Esta
mañana he madrugado, y he bajando andando por La Cruz, hasta la
playa de Merón.
Ha
refrescado, pero a las seis me desvelé y desde abajo; camino abajo.
Algo me ha llamado como una voz de ensueño desvelado, desde el
pasado, y sugiriendo que siempre o casi siempre hay una cuenta
pendiente que solventar con el ayer o incluso con el subconsciente.
Cuando la llamada ininteligible e incluso inaudible, te solicita.
Acudí
en busca de Dominique aun no habiendo escuchado ninguno de sus dos
mensajes en forma de disco; como a quien no le apetece sucumbir en la
introspección básica y despoblada, cuando es el corazón el que
manda y pide bombeos y arañazos en forma de percusiones y guitarras.
Pero
hazle caso siempre siempre a la llamada interna de tu corazón; no se
a ciencia cierta si no falla o es la adecuada, pero es seguro la
fuente de nuestra naturaleza.
Yo
me vi allí en la playa: solo, plantado ante una platea de sillas y
sepulcral silencio como un séquito de tortugas Carey con la pasión
de antaño intacta. Quizás esperando lo que la medicina quiere pero
no de verdad tus células, neuronas y grasa intelectual.
Había
como un oleaje, y ese sonido de la arena cuando se humedece y se roza
entre si hundiéndose bajo tus pies descalzos.
Un
vacío de estrago con Dominique A solo, con la guitarra y un
escenario apantallado que solo precisó de una decena de canciones
para generar eso:
La
sensación de sentirme sumergido en el denso líquido salado de las
profundidades marinas, oscuras. Cayendo en una sima oceánica de
cota incalculable y sin embargo, tranquilo y en paz.
Siempre
me ha sofocado el agua y el no hacer pie ni poder calcular la
inmensidad bajo mis extremidades, de medidas y escalas 50x50 de mi
dormitorio de soltero; no se si culpa de ese monitor hijo de puta de
4º de EGB, o de mi cobardía.
Pero
es curioso como ahora, que hace escasos cuatro años que por lo menos
se avanzar sobre el agua e incluso zambullirme y disfrutar de ese
universo acolchado y líquido casi autista. Me ha ocurrido, que
escuchando “Le Soleil” y un repertorio inspirado en
la expresión corporal y visual. Me he sentido allí, mar adentro, a
oscuras y sumergido con la seguridad que te da comparar la música
con un líquido elemento, y la caída libre hacia las profundidades.
Pero con la confianza que te da la buena compañía y vaciarte e
incluso abstraerte de todo el ruido de estos días convulsos; ya como
cotidiano. Y volver a los orígenes.
Cuando
eras capaz de desconectar escuchando la sinuosidad y paciencia de las
notas, la voz, las luces… y con tiempo de observar a cada compás,
cada uno de los detalles de la escena o del público.
Un
efecto que solo se da en ciertos conciertos y con determinados
artistas. Y que poco o nada tiene que ver con lo que la mayoría
imagina cuando cree que va a presenciar una actuación en vivo.
Una
fuerza en definitiva, que nace de la expresión poética de la voz y
un solo instrumento. Y que posiblemente sea la única esencia
verdadera de la música y de un artista que como su madre lo trajo al
mundo, se declara ante su público.
“Tout
sera conme avant”, “Music-hall”, “Hôtel
Congress” o la simbólica “Le Grand Silence des
Campagnes” en una confesión orgullosa y dolorosa sobre la
actualidad social y política de su país y su autocensura en pos de
la periferia ignorada y muda por las metrópolis. Hasta llegar a
“Inmortels”; una de las pocas mediáticas junto a
“Vers le Bleu”.
Dos
horas largas de concierto que para mi suerte y sorpresa, limpió sin
dejar rastro cualquier atisbo de ese otro Dominique Ané de repente
rockero, voluptuoso y hasta cierto punto más “masivo”.
