El mes
pasado volvieron a salir de sus moradas los angelitos negros. No los
del glorioso Machín, sino los irreductibles y fieles seguidores de
la banda de Bradford: NEW MODEL ARMY.
Para
certificar la existencia del otro frente desintoxicado de pasarelas
de chorreras, crepados y maquillaje. Hay que exhumar de tarde en
tanto -casi como los viajes del cometa halley- ese frente combativo
que diluía esa efímera frontera entre el Punk, lo oscuro y el gusto
por aquellas bandas militantes de los 80.
Pasados los
años, cuando poco queda ya de aquella escena olvidada y desligada de
todo secularismo. Cuando los años te hacen dudar de si había en
realidad un frente común gótico, o era el simple amor por aquellos
sonidos apartados de la modé. Los que unían a distintas razas
alrededor de la fogata en pos de lo atípico: The Chameleons, The
Cult, los mismísimos New Model Army, o un montón de bandas más que
se la traía bastante floja las sectas, los bandos o agrupaciones
generacionales.
Está claro
que los New Model Army han sobrevivido a todo eso. Y quizás sea esa
la razón por la cual, cada vez que se pegan una gira infernal por
toda europa. Hay unos cientos de incondicionales; empezando por los
Followers, y acabando por ese desarraigado seguidor entre lo
siniestro, lo rockero, y lo indeterminado. Que se acaban reuniendo
como una gran familia bien unida, amante de los románticos mensajes
de Justin Sullivan. Esas cosas de las que ya no está de moda hablar
en una sociedad materialista y terrenal. Pero que unos tantos no
siguen erizando el bello a grito pelado y brazos alzados.
Este tenaz
veterano de 60 años ya, sigue como tal cosa sobre el escenario. No
solo son creíbles sus mensajes, sino que las canciones recobran una
extraña vida tan brutal e incendiaria sobre un escenario, que solo
queda la reverencia final.
Los hay que
dicen que se repiten. Que quieren encontrar a un mesías nuevo que
les devuelva la juventud. O que esperan que el himno sea el que los
teletransporte a su revolucionaria adolescencia. Pero hay algo más
importante que todo eso. Y es que cuando los clásicos se solapan con
sus nuevas composiciones y no baja ni un ápice la intensidad. Tan
solo, creo yo en mi más sincera ignorancia, que hay que mirar
siempre hacia adelante y avanzar.
Los he visto
ya con esta cinco veces, y siempre me han dado razones de peso para
creer en sus nuevas canciones. Por mucho que las antiguas vayan de la
mano de alguno de mis más emotivos recuerdos de juventud; que ya son
26 años joder.
El del
pasado mes de Octubre en la inóspita periferia de Hospitalet me
pareció arriesgado y valiente. Teniendo en cuenta las carencias de
la sala, creo que fue el más bestia desde la gira del 93.
Han pasado
23 años y se dice rápido. Si en aquellos años éramos cuatro gatos
los que los seguíamos; tan pocos como para llenar la sala 2 de
Zeleste. Ahora, cada salida a la palestra con un nuevo puñado de
composiciones me parece hasta heróico. Seguramente sea la única
banda que persevera en ideario, y correspondidos plenamente por sus
seguidores en una militancia inquebrantable.
Vienen de
toda europa, del este y del oeste, de fuera y de dentro. Las grietas
que surcan sus caras y los torsos desnudos que se sacuden en
diabólicos pogos como las vibrantes colmenas, no pierden la
intensidad con los años. Han conseguido algo realmente difícil:
hacer que lo nuevo y lo viejo se haga todo en uno. Sin dudar ni un
instante en despegar con “Burn the Castle”, el tema
que dispara directo a la cabeza tras la apertura de “Beginning”,
mucho más épica y que no sonó; yendo directos al grano.
Su nuevo
trabajo WINTER, tiene un buen puñado de razones para reivindicarlo
como uno de sus discos más arriesgados en bastantes años. No es ese
típico disco que tira de piedra y roca, o de esas percusiones que
ahogaron la intensidad de antaño. En cambio, son los pequeños
detalles el que lo hacen grande en cada escucha sin abusar de ningún
tema insignia, salvo el que le da nombre. Diría que en estructura e
idea me recuerda al Thunder and Consolation o el The Love of Hopeless
Causes; que ya es mucho decir y alguno me quemará en la hoguera,
cierto!!.
