La del
pasado Jueves, la noche, de bodas de reecuentros o como si la
quisiésemos bautizar LA DEL NUEVO CURSO. Ya sabéis lo que os digo.
Esos nudos en los estómagos que ni el Cola Cao apetece, ese extraño
tacto sobre la piel de nuestros brazos, tantos y tantos meses
desnuda. Cuando de repente nos echamos la rebequita,
El cuerpo en
Verano, no solo se dilata, sino que se expande como las galaxias en
busca de libertad. Los pies se liberan de esos calcetines de bellú,
cálidos y confortables. Se estiraza fuera de las lindes de los
zapataos, o haya su paraíso en sandalias, chanclas o descalzo. Al
cuerpo le pasa igual, ya no es por el sofoco del calor, sino por el
gustirrinín de la desnudez... y cuando llegan los primeros frescos
de Agosto o Septiemmbre, cuesta horrores echarse sobre las desnudas
extremidades algo. Dan repelús, tanto, que el cuerpo necesita
aclimatarse a la nueva situación. Ya no hablo del trauma asociativo
(fuera calores, terracitas y sol, con la vuelta al trabajo y a las
rutinas) ¿se le llama depresión? Sino del ser humano en si mismo,
como un organismo que va por libre al son que tocan los estímulos.
Los mismos
que nos damos en las catacumbas como bautismos regeneradores. Después
de las Vacaciones y dos meses sin atarnos los unos a los otros. La
vuelta, es como la redacción que nos pedía la profe de sociales
explicando nuestro VERANO. Son doce meses sí, pero los de verano
como vacacionales siempre son especiales, de chicos, grandes o
adolescentes enamoradizos. Historias de Verano, sí. Historias que
como las de una canción, imagen, paisaje o amor, siempre determinan
y clavan la bandera sobre la cumbre para que como las chinchetas
sobre el corcho, no extraviemos los recuerdos.
Llenamos las
sala de esporas contagiosas tan solo a falta de alguno, del que
exigiremos sin demora un justificante de sus tutores a la vuelta. Y
fueron los Valles Californianos de Santa Barbara los que nos
trasladaron por una hora a sus viñedos. Los de una pequeña Bodega
apartada de las rutas obligadas del Russian Valley o las
localizaciones de Entre Copas. VICENT ARROYO WINERY, en el Valle de
Napa. Cayó bajo los influjos de la Tortilla de Patatas de Montse
Solanet y Xavi.
De su labia
y de su pasión; doy fe igual que de los fuegos artificiales que
emanan sus miradas. Muchos otros hemos caído a lo largo del camino,
sino, probablemente ahora no estaría escribiendo esto así ni de
esta manera. De allí viajaron polizonas tres botellas acomodadas
entre ropa y sostenes. Y como un pasaje sensorial a otros territorios
desconocidos. De eso que creemos conocer como nuestros sentidos, como
algo familiar que nos guía por la oscuridad. Nos pusieron en
situación, tirando abajo barandas, luces de gálibo o escalones
iluminados. Es así cuando con el sentido que se exprime de la sesera
palatar, a uno lo dejan fueran de sus inmediaciones; las te dan
cierta seguridad.
Viajar y
salir lejos del territorio físico, espacial o sensitivo de uno tiene
esa función obligada. Descubrir que la tierra no acaba en un
acantilado, y que la razón de ser tiene otras formas distintas a las
que conocemos. En ese punto los sentidos y la facultad de adaptarnos
que tenemos los humanos alcanza su sino verdadero: la de regenerar,
exfoliar y expandirse desde dentro.
Por eso, el
vino, como un alimento social que intercede para que los humanos, nos
conozcamos, descubramos la química de los alimentos, lo asombroso e
ilimitado de nuestros sentidos, y las posibilidades que nos brinda;
valga la redundancia. Es el que dota de sentido existir para no
ponernos los límites en hábitos, costumbres. Y una cultura -la de
ahora- tan tendenciosa y domadora de imaginaciones autodidactas.