Su
actual gira con los contrastados Toute Lattitude: de lienzos de
crujidos electrónicos y oscuridad. Y el delicado y primario La
Fragilité, donde persevera en su compromiso por las canciones
desprovistas de maquillajes y exigentes en la austera sensibilidad de
sus inicios de hace 25 años. Ha dado para reinventar nuevamente al
autor francés, con una sobria puesta en escena radicalmente opuesta
a la de su última gira de 2012, con el ambicioso Vers les Lueurs.
De
un merito incalculable, pues la idea no hace más que explorar desde
un ángulo más minimalista y expresivo, su faceta más
característica y primaria. Y sin embargo de nuevo, vuelve a
enseñarnos como la sola canción es suficiente para abrir infinitos
aspectos de lírica, sonido, texturas y tratamientos escénicos con
los que potenciar su carácter poético innato.
Nada
nuevo sobre el horizonte, ya que sus 25 años de carrera y la
fidelidad del público cuando más esquiva es su propuesta. Da para
certificar, que afortunadamente todavía existe otro universo
paralelo y secreto. Muy alejado de las tendencias masivas y mucho más
exigente y creativamente transgresor que el que anega listas,
portadas y festivales; por suerte digo.
La
idea de utilizar fondos sonoros y luces con los que modular el ritmo
y la tensión de un directo. Donde su sola voz (a veces reververada),
y dos guitarras (acústica y eléctrica). Y conseguir el clímax
mágico, basado en un repertorio tan curioso como acertado a la hora
de gestionar los sentidos del espectador. Está al alcance de muy
pocos artistas; y son muchos los conciertos que llevo a mis 48 años.
La
sala Apolo volvió a ser esa superficie donde muy pocos artistas son
capaces de silenciar el murmullo de los espectadores, con aticismo.
Podría aseverar incluso, que ante mis cientos de conciertos colgados
ya de mi recordatorio. Solo Tindersticks en la aquí ilustrada gira
de Falling Down a Mountain/2010, John Grant a su piano de cola
cantándonos “Where the Dreams Go To Die” en 2013, y esta vez
Dominique A a pelo. Me han generado esa introspección digna del arte
sacro; si empleamos esta metáfora para la “música moderna”.
La
exquisitez del sonido y su reververación cuando arrancó con “La
Poésie”, una especie de congojo melancólico y extenuante.
La furia austera de “Antonia” con la rendición del
público en masa.
La
visuales e inspiradoras “J’avais oublié que tu m’aimais
autant”, “La Splendeur”, o “Gisor”
de pop impresionista. O la poesía de “Au revoir Mon Amour”
descompuesta por la oscuridad inquietante de “Corps de Ferme
à L’Abandon”. Convirtió el set en un constante tobogán
de sensaciones y emociones tan curiosa como exfoliante; igual que un
objetivo que reacciona a la exposición lumínica.
Y
fue definitivamente, una de esas experiencias que estimulan algo más
que esa típica devoción a un artista al que admiras. Y que sabes
pasada ya una semana, que te ha abierto otras ventanas de las que no
tenías noticia.
Realmente,
lo mejor que te puede pasar conforme creces y maduras con el ritmo de
quien pasea por el campo, sin ningún objetivo ni premisa. Solo
esperando que la belleza te asalte en el encuadre más
insignificante.
Suena
“Éleor”, y para tu suerte/desgracia descubres
¿donde narices estaba tu alma el día que se te pasó por alto?. Y
lo mismo con aquella versión de Éttiene Daho en “Surface”.
E incluso en la crudez esquelética de “L’Horizon”o
“A Pour le Peau” de éxtasis desgarrador que te
sorprende al girar la esquina renaciendo la actitud reivindicativa.
Hasta
que tras dos salidas consecutivas y ya con algún icauto marchándose.
Suena a oscuras, en acapella y de plástica desnuda, “Le
Courage des Oiseaux”; colofón y estallido de aplausos y
vítores. Tras una treintena de canciones que te ilustra veinticinco
de carrera y se expone ese “grandes éxitos” que todo artista
tiene, pero que ni de lejos son los “éxitos· a uso ni losque tu
te imaginabas.
¿Puede
ser todo ello de alguna manera más maravilloso?
Creo
que no.
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