De ahí que
sonara prácticamente en su integridad, sobretodo la de su primera
parte que es la más intensa de largo: “Part the Waters”,
“Eyes get used to the Darkness”, “Devil”,
“Winter”, “Born Feral”... y así
hasta 8 de sus 13. Esta última tremenda y a la altura de alguno de
sus clásicos, se ensartó con una versión sosegada de “Purity”
que la hace más eterna si cabe que su otrora machacada Vagabons. Una
de mis preferidas “Fate”, que junto a “White
Light” dirigieron el repertorio hacia canciones más
melódicas.
Hubo como es
habitual algunos sectores que se quejaron de la falta de algunos
clásicos simbólicos, que por tener tienen muchos. Basta con repasar
la quincena de discos que tiene entre oficiales y caras B.
Yo nunca he
esperado y ahora menos, que cualquier banda me toque aquello que
quiero oír. Y prefiero que me sorprendan con una idea global de
aquellas que te hacen amar canciones que ni te esperabas. Que
convierten en grande la interpretación absoluta del instante
defendiendo lo imposible. Y que en definitiva arriesgan con una
propuesta que recorre un aspecto concreto de su discografía; en este
caso no fue la más fácil.
Sonaron en
un impresionante acústico “White Coats”; una de
las para mi, mejores canciones de su extensa carrera. “Poison
Street” arreció meteórica: aquella primera canción de
ellos que escuché en una cinta perdida de Chocolate. “51
State” cumplió con un solitario y mítico tema; que
podrían haber sido otros: Un Get me Out, Family, Young Gifted and
Skint, un Prison... o que se yo.
Escogieron
una línea más lógica por como suena su último trabajo, y menos
visceral. Cómoda si se quiere, pero intensa porque es al final el
público, el que la convierte en inolvidable sea cual sea el
repertorio. Es así, los sets en directo de la banda de Bradford que
ahora parece tener una alineación fija desde hace cinco años, no
nos hace añorar la más Punk de principio de los 80. Ni tampoco su
discreta reconversión hacia sonoridades de épica excelsa, cuando
alcanzaron el status de banda futurible con IMPURITY.
Tenemos a
unos New Model Army en ruta, han parido un disco ambicioso y que
rompe con ciertas ataduras, y que nos sigue arrastrando al mismísimo
infierno. Dudaba del lleno en Hospitalet fíjate. Pero esta claro que
la hermandad de los eslabones perdidos, todavía sigue testimoniando
esa imprecisión a la hora de separar churras de merinas.
Al fin y al
cabo la mayoría ya somos cabrones que peinan canas como escarpias.
Cuando la
lluvia arrecia y son los pleamares los que dejan a su paso -todavía-
del rastro de lo que quedó atrás. Tardes, que ya son noches de
lluvia. Son las que empujan como el oleaje, la constancia de escribir
lo que no queremos olvidar.
Debe ser que
el paso inminente del otoño, el racionamiento del sol y las horas de
luz, hacen que uno se deje el cuscurro de pan para entre horas. Y sea
ahora, cuando todavía resuenan los ecos de Alaska con sus difuntos
Pegamoides/Dinarama y demás; que uno amortizó en las fiestas
patronales. Momento idóneo para hablar -por fin- de vino, en estos
lares que tan al abandono se dan.
Mis últimas
vacaciones ya casi suspendidas de la añoranza, han sido por fuerza
provechosas: Nos hemos traído en la saca del 2016 un buen puñado de
testimonios de la esencia salvaje de Cádiz.
No solo ese
espíritu de supervivencia a la inventiva, que se dan en cada esquina
de sus poblados. Que en definitiva, es la clave para que una tierra
como la Gaditana, perdida de la mano de dios, mantenga intacto y casi
primitivo su carácter primordial. Sino lo que la diferencia
prácticamente de cualquier parte de Andalucía: La ingente variedad
de materias primeras que dan de comer y beber a propios y extraños.
El botín en
líquido elemento a sido extenso como nunca llegara a imaginar. Pues
cuando uno está allí. Lo primero que descubre, es que como casi
siempre, la belleza y los tesoros no están en la superficie. Sino en
esas callejuelas escondidas del gentío y el retumbe, donde ni
siquiera los propios nativos son suficientemente conscientes. Es la
grandeza -con un poco de pena- de percibir más de lo que uno
deseara, la escasa conciencia que tenemos en nuestro país del
verdadero valor las cosas.
