mano de él
últimamente. Pero fue una noche de finales de verano. Un Septiembre
de 1997 acampados en la Plaça del Rei bajo la luna melosa del final
del verano; donde tan bien se acomodaban las pequeñas bandas
hiperdesconocidas para la gran masa que todavía se aferraba al
BritPop. Un sitio tan único, intimo y egoistamente hablando:
NUESTRO. Que jamás a vuelto a ser lo que fue en aquellos
dos/tres años (1996,97 y 98 a lo sumo). De echo, creo que todos
sabíamos por entonces que aquellas noches atentas de acústicas
perfectas y familiares, iban a ser fugaces inauditas y hasta
legendarias.
Le
hablas a cualquiera de una banda escocesa llamada BELLE &
SEBASTIAN que apenas si reunía a 100 personas el día que
tímidamente asaltaban territorios de imperios coloridos, pistas de
baile y dilemas entre guitarras o electrónica. Y a día de hoy
resultaría inverosímil imaginar la posibilidad de volverlas a ver
allí. Es más, ahora la casi desconocida Plaça del Rei ya dejó de
ser aquel reducto selecto y minoritario, a cambio de espacios amplios
y vacíos de caliu.
La
banda escocesa tomó otro camino, el lógico supongo. Que era hacer
que aquellas sonatas autobiográficas para quien los escuchaba.
Fueran ecuánimes y escaparan del reducto estrictamente popero, para
conquistar los grandes escenarios; coto del indie, del rock y de la
electrónica visual. Se publicó The Boy with the Arab Strab/1998, y
para cuando quisimos acordar... Belle & Sebastian actuaban en el
escenario principal del FIB, poniendo purpurina y baile a más o
menos esas primeras canciones de ralentí acústico. Aunque carentes
del intimismo y la pureza de esas primeras ejecuciones. Tanto, que
incluso el disco que los catapultó también ha sido un damnificado
para con el tiempo y la modernidad:
Hace
escasas semanas la afamada e influyente Pitchfork, corregía el 0’8
que le otorgaron, por un 8’5. Evidenciando el quid de la cuestión
de estos párrafos (sus dos primeros discos ni siquiera merecen una
nota): ¿es acaso el tiempo el verdadero juez de nuestros maleables
hábitos?
Hoy
la mañana ha amanecido gélida. Tanto que el reflejo de los árboles
se ha cuarteado en el charco junto a mi portal. Y ya no solo patinan
mis neuronas y la pareja campeona de Pyeongchang. También lo hacen
la abuelas madrugadoras sobre los pasos de cebra, los niños cuesta
abajo, y hasta las urracas sobre las tejas del vecino. Y es aquí
donde vuelve a entrar como por un mecanismo aquel disco. En la
sinfonola que tenemos por cabeza, los que medimos e ilustramos el
tiempo en forma de canciones.
Hablar
justo ahora de If You're Feeling Sinister, cuando su último
disco ha borrado todo rastro de aquel día; incluso de si mismos. No
es revancha sino al contrario.
Es
alabanza para aquellas tantas bandas que a fuerza de torcer su
trayectoria, la sentencia es tan firme, que se empeña en dilapidar
de un plumazo su existencia y hasta su importancia vital en un
momento dado; el mío más íntimo.
La
medida del tiempo es fulminante. Y aunque la dictatorial hegemonía
de la actualidad y la novedad no deje más escapatoria que la de un
“clear cmos” espiritual; para mirar atrás y así intentar
entender el presente. Al final, la retórica de la música son
aquellos discos que se convierten por mérito propio en unidad de
medida de un tiempo, o de tu misma vida.
Por
eso, no es ensalzar por pasión, devoción o trascendencia un puñado
de canciones. Sino relatar el significado de las mismas, igual que un
negativo tu recuerdo, aun especulando con la distorsión de tu
melancolía.
The
Stars of Track & Field:
Comienza
a girar como un susurro. La apariencia quebradiza y casi
desvitaminizada de Stuart Murdoch con su camisa blanca y pantalones
de estudiante de privada. Y sin embargo son sus crescendos que nunca
acaban de explotar, los que dotaron de una marca a este combo
numeroso con apariencia de tímidos insufribles.
Esa
idea de banda pop atípica que parece por primera vez, mostrar con
orgullo el origen musical de los institutos, las corales y la idea de
una banda como algo más colectivo y verdaderamente grupal. Y que en
Seeling
Other People
Otorga
el protagonismo a un piano, el de Chris Geddes. En una canción que
empieza a no disimular su adoración a Love, y esa especie de
northernsoul que se arrima más al folk de cámara que al pop
estrictamente. Esa concordia en la que cada instrumento suma y no se
inmiscuye, de manera totalmente intencionada. Y que rige
prácticamente solo a este disco; por lo menos de la manera y la
naturalidad con el que lo consiguieron.
Me
and the Major fue el single por antonomasia y unanimidad.
