La
venticuatroava edición del Mini?festival de música independiente,
nos trajo (de nuevo); y pese adelantarse respecto a otras ediciones.
Ese soplo cálido idóneo que todo bicho necesita, tras el inacabable
y tedioso enero que parece nunca dar fin: Alisios de humedad
tropical, brisas mediterráneas y predicciones de candelaria que
anuncian el declive invernal.
Que
bien!!
Otro
nuevo “petit comité” indie, donde reunirnos en torno a un
candente brasero alimentado de exquisitez musical. Pero sobretodo y
más, por el calor humano del más familiar de los eventos puramente
alternativos, que se viene sucediendo sin tregua otra vez, en el
barrio Barcelonés que vio nacer a mi queridísimo Fermín (Finito de
Nou Barris). A donde acudo (también), en peregrinación
musicosantísimo; como quien sube descalzo a la ermita para redimir
una promesa.
Un
acto entre lo heroico (más aún que Superlopez), y la cinética
alimentada por la emoción y el empeño como la mejor de las energías
renovables edición tras edición.
Este
año además (entre vivas y aplausos), con las entradas agotadas y
una sala necesitada de otro mundo; no se si mejor o peor que el
mediático. Pero infinitamente más libertario y alimenticio.
Cambiar
los clichés mola. Que te los cambien estimulándote la capacidad
para vaciarte de modas y tendencias, tiene lo bueno de quienes
vinimos de otra época más esquelética y sencilla; el pop y el
lo-fi es así: Chasquidos, palmas y ritmo; el que bombea el
corazón, y el que casi ni necesita de instrumentos para expresarse.
Que
tras 24 ediciones de eventos de esta índole y complicidad colectiva
siga reuniendo público diverso. Y tras el descalabro del cartelazo
de hace dos ediciones, resucite con esta oferta exigente.
Es
como poco emocionante, para mi que perdí la fe en la pasión hace
unos años.
Hablaba
aquella noche con Carlos (50% de la emboscada) legando la pasión a
su manera con la familia en la barra. De los clics que se activan, y
que muchas veces por asimilación generacional tenemos disecados en
nuestro recuerdo más interiorizado.
Aquellos
que ni siquiera necesitamos escuchar habitualmente, ya que por
sinergia sanguínea son parte de nuestro adn de rítmico bombeo;
Kirstin Hersch por ejemplo:
La
que para mi y a lo largo de mis años. Se ha convertido en una
especie de escala con la que medir el Pop de guitarras noventero
venido del otro lado del charco. Desde que adquiriera el “Real
Ramona” en el 93, con veintitrés años.
Y
una compañera de viaje hacia la vida, cuando la vi por primera vez
en acústico y solitario hace 18 años o más tarde en el 2007.
Observando su particular o humana forma de asimilar la madurez, y
proyectarla en algo tan puro y poético, pero tan distinto a su
banda.
En
el fondo tampoco es tan raro, pero si muy interesante si te vas
observando crecer y hacerlo con la música que un poco te enseñó a
discernir entre las modas britpoperas y el experimentar con algo que:
Un poco quebró con el estereotipo que aquí se tenía sobre la
música alternativa Americana.
En
el fondo y realmente, seguramente por eso ni Throwing Muses tuvo
apenas impacto en nuestro país. Como a día de hoy, a Kirstin Hersch
solo se la conoce de oídas o como referente.
Un
pecado imperdonable y deuda que difícilmente sea ya reparada, ahora
que muchos se afanan en subrayar lo que molan Throwing Muses; cuando
nadie compraba sus discos ni tenían cabida en los fastos tan British
vs Grunge que aquí tanto chanaban.
Siempre
se nos han dado un poco mal las cosas que no son ni una, ni otra.
Pero
hete aquí que ni la hemeroteca, los achaques de edad o
sobreinformación que instruye a doctorados salidos por generación
espontánea día sí, día también. Va a eclipsar la verdadera magia
de la música y su incaducable vida:
Que
nunca es tarde para hacer un “de profundis”, incluso una revisión
de las instantáneas de nuestro viaje.
Cuando
llegamos sobre las nueve y pico, ya habían comenzado FREE CAKE
FOR EVERY CREATURE.
Un
cuarteto con Katie P. Bennett a los mandos desde la periferia de
Nueva York, que ejecuta un Pop cooperativista en un contexto de sala
de estar: Melodías susurradas, quebradizas y arrulladoras que
vertebran aquello que nos parece Lo fi. El emocore que en su día nos
cantaban los Hnos Kadane en Bedhead. O la belleza delicada de
Anna-Lynne Williams en Trespassers William.