No siempre,
pero la mayoría de las veces, nos quedamos con lo superficial,
inmediato y saciante. Y nos olvidamos de la excepcionalidad de las
cosas, de los matices, e incluso de la maravillosa tentación de
esculpirnos desde dentro a golpe de escoplo. Que uno/a jamás se
quede en la comodidad de la simpleza, atracado de por vida en los
tres metros cuadrados del conformismo.
Para esos
otros que nos gusta -que disfrutamos, excitamos y hasta eyaculamos
por sorpresa- Están las fisuras por las que adentrarse con emoción
para descubrir estupefactos cuan cambiantes, permeables e indefinidos
que somos hasta el día de nuestra muerte. Vivos; como digo yo.
El curso ya
empezado. Se huelen los lapiceros, las batas almidonadas y hasta las
partículas de tiza suspendidas en el sol menguante de la mañana. Se
hacen esos nudos en el estómago que a uno le suben hasta la
garganta, creándole ese mismo efecto placentero del amor impúber. Y
es cierto!! Somos como niños curiosos que se descuelgan cuerda abajo
hasta las profundidades.
Las Catas a
las que sometemos nuestra pericia sensorial, son como minúsculos
sortilegios en clave por las que descifrarnos. A veces nos vienen
recuerdos de infancia, inclasificables por estar sujetas a la parte
trasera de nuestra memoria. Otras son emanaciones que como las
feromonas, nos excitan sin más.
Arrancar de
pleno: trabajo y catas al unísono. La mejor fórmula para lamerse
las heridas del mecanismo oxidado; después de los cuatro primeros
días de trabajo.
Una primera
cata con la que íbamos a adentrarnos en los VINOS DE LA TIERRA DE
CÁDIZ. Esa D.O todavía por descubrir a la sombra del triángulo
mágico de Jerez: Sanlucar, Puerto Santa María, Jerez. Y que en
estos últimos años esta reinventando la Tintilla de Rota, como
aquel mosto olvidado que se utilizaba para hacer vinos dulces. Junto
a variedades tan curiosas como el Petit Verdot, Syrah, Tempranillo, y
Cabernet Sauvignon. E incluso proyectos incapaces de ubicarse en
ningún consejo, como el de la joven Bodega Forlong; e incluso el
ilusionante de Sancha Pérez.
Pero por
aquello de que principalmente, nos lanzamos a catar, a buscar
rarezas, a descubrirnos, y... sobretodo, a DISFRUTAR.
La razón
principal de nuestro viaje, que no era otra que los vinos del marco
de Jerez. Y todo sea dicho, nos/me tienen loco por su desconcertante
idiosincrasia casi casi ancestral y espiritual. Al final, por
imposición tentadora y de disfrute al reencontrarnos después de
largos meses. Era la que tocaba sí, o sí.
Fueron
cuatro vinos en esta ocasión, de entre una cuarentena de botellas
que han viajado en el maletero de mi coche. Y en la que había que
darle el obligado protagonismo a un blanco de la bodega Forlong. Un
blanco de Palomino (la uva que se utiliza para finos, manzanillas,
amontillados, olorosos y palos cortado). Pero que esa joven pareja
vinifica desde hace unos años junto a una parte de Pedro Ximenez, de
manera ecológica. Creando un vino blanco increíblemente curioso,
que rompe de pleno con los vinos del marco de Jerez e incluso con los
de la tierra de Cádiz. Y que emergió sorprendente junto a un Fino
en rama de Cruz Vieja de 5 a 7 años, un Amontillado del padre de
Armando Guerra sin embotellar, y el elegante Amontillado Antique
Fernando de Castilla de soleras viejas y excepcionales.
FORLONG
BLANCO 80/20 2014
Blanco de
aspecto ligeramente turbio por naturalidad que es tratado. Compuesto
por un 20 de Pedro Ximenez y el resto de Palomino de vendimia
tempranera, fermentado en ánforas de barro sin tratar y por
separado.
Por su
situación entre Puerto San Fernando y Sanlucar, y su cercanía a ese
paisaje infinito como es el del Atlántico, tiene un alto contenido
en sal; la que impregnan las partículas que arrastra el poniente.
