Se cuentan
por decenas y centenas las victorias y los campeones; las estrellas,
condecoraciones y corazones grabados en puertas de letrinas.
Muchísimo más interesantes los corazones que hemos roto que los que
nos rompieron a nosotros, donde va a parar!! Hasta mi hijo de once
años recién cumplidos tiene ya una amiga especial: Derrotas
convertidas en lecciones aprendidas, amores que eran solo amigas, y
amigos voluntariosos de amigas distraídas.
Esta para no
cambiar de temática, la de una persecución errática de uno que no
fue tal. Una amor tan fuertemente imaginado que de lo real que
pareció, hasta dejé de sentirme un tímido congénito para
convertirme por unos días en un paladín momentáneo de versos
despechados. Creo incluso que puedo datar ahí, el año cero en el
que me aficioné a escribir idioteces.
Tanto lo
perseguí, el amor, que al cabo de unos años me acabó hechizando;
no se si por amor sincero y verdadero, por pasión, o por simple
curiosidad. Jamás llegaré a entender como llegué a obsesionarme
por esa compañera de clase, de echo si mal no recuerdo nunca en
toda mi vida he sido tan explícito en mi muestra de sentimientos. Ni
su pavoneo, ni esa seguridad en ella misma por sentirse atractiva
hacia el resto de mortales se ajustaban o se ajustan a mis gustos
actuales. Era una feminidad extraña, bien formada para su edad,
alta, desafiante y peligrosamente atraída por los más fanfarrones y
gamberrotes de ese 5º de EGB.
Pero no me
importaba, a mi me fascinaba y no me dejé intimidar por mi inopia
acusada. La perseguí sí lo admito, la perseguí furtivamente a una
distancia prudencial hasta su casa y no contento por tal
atrevimiento; entré en su portería para fisgar en los buzones y
averiguar en que piso vivía.
Sabido ésto,
me dediqué a escribirle cartas de amor; creo que una por semana.
Suena irrisorio, lo admito, pero fue todo tan natural e inocente, que
ahora con el paso de los años no me avergüenzo en absoluto de ese
arrebato de romanticismo pasado de moda; al contrario, lo echo en
falta: Ese sentimiento sincero desprovisto de inconvenientes o de
complejos que se disipan de un plumazo cuando el amor te aguijonea;
todos aquellos miedos que a uno lo muestran ante el espejo como un
crío inseguro y falto de prestancia. Un éxtasis eufórico que te
eleva hasta lo más alto y te legitima para llevar a cabo la locura
más descabellada e inimaginable.
Lo cruel de
estas acciones suicidas, es que a menudo acaban de la misma manera
que se germinaron; de forma súbita y repentina.
Una mañana
cualquiera dispuesto a formar las filas de entrada a clase, me salió
al paso su hermana mayor: Una alumna de octavo, fornida y carente de
las gráciles curvas que contorneaban la figura de mi amada
distraída (su hermana!!).
Con aquella
edad en la que desaparece la niñez, y eclosiona la adolescencia
cruel y realista que todo lo calcula... Me amenazó:
- Deja de
mandarle más cartas a mi hermana!! Porque mi padre se está
empezando ya ha mosquear!!
La
advertencia fue tan tajante y violenta que no se yo si fue miedo,
prudencia, o directamente un corte de digestión sentimental. Tan
inquisitoria su mirada e indigesta la recepción del mensaje, que en
ese mismo instante mi pasión se contrajo para siempre como un
músculo que se atrofia sin cura a corto plazo. Desde entonces no
volví a mostrar mis sentimientos a mujer alguna, hasta pasada la
veintena; mientras tanto me abracé a mis experimentos en la mezcla
de sustancias, alcohol, y a la vehemencia por divertimentos poco
instructivos.