Podría
ser una de tantas bandas de Sarah Records. Pero su ubicación en la
Costa Este, les da otra óptica maravillosa sobre lo que
aparentemente parece indiepop y en el fondo se escapa de nuestra
manía por ordenar en estanterías.
Un
set que como las frecuencias que solo se oyen en la naturaleza.
Hipnotiza, si eres capaz de desconectarte del escándalo. Y cura el
déficit de atención congénito.
Llegaría
poco después la sorpresa más aterciopelada y chic de la noche;
cuando ya por fin estábamos aposentados, cerveza en mano, saludos…
candor.
NIGHT
FLOWERS son una de esas bandas que podrían pasar por una de
tantas propuestas facilonas, sin demasiadas exigencias que hacen
equilibrio entre el IndiePop “para todos los públicos”, y el
mainstream con pedigrí. Pero que si echas cuentas, ves que a día de
hoy hay muy pocas bandas que se la jueguen, entrando sin remangarse
en el lodazal de los sonidos puramente ochenteros.
Lloyd
Cole & the Conmotions, Deacon Blue, The Heart Throbs, O ese
magnífico “Everybody Else is Doing it, So why can’t be?” de
Cramberris en 1993, olvidado al cabo de los años cuando alcanzaron
una popularidad masiva. Dan un poco la medida de discografías
consensuadas en cuanto la felicidad y nostalgia que generan, y lo
poco apreciadas que son en el podium de la excelencia más purista.
Sin
embargo en la noche del sábado 9, pocos fueron los que se
resistieron a bailar y canturrear junto a la excelente voz de Sophia
Petit y la encantadora puesta en escena. Que recordaba a esa
aparición de The Smiths en el Wistle Test: Americanas, glamour,
actitud y elegancia, sin subestimar la ñoñería que todos llevamos
dentro y no nos atrevemos a mostrar sin pudor.
Desglosaron
todo su disco de debut con un sonido igual demasiado pulcro y escaso
de guitarras. Pero con una actitud envidiable cuando se trata de una
banda que acaba de empezar y quiere gustar.
Un
disco que se crece exponencialmente en su segunda mitad con gemas
como “Cruel Wind”, “Head On” o “Fireworks”. Y que
enamora sobretodo por su honestidad, y el buen rollo con el que se
subieron al escenario. O la emoción con la que explican su primera
experiencia en nuestro país, mientras compartía un cigarrillo con
el batería tras el concierto; que por cierto, tenía un abuelo
aragonés.
Ahora
bien: No hay mayor placer sensorial a mis 48 años, que admirar la
capacidad de síntesis y a la vez de generadora de emociones. Que
tiene Kristin Hersch con su guitarra y su voz sobre un escenario.
Algo
que sospecho, se acerca mucho a una especie de comunión con el
pasado, el presente. Y esa magia inexplicable que ejerce la música
cuando se presenta al desnudo y con la realidad como argumento de
peso.
De
eso desde hace ya veinticuatro años, sabe mucho la bostoniana. Y
pese a conocerla al dedillo y por fin haber entrado de pleno en ese
universo táctil e intuitivo, donde desaparece cualquier rastro de
producción y arreglo de estudio. Todavía es capaz de hipnotizarme
con su mirada de gata y contoneos felinos, tejiendo con sus manos
cada nota. Al filo del quiebro vocal.
Un
set que se nos hizo corto bajo un silencio y respeto sepulcral. Y que
tal y como demandaba la puesta en escena, no incidió apenas en su
último y más eléctrico disco: “Possible Dust Clouds”.
Si
fueron “Gazebo Tree” o aquel primer destacado a dúo con
Michael Stipe “Your Ghost”, incluso su mimetizada “City of
Dead” de Throwing Muses que nos volcó el corazón como antaño.
“Sno
Cat”, “Krait”, “Flooding” o “Deep
Wilson” relucieron de forma mágica, detuvieron el tiempo. E
incluso nos arrastraron hacia un estado de paz interior que pocos
artistas son capaces de lograr, viniendo como viene, desde esa
electricidad tan salvaje como aterciopelada del alternativo
americano. Cuando los secretos coexistían parapetados a expensas de
exploradores, curiosos y aventureros.
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