Esa salinidad marina y mineral está impresa como es lógico de
fondo, en su entrada en boca.
La primera
impresión olfativa es muy curiosa, con reminiscencias achampanadas
de bollería y manzanas. De lejos los cítricos a raspadura de limón,
la ligereza del azahar matinal que te sitúa en su lugar de
nacimiento; junto al mar. Es de esos vinos que hablan por si solos de
la zona que los parió y amantó, y que además es efervescente en
arrogancia, frescura y jovialidad. Tiene sin embargo un ataque en
boca glicérico y ligeramente balsámico, rompiendo al final como las
rocas en el rompeolas, con la playa, y el mar. Turbador como las
ventiscas que enfrentan Levante y Poniente en la costa gaditana. Un
postgusto final largo ligeramente amargante y cítrico, que embelesa
y se funde con toques florales, a peras, y a mineral tizoso.
Este vino
que elaboran Rocío Áspera y Alejandro Narváez, siendo como es de
sus últimas elaboraciones; junto a los Petits Forlong, y el tinto
de Tintilla. Es sobretodo honesto, de esos pocos que se desmarcan no
solo por su calidad y personalidad, sino porque saben hablar de su
tierra vía sensorial. Podrías cerrar los ojos, y verte bajo un
Ficus gigante admirando el perfil lineal del horizonte Atlántico. O
plegándote al capricho del aire cual palmera bailarina.
Crea
sobretodo otro ámbito con el que descubrir otra forma distinta de
hacer vinos en zonas cálidas. El desarrollo de uvas diseñadas para
otros asuntos, abriendo caminos nuevos; aventuras.
Ese primer
tentempié puso sobre la mesa una Mojama Barbateña de Gadira, y un
queso curado Andazul de Cabra Payoya de San José del Valle.
Dos pequeños
portables de entre la infinidad de productos que sólo allí se
pueden degustar en condiciones. Pero que bien iban a hacer en
acompañar al cortante fino viejo de Cruz Vieja, que es donde mejor
se desenvuelve y aprecian: comiendo.
FINO
EN RAMA CRUZ VIEJA
Este Fino
Jerezano, sin olvidar la diferencia con la Manzanilla de Sanlucar y
sus controvertidas; diferencias? De la bodega de Faustino González y
el pago de Montealegre. Con una vejez superior de 5 a 7 años, cuando
el mínimo exigido para ser fino o Manzanilla son de 3 a 5.
De nariz
exuberante, este fino en rama directo de bota y sin clarificaciones
ni estabilizaciones. Un fino directo, fresco y transparente en cuanto
a su generosidad salvaje; para mi los mejores a la hora de mostrar
sus virtudes. Es al fin y al cabo, la esencia de todo el repertorio
posterior de vinificaciones en el marco de Jerez.
Éste, es un
fino rotundo que por evocaciones y perfumes dulces de maderas y
procesos antiguos. Tiene ese concentrado de barnices, estancia
antigua, de sal cristalizada que se mezcla con el caramelo, de frutos
secos (avellana, nuez) tan característica en su camino hacia el
Amontillado, y que lo hace transmisor e idóneo a la hora de entender
el proceso de envejecimiento de los vinos de Jerez.
En boca sin
embargo, desconcierta algo al tener un ataque directo y duro, muy
mineral y seco. Es una bestia parda que nos da una visión menos
amable de los finos y en consonancia con las mismas sensaciones al
probar La Guita. Un vino que a mi personalmente me gustó por el
contraste, y porque entiendo que en la labor de intentar descifrar
estos vinos tan únicos, hay que estar a las duras y las maduras. Hay
que enfrentarse a la pureza de un fino y una Manzanilla, si se quiere
entender un Palo Cortado. De que manera se pulen, se transforman y
mutan hacia aromas y acidezas salivantes según se trabajan.
Su 15% de
graduación asoma con fiereza los cítricos de las raspaduras, que se
amalgaman con un paso ligeramente glicérico que estalla en el
retrogusto. Quizás se le echa en falta el equilibrio y una acidez
más golosa por su precio de 23 euros si se compara con el Solear de
la saca del 2016; mucho más estructurado. Pero el dilema de qué
vinos llevar a la cata siempre acaba cediendo a la incógnita.