Volver a Italia a explorar zonas, variedades y subzonas me sorprende
y divierte. Descubrir que el Cava no es Champagne, ni un Moscato de
Asti el niño pavo de la familia. Y que no hay vida que se complete
con la sapiencia absoluta.
Oler hasta
saturar la pituitaria un Chardonnay Californiano intentando descifrar
el origen de su diferencia con Franceses o Catalanes. Esos efluvios a
campos recién regados, a heno, el toque marino a puerto que lo
emparenta con su tipicidad y su localización. Y ese paso fresco
exótico pero sin apenas desmesura, albaricoques y melocotones
olorosos, algo de salino al final... diferente al fin y al cabo.
Tienen una entrada ten seductora y desenfadada que los hacen únicos,
incluso por ese exceso de vainillas solo en ocasiones, que gustan
tanto de beber.
O probar por
primera vez un ZINFANDEL como una experiencia curiosísima. Su nariz
floral a fresas, extravagante para quien no lo conoce e incluso
desconcertante a la vez que adictivo. Ese enfrentarse a algo
desconocido, y serte familiar como la fisonomía de un anónimo, pese
a que el vago recuerdo te confunde. Y sin embargo, percibir algo que
te obliga a desentrañar el misterio de ese final en el paladar a
compota, a caja de puros, a mineral. Es un tinto con tres recorridos
muy marcados (el olfativo, el primer ataque y el final). En este
caso, el Vicent Arroyo es un vino fácil, vivaz y con unos toques de
fruta madura que combinan perfectamente con ese pellizco a piel de
bota, cuero y mineral justito.
El final en
vista de la afluencia, acorde con la gran familia que nos reunimos;
presentes y mujeres. El broche final con lazo y envoltorio
imaginario; el del buen ambiente que se respiraba después de los
meses de estío. Un PETITE SIRAH sí, ese mítico vino cien veces
referido por Paul Giamatti en el popularzado film de Alexander Payne;
ENTRE COPAS/2004.
Un vinazo
inversamente proporcional a la discreción de su etiquetado, que
vende las cosechas antes de embotellarlas. Y que sin embargo deja los
egos para quien arrastra problemas de autoestima, ellos son así. El
mundo del vino en su microcosmos minituarizado al margen de modas,
tendencias y listillos, es así. Saben del terruño y de la
identidad?; actitud vamos. Pues es eso. Medir la generosidad por ese
estímulo que da la gente de manera informal y natural que tienes a
tu lado. Y hacerlo además sin escala ni patrón de medida que
valga, solo por pura armonía.
Ese Petite
Sirah extraído directamente de la bota y vendido porque tercia, de
la nimia reserva para consumo particular de la familia. Era pura
bendición y nació de eso, de la conexión entre personas con el
tinto vino de intermediario. Dirán que es el alcohol el culpable de
la generosidad. Pero tal y como MisDesastresNaturales me puso en camino hace
unos días, ya lo decía Ch. Bodelaire en el 64: Hay
que estar siempre ebrio. Todo consiste en eso: es el único problema.
Para no sentir el horrible paso del Tiempo que quiebra vuestros
hombros y os curva hacia la tierra, tenéis que embriagaros sin
tregua. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como
gustéis. Pero embriagaos.Y si alguna vez, en las escalinatas de un
palacio, en la hierba verde de una cuneta, en la soledad sombría de
vuestra habitación, os despertáis, con la embriaguez disminuida ya
o desaparecida, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al
pájaro, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo
que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle qué
hora es; y el viento, la ola, la estrella, el pájaro, el reloj os
responderán: ¡Es la hora de embriagarse! Para no ser los esclavos
martirizados del Tiempo, ¡embriagaos sin cesar! De vino, de poesía
o de virtud, como gustéis.
Ese pequeño
asesino de milenarias uvas Sirias, ancestral por naturaleza propia.
