04: ALAN BRAUFMAN_INFINITE LOVE INFINTE TEARS Vs. LE FLEQ!! 2023 Tinto o Blanco (Pinot Noir o Palomino Fino) Vinos de la Tierra de Cádiz by Flequi Berruti
La semana pasa.
A veces me atropella y me despide mes abajo a
tropezones con los días, los desaires y el niño ese que estudia inglés en la
academia del entresuelo y que no saluda en el umbral del portal; claro, está
aprendiendo, inglés digo, y alguna cosa más, deduzco.
No importa.
Me he acostumbrado a saludar y que no me contesten. Me
miren como si les acabara de recitar un verso Tristan Corbière, o me musiten como quien lanza un mal de ojo.
Pero yo erre que erre. Saludo para joder. Bien
fuerte, mirándoles a la cara y con alegría.
Otras me pasan de largo y ni me entero; sin tiempo
siquiera a ponerles la trabanqueta o
espetarles un: - Espera, que voy.
Y puede que haya caído en la cuenta que la gente, o
va muy deprisa, o muy despacio. No hay término medio.
Se ha perdido el dinamismo. y entre tanta
especulación, la inercia se ha apoderado de la facultad de la improvisación
como si nos la hubieran secuestrado por ser un súper poder.
Confieso eso sí, que en no pocas ocasiones he
entrado en pánico.
He sentido como si me extrajeran el aire del cuerpo,
sin suspiro hondo con el que aliviarme. Y he corrido a encerrarme en la cocina.
En ese escaso metro y medio cuadrado con sus dos
palmos de lavadero, abierto de par en par al patio de luces. Y el murmullo del
vecindario; 5 vecinos. El ronroneo de extractores, lavadoras, y los efluvios de
las cocinas.
Mis hilos musicales de zurcir magulladuras de esas
que no se ven, son como si Francesco
Morosini le hubiera parado los pies al Gran
Visir Köprülü.
Nada de aceite hirviendo, rocas, melaza fundente,
estiércol o animales muertos, que no.
Los asedios se contrarrestan con sofritos de cebolla
y jazz; a ser posible del que no tiene partitura, solo ritmo y notas de
canturreos.
O por lo menos eso dicen de este saxofonista
neoyorkino nacido hace 73 años: Alan
Michael Brauffman.
Que me explican que no escribe música ni compone. Sino
que anota todas aquellas melodías que le van viniendo a la cabeza mientras hace
su día a día de lo más mundano, y las va anotando en un cuaderno de notas de
composición cuando vuelve a casa.
Y en eso que un buen día, se decide a grabar; de
esto, han pasado la friolera de 12 años entre disco y disco.
O 24 desde que en 2019 se decidiera a registrar esas
notas, y publicar tras un concierto con su amigo pianista Cooper-Moore, con una
asiduidad más o menos razonable.
Hasta el presente año, donde nos ha sorprendido con
un camaleónico y poliédrico álbum de tintes psicodélicos INFINITE LOVE, INFINITE TEARS.
Ole!!
Y es aquí donde entra en escena la cosa del ritmo,
la agilidad y el instinto a la hora de improvisar en la cocina, igual que Alan
lo hace con su saxofón y la maravillosa banda con la que se hecho acompañar.
Algo, que, dicho sea de paso. Es imprescindible para
que cualquier elaboración no solo esté rica, sino que vibre mientras la cocinas
para después compartirla con la familia. Luego claro, viene ese secretillo que
no se explica en los libros de recetas ni en los cursos de cocina igual que
tampoco se hace con el enigma del FREE JAZZ.
Una disciplina, en la que no cabe ni el estudio, ni
la ficha de elaboración donde: Si te saltas un paso… ¡Zas!, la has cagado y
todo se va al garete.
Porque amigos, el ritmo o el sentido del mismo. A lo primero, hay que sentirlo. Ponerse la palma de la mano sobre el ombligo. Coger aire hasta que te rebose por las orejas.
Y soltarlo lentamente, hasta notar que ese zarandeo instintivo
de brazos, piernas y tronco, pronto se conviertan en una especie de danza
tribal donde el cuerpo solo es un músculo que se mueve, baila e interpreta las
melodías igual que una sábana tendida, a los caprichos del viento.