AMONTILLADO
VIEJO DE ER GUERRITA
Con el queso
y la mojama untada en aceite de San Juan volando ya, cual querubines;
que había hambre. Le tocó el turno al Amontillado que el padre de
Armando Guerra (Er Guerrita), elabora y sirve directo de bota en su
taberna de Sanlucar.
Aquí si que
entra en acción eso que yo llamo la esencia y el terruño de Cádiz.
Esas cosas que no se encuentran en las tiendas, en las bodegas, ni
siquiera en las calles más concurridas de cualquier callejón de
Cádiz y sus inmediaciones. Son esas que se encuentran escondidas, y
como decía Daniel Martínez; de bodegas Tradición:
Las
percibes un medio día cualquiera, cuando sale a tu paso ese perfume
a Amontillado bautismal que la señora madre vierte consagrando el
guiso. Y da a la vianda toda su alma; el hambre y el saciar como
perfecto maridaje.
En la Calle
Rubiños de Sanlucar, alejado del tumulto del mercado y la zona vieja
de bodegas, se encuentra una taberna típica con los característicos
bancos de piedra a la entrada. Allí donde los abuelos disertan copa
en mano sobre los asuntos más mundanos e intrascendentes del día a
día. Donde se arreglan países y se discute sobre fútbol, toros o
campo; por echarle imaginación. Allí mismo lleva Armando Guerra
-valga la redundancia- armándola desde 1978.
Una
Sacristía como él bien dice. Donde entre atún de almadraba en
escabeche, croquetas caseras, jamoncito der güeno, guisado de toro,
butifarra de Banaoján y demás artilugios alimenticios. Circulan de
tanto en tanto, la mayor cantidad de “locos” del vino en sus
catas patafísicas (Juancho Asenjo, Jordi Melendo, Victor de la
Serna, Quin Vila, Jose Ferrer y un motón más). Gente que entiende
el vino y las sensaciones como una conexión inalámbrica emocional
más allá de la pasarela. Y sobretodo, donde se manda al carajo el
disfraz y prevalece la persona; porque es lo que tiene el vino, una
barra, y la amistad.
Este
Amontillado, como uno pueda imaginar, no se embotella; como mucho te
lo puedes llevar a granel. Los probé todos (manzanilla, amontillado,
oloroso y Palo Cortado). No hubo necesidad de adentrarse a su
sacristía a echar mano de una de las tantas botellas únicas que
atesora; salvo para llevarnos al final parte de esta cata, y algo
más.
Lo mejor el
recuerdo. Que con la acidez punzante de este Amontillado sin
envoltorios, persiste como las nueces, avellanas y el clavo, que se
agarran al retrogusto como animal indómito.
Seguramente
sean los Amontillados los vinos que más vengo disfrutando estos
últimos meses. Me encanta la salinidad, longitud y perfume hacia el
Palo Cortado que desprenden. Esa vitalidad intacta que funde con la
salinidad acaramelada y su magnífica acidez fundente de grasas
alimenticias. Son pura gastronomía en general, pero en concreto el
Amontillado el que más juego da de todos.
El que sirve
Armando en su sacrosanto rincón, mantiene todo el nervio todavía
sin domar de estos vinos. Eso que te enseña de verdad a reconocerlos
desde sus primeros pasos, hasta la categoría del último: Una
pequeña botella de elixir...
FERNANDO
DE CASTILLA AMONTILLADO ANTIQUE
De entrada
esquivo, hermético y queriente de paciencia.
Para
entonces y con el peso alcohólico de estos vinos (de 15 a 19 grados)
nos vino bien la espera. Alguno llegó a pensar que la botella había
salido rana. Pero es que unos buenos vinos de Jerez deben exigir ante
todo alguna norma para entenderlos.
Personalmente
pienso que donde mejor muestran sus virtudes es como eje vertebrador
de la comida. Tanto si es como aperitivo, para maridar igual con
pescado, salazones, como con carnes melosas como la de toro, o un
arroz, y sobretodo con jamón. Básicamente por su acidez y la
reacción química espectacular que produce al entrar en contacto con
la comida grasa (atún, salmón, jamón, queso, o un arroz de rabo de
toro como el que nos pusieron en el Trafalgar deVejer...). A mi por
ejemplo las Manzanillas y Finos me encantan con Sushi y comida
Japonesa. Los Amontillados y Olorosos con Jamón, queso, con rabo de
toro estofado, o con cualquier carne de caza; con los arroces están
tremendos. El Palo Cortado es más caprichoso pero esta igual de
bueno solo, con unas avellanas y nueces mientras se abre el apetito,
o incluso con queso curado.