El amor
evidentemente volvió a llegar en pequeñas dosis, incluso pasada la
treintena de años volví a reencontrarme con viejos alumnos de ese
periodo escolar; ella no estaba por supuesto. Pero aunque no hubiera
sido así, sería incapaz de verla con esa misma luminosidad
incandescente; ni a ella ni a ninguna otra de mis compañeras.
Con los
años, no son la vejez, las arrugas, o los cambios cíclicos del
estado conyugal de cada uno; ni tan siquiera esa mutación del físico
que te hace dudar si son ellas realmente, o un mero espejismo de
aquel recuerdo de tu niñez. Es algo más etéreo e indescriptible,
es el fulgor radiante de la inconsciencia infantil; aquella que
ilumina las caras ruborizadas y desenmascara cualquier plan
precocinado, para que las cosas se hagan solo por que sí, y ya está.
CAUSE OF LOVE
La misma
causa del amor, como relata ERNAN ROCH en ese pedazo de aquel disco
perdido en el tiempo, que se llamaba LA ONDA PESADA. Si se le
pudieran incorporar, que no solo se puede si no que se debe adherir
una banda sonora a éste y a cualquier otro recuerdo atormentado que
se precie; “Cause of Love” sería para el mio, como un
lamento despechado a las ocasiones perdidas. Muy lejos en tiempo a
cualquiera de mis aflicciones amorosas. Si cabe y me apuran, como un
cántico quizás en la pila bautismal que me vio nacer, y ya metido
en una maleta de cartón que mi padre debió enviar junto a mi madre
y mis hermanas hacia las tierras prometidas de la emigración, aquel
mismo año.
Sin embargo
y aunque el tiempo separe este precioso disco, de toda conexión
aparente. Las diez canciones que escribió este Mejicano venido
también a tierras extrañas, tienen ese ingrediente secreto que hace
de las obras desechadas antaño; hallazgos salvadores que ayudan a
cicatrizar nuestras heridas del modo más natural: Asumiendo con la
edad, que todo aquello que nos hizo daño de forma tan inofensiva,
son al fin y al cabo los rasguños que nos han acabado por forjar.
Ernàn Rocha
fue uno de tantos, no fue una excepción, no señor. El paso de sus
melodías perezosas, el colchón de guitarras acústicas
desvencijadas, el bajo grueso, y ese trote rockanrolero y
psicodélico. Que definen la línea argumental, que da a todo el
disco “La Onda Pesada/1971” un carácter atemporal, y que no hace
para nada justicia a la total desinformación que existe sobre este
Mejicano, en aquello que yo llamo: Los páramos abandonados por la
precipitada huida hacia adelante.
Publicó
este único trabajo y desapareció por siempre jamás. Esa historia
mil veces contada, y que en la actualidad ejerce un morbo inusual
sobre la juvenada hambrienta de descubrimientos clarividentes. Su
historia quizás sin tanto contenido melodramático como la de Sixto
Rodrigez o Bill Fay, pero igualmente reveladora. De la Onda Pesada se
podrían extraer otras tantas; de echo puede que la historia sea una
mera excusa para zambullirnos en otra igualmente escondida bajo el
colchón melancólico.
Diez
canciones como diez metales preciosos sin acabar de pulir, que
resplandecen por su estructura a medio hacer:
El paso
socarrón de “The Train” a lomos de guitarras bluseras. La
placidez de dulce de psicodelia campechana que destellan en casi
todas sus canciones; ese parece que... pero no, que impregna su autor
de rasgos sureños y soleados a cada uno de sus quiebros vocales en
“I can't”, “Cause of Love”, “Round round”, “A life of
Love”... o incluso ese amago final de Soul negro en “Give a me
Peace”. Hacen que este disco en toda su sencilla y oculta
grandeza, vertebre el corazón de quien lo escucha, hacia territorios
donde el amor eclosiona con todo su carácter juvenil.
La forma
definitiva para morir de amor tanto si lo que desea tiene forma
humana, como si los cánticos nos llevan hasta el lecho/nicho de un
perdedor cantador de melodías eternas.