Sin embargo no sería esa canción que te pondrían en plena noche,
en el local más popular de la ciudad para llenar la pista.
El
indie, el grunge y el triunfal britpop de masas ya, hacían de Oasis
y Blur, dos objetos mediáticos al nivel de Nirvana y Rage Against
the Machine.
Radiohead
estaban cocinando su disco más universal y el que los convertiría
en intocables. Dos facetas: la tumultuosa, y la más introspectiva y
espiritual. Y Belle and Sebastian tan solo era esa banda pop que
hacía gala justo de lo opuesto. Igual que les pasara a Housemartins,
de la que se alimenta sin disimulo esta canción y a los que todos
consideraban divertidos y simpáticos, pero jamás tomados en serio
por el ingenio de su innata “sencillez”.
Una
canción que además de tremenda. Tiene esos finales de armónica que
van tomando el timón del canal. Sobresaliendo del plano natural del
conjunto a ritmo de chucuchú de Barrio Sésasmo. Y haciendo que sean
pocas en el contexto del Pop hiperbtitish, las que brillen de esa
desenfadada forma.
Like
Dylan in The Movies parece esa tontería de canción, una
más de tantas. Ellos no eran esa banda que viniera a dotar de
solemnidad y protagonismo el Pop. De echo, si por algo brilla con tal
diferencia el Pop, es por la sencillez.
Pero
la sensibilidad amigos… La manera de hacer sonar a ocho músicos
como una orquesta de plena discreción, como una caricia que conjunta
todo y de la que puedes diferenciar cada instrumento, cada detalle,
los crujidos de las cuerdas, y el susurro? En serio, solo este disco;
absolutamente.
Pocos
Lp’s tan disfrutables de principio a fin, sin estridencias.
Homenajes perfectos a los guisos y platos cocinados con calma y
eternidad. Con canciones de práctico casi acapella como la mullida
Fox in The Snow
de la que hay mucho tirón del brazo por la que hallar una excusa y
hablar no ya de Belle and Sebastian, sino de un disco que resume un
momento de la vida que se crisalizó. Y del que basta con darle al
Play, para que se reproduzca fotograma a fotograma ese momento
exacto, milimétrico e instantáneo.
Ataques
de pop veinteañero con los que cambiar un pasodoble de fiesta de
pueblo, por los de un agarrado con Get
Me Away from Here, I’m Dying sonando. Esa especie de
Blues colegial, la omnipresencia de Isobell Campbell y Sarah Martin,
ambas celestiales e imprescindibles para conseguir en el silencio
sepulcral, que aquel disco sonara tal y como se desliza por tus
pabellones auditivos hasta tu ánima vibráfono: Delicado, detallado,
endeble pero tremendamente sensual, y sensorial.
El
acaparador murmullo de la calle a caballo de la guitarra, que alza el
telón titulando If You’re
Feeling Sinister:
Casi
puedes revivir tu infancia de nocilla de cola cao con aceite. El vive
calle y come tierra con pedradas. El salvajismo innato de tu barrio
de periferia y descampados. La fauna terrorífica del trauma
sibilino, deslizante y cotidiano de tu futura fortaleza. Y el
despegue aereotransportado de tu imaginación tal y como suenan los
teclados finales de Mayfly.
Esas
pocas y aisladas veces por las que la música habla de ti con tu
misma convicción. Y que aunque se crea que es algo generalizado, uno
sabe que no siempre. Que solo son las que te acurrucan cada noche a
oscuras y abrazado a la almohada, sintiendo que The
Boy Done Wrong Again se concibió exactamente para ese
fin.
Sinceramente
creo que pasados esos largos veintidós años, que bien podrían ser
otra juventud nueva. Y que el fondo son ya tu madurez adulta de
padre, hijo miseriAcorde y reflexivo oteador. Solo puede acudir a ese
tipo de discos, con las distancias y la prudencia de quien vuelve a
visitar ese lugar que provocó ese antes y después letal.
No
fue un día de revelación o de experiencia inolvidable, no. Fue tan
solo una definición un tanto etérea y prácticamente inaudible. Que
hace que pasados los años, sepas que sucedió así seguramente
porque la arbitrariedad tiene eso: Que se mezclan, cruzan y coinciden
reacciones más propias de las lunas, que de cualquier explicación
teórica o química; benditas anomalías. Y si fue Judy
and the Dream of Horses la última que sonó, seguramente
no fue porque iba a ser esa la elegida; el amor de tu días. Tan solo
porque los recuerdos casi siempre tienen una instantánea, que
difícilmente pueda ser igualada a la hora de describir una noche con
sus sonidos, conversaciones, miradas y olores con la misma exactitud,
lujo de detalles… Y con muchas menos palabras.
Con
tan solo diez canciones y cuarenta y pocos minutos. Que resumen una
noche de final de verano en la que Belle and Sebastian sonaron como
jamás lo volverían a hacer.