En el caso
de este Fernando de Castilla. Para cuando habíamos atado casi todos
los cabos del nuevo curso de catas, y los ilusionantes proyectos que
tenemos de aquí en adelante. Este pequeño tesoro se iba abriendo
progresivamente, como si se tratase de un Brandy Reserva. En primeras
instancias, ni perfume, ni volátiles uhmm... que miedo.
Sin embargo
y para toda sorpresa, porque yo y mi ignorancia pensaban que el tema
del vino cerrado y la oxigenación, no eran tan evidentes en los
vinos de Jerez. Se acomodó en la copa y atemperó; seguramente más
cómodo alejado del recio frío. Y fueron pareciendo como las
licorosas gotas de resina que lloran las coníferas, esas notas
amieladas a almendras garrapiñadas, a bizcocho emborrachado y a
vainilla. Con una vejez excelsa, este amontillado es bastante más
voluptuoso que sus congéneres de soleras más jóvenes y salvajes.
Tiene un paso bastante más sedoso que el anterior y da más
protagonismo a la robustez de su adherente retrogusto.
No marca
tanto la acidez salina y cítrica, dando más empaque a la longitud.
Para disfrutarlo más como una copa a solas, sin las interferencias
de la comida. Pero sin dudarlo, fue el más elegante de largo.
Un vino
profundo y generoso en aromas, reminiscencias y notas para
reflexionar. Slow Wines que alargan el tiempo o lo detienen de manera
infinita. De echo, todavía no está registrado el fondo kilométrico
que un buen jerez viejo es capaz de soportar.
Esas
oxidaciones caprichosas y secretas que... -me atrevo a afirmar- Ni
ellos conocen con total certeza. Por eso, cuando se habla de Jerez de
calidad, de soleras centenarias, y de procesos alquimistas, el tiempo
no existe. Tan solo los débiles y frágiles humanos en nuestro miedo
por el paso del mismo, intentamos acotar, delimitar y definir. Pero
sabemos que lo mágico no obedece a nuestras sintaxis; está, o no
está.
Años ha, se
creía, se afirmaba y defendía la incontestable necesidad de las
cuatro patas para sostener la base horizontal de un banco. Tuvo que
venir Walter Gropius a principios del siglo pasado con la Staatliche
Bauhaus. Para demostrar que la inventiva y el equilibrio natural de
las cosas, hace más por la funcionalidad, que el exceso.
Eso mismo
pasa con esta pareja dual: Uno de Texas, y el otro desde California
respectivamente.
Dos
elementos dispares con diez años de diferencia, que operan de Oeste
a Este separados por las planicies de Tucson. Y que este 2016 han
vuelto para propalar el remedio que todo me cura.
Como la cama
que mitiga el cansancio, el agua que sacia la sed o el estado
reververado de los paisajes que da esa paz desde la vista, hasta lo
ramificado de los sentidos. Al volante y con ese desperezar de las
luces a las cinco de la mañana. Cuando solo se oyen llamarse a las
tórtolas y al aliento fétido de la noche.
Conducir
mientras suena SIGNING SAW y te traquetea ese chucuchup de “Cut Me Dow”;
como la máquina de vapor que arranca poco a poco. Da el mismo
placer, que una taza de café disolvente de legañas y huesos
entumecidos.
El niño
Kevin ya no es tal, no es ya el ex bajista de Woods, sino KEVIN
MORBY: Arquitecto de su propio universo desde cero, cuando aprendió
a tocar la guitarra con diez años. Tres discos son ya suficientes,
creo, para asegurar que él es su sonido mismo: La cadencia
cacofónica de su voz, las texturas y recovecos de su sonido, y esa
atmósfera sonora que produce ese paso constante que hace de su folk
blusero con guiños jazzísticos, un rito equilibrista.
No es
preciso abrazarse desesperadamente ya a las liguerezas más rockeras de
“I Have Been to the Mountain” o “Dorothy”;
por engatusadoras que sean, cuando “Singing Saw” te
sumerge en una catarsis honda y magnética como un vórtice. No es
necesario ni obligado. Pues el extraño efecto que produce su
despreocupada voz, cabalga con tal soltura y seguridad sobre esa
montura de Folk misterioso, balsámico y delicioso, que basta con
aflojar los brazos y dejarse llevar.