Pones a calentar el aceite, suena esa anunciación
verbenera con forma de “Chasing a Melody” que a mí tanto me
recuerda a la LIBERATION MUSIC ORCHESTRA de Charlie Haden. Y Patricia Brennan
al vibráfono, James Brandon Lewis al tenor, Ken Filiano al bajo, Chad Taylor a
la batería, y Michael Wimberly a la percusión junto al maestro Braufman. Nos
llevan de viaje por una infecciosa sinfonía de sonidos de aproximación muy
mucho, al jolgorio de plazas, mercados, callejuelas y saraos de barrio. Por
ejemplo.
Infinite Love
Infinite Tears
es uno de esos discos que emanan a borbotones, cotidianidad. Mezcla de cultura
primaria, folklore y mestizaje. Olores que recuerdan a casa, a madres y
abuelas, incluso a las historias que nos contaban ciertas o ficticias, teñidas
de una elegancia nada sofisticada pero enormemente estilizada.
Por momentos se invoca a Mulat Astatke, y el
vibráfono se desliza sinuoso ligando la salsa con los líquidos de la cocción.
Otras, los metales entran afilados y cortantes desbaratando la armonía del
vibráfono, para que no te acomodes con los patrones y el encorsetado de lo
convencional. Y que Fred Astaire y Gene Kelly salgan a agitar sus pies con el
título homónimo de esta joya “Infinite Love Infite Tears”. O “Spirits”
nos vuelva a imprimir swim y vitamina con la que no detenerse ni un clic en
pensar o calibrar, toda la inercia.
Hasta que aparece “Edge of Time”. Una joya
de dimensiones cósmicas, que me agarró por las partes tiernas, hasta hacer
harapos mi sentido de la compostura.
“Brooklyn” despliega la calidez de cafeteros,
caipiriñas, mojitos y micheladas para paliar la resaca y el éxtasis.
Y no es por casualidad que “Liberation” cierre el
disco, para conmemorar la década de la pérdida de Charlie Haden con 76 años de
edad.
Y es entonces cuando pienso en un líquido para
acompañar este magnífico ejercicio de cotidianidad. Y me viene a la cabeza Flequi Berruti.
Un gaditano madrileño de adopción que, tras estar
andorreando en un sinfín de proyectos vinícolas con compadres de la talla de
Raúl Pérez, César Ruiz, Telmo Rodríguez, o Nacho Jiménez. Lleva cinco años tras
el proyecto propio Le Fleq en su natal Jerez elaborando un blanco de Palomino
con 10 meses en velo flor que quita el sentío,
y una Pinot Noir en el Pago del Carrascal que volaría la cabeza a cualquier borgoñés.
Ahora bien, entrando en materia del gustirrinín
proporcionado por sendos líquidos elementos. La verdadera magia de estos dos
vinos de 18 euretes, es la sencillez de su elaboración y la inverosímil
personalidad de ambos.
La Palomino por su sapidez y volumen sin abusar
apenas de la madera, y como conecta de manera mágica con algunos de los blancos
más icónicos de Francia simplemente con la composición de sus suelos; teniendo
en cuenta que es una zona mucho más cálida que de sus cuñados franceses.
Lo de una Pinot Noir famosa por ser una uva fría que
se da muy malamente cuando se intenta implantar en zonas cálidas, y lo que ha
hecho este caballero. No tiene apelativo, discusión que valga, o apuesta a los
dados con cualquier fanático de los Pinots de la Borgoña; pierde a ciegas fijo
(el franchute).
Fresco, fragante, eléctrico, de frutillos rojos y
negros crocantes pero bien complejo en general. De vendimia temprana en Julio y
con una crianza en barricas usadas de roble francés con parte de raspón y leve extracción.
Da tanto gusto que parece mentira que nazca de una
finca, la de Almocabén, cerca de Jerez; por lo fresco y elegante. Sin aristas,
sin verdeos, ni peso que valga. Y con esa mosca detrás de la oreja, de si es el
alto contenido de carbonato cálcico de sus suelos de Barajuela y Tosca media,
los que le dan esa frescura bien apuntalada por su parte mineral y salina, que
tan bien va con comidas grasas o guisos de la mama.
Vinos y disco son a una, la medianía que equilibra
lo exquisito y exclusivo con la equidad del placer:
Esa cosa prohibida que como decía Machado, muchos
confunden lo del valor con el precio, y que últimamente parece habernos
descarrilado hacia la mezquindad.
Pero no os desaniméis. Hacen mucho ruido, pero no
por mayoría sino por bravuconería.
Salud, música y manduca.