Ese Petite Sirah del Rancho de Greenwood nos conquistó. El rastro
que cerrando los ojos y poniéndome en manos de mi niñez, siempre me
recuerda a la casa de mis abuelos. Algo seguramente que se escapa de
cualquier descripción fiable con la que orientar a propios y
extraños, y que es 100% personal. Estancias de viejos muebles,
suelos de roble cuarteados y dominados por el paso del tiempo, las
vidas que acogió y los elementos. El cacao desde el núcleo de la
propia semilla, sin con lo que disfrazarlo; entre lo amargo,
balsámico y tostado. Perfecto, con la maduración idónea, cuatro
años de botella que como maná dieron en contrapunto a la velada.
Con la boca
se escapó cualquier paternalismo con los Sirah de aquí o del
Ródano, muchísimo más crepuscular y mimoso. La madera presente y
amable pero integrada con maestría, armonioso, con la fruta
apareciendo y desapareciendo, las pimientas, el bálsamo... todo ahí,
en su sitio.
Después
llegó la distensión, el afloje de de cuerpos, el no estar todavía
afectados por el canibalismo laboral y cotidiano de nuestro día a
día; yo no, desde luego, todavía me queda una semana Allelujah!!.
Parmesano Reggiano de 28 meses de Vaca Rossa, y un Pecorino Toscano
curado en paja para hacer pucheros como una criatura desconsolada.
Bachi
Giovanni tiene la culpa. Cierto como la tierra que piso descalzo:
Un abuelete
de setenta y pico años, con los mismos años que familiares junta
en celebraciones y fastos conmemorativos; como él mismo nos decía.
Y que hace de la simple venta de sus excelentes quesos, fiambres y
moscardas artesanales, algo tan divino y fraternal como el arrullo a
sus nietos (que tiene unos cuantos). Recorrer ciento y tantos
kilómetros desde Granarolo della Emilia para ir a buscar sus
pequeños tesoros gastronómicos, es algo que hago desde que hace
cinco años el trabajo me llevara e a tierras del Pádamo. Volver a
casa y compartirlo pues eso, la extensión del placer propio como
algo que igual que la felicidad, se ha de liberar; las amarguras no.
Allí no hay
simple queso no, hay amor, mucho amor. Y algo que no se encuentra en
cualquier lado de Italia, la Mostarda Mantovana. Una confitura de
frutas variadas (naranja, manzanas, frutas del bosque, fresas etc.)
que va desde el dulzor de la miel de Campanine, la mostaza de Dijon,
y el subidón del wasabi en la nariz. Una combinación explosiva que
como las montañas rusas extremas, te sube al cielo y te baja al
infierno con un chasquido de dedos. No es picor no, es contraste. Y
con los quesos curados amigos, es una pura delicia. Es la excusa
perfecta para empezar y no acabar.
Y el colofón a un Jueves
injertado y acuñado ahí, en medio de la semana. Como la bitácora
de un navegante con final feliz:
Levantarte
con las legañas a punto de vaciarte la cuenca de los ojos. Preparar
las lentejas a tu octogenaria madre y llevárselas a casa junto a una
buena botella de vino. Ver que la receta tan simple como inimitable,
la vas perfeccionando día a día con la ayuda de las materias primas
de calidad (lentejas secas del frutero, albóndigas de pollo y
costillas del Solanet, laurel fresco, reducción de sofrito, mucho
perejil y cariño claro). Sin cariño nada llega a buen puerto, por
muy típico que suene. Que tu madre, aunque solo sea por simple amor
de madre, te ponga en un altar.
Visitar a mi
peluquero después del café y hablar de moda, diseño, arte y vejez
de una sola vez (en un barrio del extraradio marginal tiene su qué).
Es mi barrio, siempre será “MI BARRIO”, por años que lleve en
mi actual residencia. Un sitio selvático y agreste que nos puso en
la lanzadera y nos disparó allí donde nos llevase nuestra
curiosidad.
Cuarenta y
cinco años más tarde aquí. Tirando cohetes de felicidad, con un
día con 25 horas, subidos a una barandilla de la mano de mi pareja,
y a punto de saltar al vacío. Con cena de final de fiesta solos,
como nos conocimos. Y con esto de fondo “Who's in Control” ¿Quien
tiene el control?
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