Fue este
disco el que dio el pistoletazo de salida a mi último viaje por
tierras gaditanas. El que puso el punto de partida y concluyó con
una hermosa oda de ocho minutos al quejumbroso country de “Water”.
Esa misma que refresca e hidrata las bolsas oculares resquebrajadas
por las escasas horas de sueño. Y que ahora, semanas después, se
fusiona con otro. El de CASS MCCOMBS.
Un viejo
conocido por estas lindes, que ha regañadientes, y tras posponerlo
en pos del disfrute a riendas del Levante Atlántico. Ahora, y solo
ahora, recobra en toda su extensión, cuando espera uno en el
cadalso, la vuelta al trabajo.
Es justo
pensar que esta innopia creativa que ha secado la tinta de este blog
durante este largo periodo, sea producto de esta falta de silencio.
Asomarse al balcón a liarnos un pitillo, contemplar el barrunteo de
la calle y sus quehaceres, y dejar correr MANGY LOVE. Esa novena
prueba de fuego que supone enfrentarse a un nuevo disco del de
Concord, y no dejar de pensar que algún día dejaremos de amarlo. Lo
cierto es que eso no ha ocurrido. Y me lleva también a pensar, si
será amor o la simple familiaridad de levantarnos cada mañana a su
lado.
El impasse
productivo desde el taciturno Big Wheel and Others del 2013. Me ha
llevado a aferrarme a la colección de rarezas que publicó el pasado
año; donde por cierto, hay verdaderas joyas. Con la evidencia de que este hombre es un
compulsivo hacedor de tesorillos enterrados.
La puesta en
marcha prácticamente distendida de “Bum bum bum”
puede llevarnos a caer en el error del aburrimiento. Caer en el
crepitar de los goznes y socavones de su lado morboso que tanto
les/nos pone en “Rancid Girl”. Ese que nos remite a
su anterior e indómito trabajo.
Pero siempre
siempre hay una canción; la arribada. La Manchuria deseada que se
desliza pusilánime ante tus ojos y oídos. “Low Flyin' Bird”
es esa especie de embrujo de Soul vegetal, que te hace rebobinar
hasta el principio y comenzar de nuevo. Le sucede “Cry”
y ya puestos, pides la muerte por amor sin compasión. Dos joyas de
terciopelo deslizante, eróticas y tan tremendamente sensuales que
crees ver en el umbral, la figura de Curtis Mayfield o Marvin Gaye.
De ahí en
adelante el disco alcanza un estado precioso, y no es que lo primeros
compases desmerezcan. Cass ya nos tiene acostumbrados a sus caprichos
moduladores, o a esa cantidad de texturas que es capaz de explorar.
Desde los ritmos skatalíticos de “Run Sister Run”
que mutan hacia el pop. O esa especie rara de elegancia noctámbula
que homenajea a Brian Ferry cuando le toca el turno a “In a
Chinese Alley” o “Switch”, y que esta tan
presente en todo el disco.
De hecho
“Loughter is the Best Medicine”, “Medusa's
Outhouse” y sobretodo “Opposite House”,
ya logran desde el principio ese efecto paradisíaco. Esas cadencias
en clave de Softfunk de la primera que se apoyan en sus preciosos
vientos. Y que nos sumergen con constancia en un permanente estado de
estío, por más que el réquiem final de “I'm a Shoe”
nos anude el estómago.
Por más que
la climatología se empeñe en plagar de nubes alisias el cielo. Que
las centellas y la piel destemplada nos anuncie el Otoño inminente.
Y la mente te teletransporte con estas canciones a las salvajes y
atlánticas costas de Atlanterra: Con sus caídas de sol, con esas
flores raras blancas que miran a la playa, y sus peces besándote los
tobillos en sus cristalinas aguas. El Verano se va, y con él, el
rubor de nuestras mejillas por el amor incondicional al sol y los
paisajes infinitos.
Pero no
desfallezcan, los estados cambian y nosotros con ellos...
Kevin Morby estará en la sala Apolo el 22 de Noviembre y si te animas, Cass McComs el 3 de Noviembre en Lisboa, hasta que algún lumbreras se le ecurra acercarlo a nuestro país aprovechando la coyuntura.