Kilimanjaro
es como un pequeño oasis en medio de un basto desierto. Puedes estar
caminando días, años y vidas enteras en busca de algo sin saber
qué, y cuando lo encuentras, ser capaz de reconocerlo como indemne:
A tientas entre las formas onduladas de la fórmica de la cocina,
entre las sábanas de la cama y los pliegues de la carne o fileteando
los sueños en translúcidas lonchas. Y es allí, como un estrato
terrestre suspendido en la desmemoria, que aparece de repente.
Brillando instantáneo como si siempre hubiera pertenecido a este
tiempo y al de otros pasados/futuros.
Cuando la
aguja surca los elipses microscópicos del acetato y cae empicado en
“Poppies On the Field”, se puede admirar la perfección
del fin de los tiempos.
Exagero con
razones de peso cuando hace 35 años por estas fechas -un 10 de
Octubre- veía la luz el álbum debut de esta banda con Julian
Cope a la cabeza, y la buena compañía de David Balfe, Gary
Dwyer, Michael Finkler y Alan Gill. Hugh Jones, fue el
artista conductor a la sombra de éste y tantos artefactos de la
época, fue el encargado de la ingeniería; el sonido, el tono
perfecto. De su mente salieron muchas de las producciones de algunos
de mis discos preferidos. De echo, me los comparaba a ciegas si él
era el encargado de mover los hilos. Después llegarían Troy Tate,
Wilder, y la disolución dos años más tarde.
Una historia
veloz, que contrasta con la trayectoria de fondista cross del quien
fuera su líder, Julian Cope: El Galés, que tal cual como un fibrado
athleta Etíope, lleva más de treinta años y otros tantos discos.
Sorteando obstáculos y desniveles estilísticos de una manera tan
desmesuradamente genuina, que juzgarlo a estas alturas por sus
primeros trabajos me ruboriza.
Conspirador
en la cara oculta de la moneda del postpunk, en una de las décadas
más fúnebres y brillantes del pasado teacheriano. Y una de las
mentes más lúcidas a la hora de traducir la decadencia y el punk
rudimentario, en sonidos todavía por descifrar. No en vano, es
ahora, después de casi 25 años cuando todavía trato de transcribir
y alcanzo a comprender, la significancia de discos como el
Kilimanjaro en la música de nuestros días.
Poner de
vuelta en circulación algunos de mis vinilos, después de por lo
menos 6 años sin tener mal turntable que los sacase a bailar
– cuestión de reestructuraciones conyugales-, siempre tiene algo
de profano y espeleólogo. Los puedes haber escuchado miles de
veces: solo en tu habitación, frente al espejo antes de salir o con
amigos. Pero es cuando el tiempo se desliza sibilino, hasta el mismo
día que mides tu vida por décadas. Que de verdad te haces una idea
de como han evolucionado aquellos sonidos que te moldearon; y como te
ves ahora.
No se trata
de desempolvar el sextante, para acotar las constelaciones que han
marcado tu vida a golpe de pentagrama. Claro está, siempre y cuando
no seas de aquellos que te echaste a perder en la ciénaga
refunfuñando por el devenir de la música actual. Pero sí es
cierto, que solo la edad, el paso de los años y la consonancia de la
música a lo largo de los tiempos, te instruye debidamente para darle
en su justa medida, el valor subyacente que se merecen. En este caso,
Kilimanjaro: el disco de debut de esta seminal banda de
Liverpol.
Son
seguramente los únicos -junto a otros como los de Magazine o
cruzando el charco, como unos Talking Heads a la Inglesa- que me
suponen la verdadera piedra angular, de un término tan ambiguo y
dispar como lo es el Post-punk. Una etiqueta que puestos a analizarla
etimológicamente, tan solo describe aquello que ocurrió tras la
eclosión del Punk, como una especie de filosofía de vida hacia
territorios más refinados y vanguardistas.
Llegados a
este punto, Teardrop Explodes junto a Julian Cope como mentor
y rival de sus coetáneos Echo & The Bunnymen. Precedidos
por aquellos virginales Crucial Three o Wah!, donde
Pete Wyle ejercía del predicador militante antisistema. Se labraron
una existencia tan insignificante, como productiva y desencorsetada.
Nacido de entre las viñetas de un viejo Marvel desteñido de Dardevil vs Spiderman, nacieron Teardrop Explodes a grito de supervillanos. Kilimanjaro/1980/Fontana,
concentraría todo aquello que nadie se atrevió a explorar desde una
perspectiva militante e independiente. Con todo lo que conlleva esta
trillada etiqueta; nunca lo suficiente y escrupulosamente ejecutada
por otros.
En sus doce
cortes bien diseccionados, se pueden clasificar tantas referencias
como inclasificable su estilo: Post-punk, Neo-psicodelia, New Wave...
etc. Poner atención a esa línea de bajos, batería, metales y... no
sé. Podría ver incluso con los ojos cerrados, hasta algo de Funk
taciturno o porqué no, Dub en descomposición. En definitiva, un
concentrado elástico y maleable con todo lo bueno que nos ha dado la
música. En una época en la que estabas de un lado o de otro; no
había medias tintas. Ellos sí, no se cortaron un pelo a la hora de
dar rienda suelta. Y en su fulminante trayectoria, nos dejaron tres
años con un catálogo tan hiperactivo como impío.
Aquel disco
en el que las imperturbables cebras posaban en el marco de la sabana
africana, coronado por ese solemne anuncio tan a lo Deutsche
Grammofon. Ponía el cronómetro a cero en “Ha Ha I'm
Drownin”:
Las
trompetas del apocalipsis trotando sobre ese bajo skatalítico de Ray
Martinez y Hurricane Smith; como una anunciación. Redobles que
estallan con las guitarras de Michael Finkler derrapando:
La canción
tiene ese tono constante de ascenso, que contrasta con unos teclados
moog, que siempre sostienen esa especie de vaporosidad intrigante
durante todo el disco.
Julian Cope
más que un canto con esa voz siempre al límite adoctrina,. Y en
todo su conjunto, esa música marciana parece una proclama de
rebelión a golpe de marcha militar.
Años más
tarde se suavizarían con Wilder; más groove, más soul e incluso
Pop negro. Pero Kilimanjaro era un disco para la época raro de
narices. Parecía una mutación fallida de Paul Weller, los Specials
y The Doors, más que algo relacionado con el Post-punk. Con la
decadencia industrial y social, la oscuridad y desencanto de la
época, en una perfecta línea de flotación panorámica.
“Treason”
mantiene ese mismo tono Rocksteady con su estribillo falsamente
feliz; porque habla de situaciones lamentables. La época más
angosta y gris de la Inglaterra Tacheriana dio por consecuencia, con
uno de los periodos más creativos de la escena alternativa
Británica. Ese efecto vector de la música y cualquier instalación
artística, contra unos años asfixiantes y convulsos.
“Suffocate”
es un bolero sí, travestido, pero un canto arrabalero que como su
propio título reza canta al ahogo sentimental y social; un tema
igual que el “Jane” de The Smiths, que refleja con
claridad la situación de la Inglaterra de entonces.
Se
publicaría tres años más tarde en una edición Ep a 33rpm, esta
vez producida por Hugh Jones, con una sección de cuerda marca de la
casa sublime y un dramatismo sin paliativos; una pieza de
coleccionista extinguida y jamás reeditada.
Después
vendría “Reward”; su single de éxito por
antonomasia. En una época en la que no había necesidad de encabezar
los discos con el éxito de rigor, para mantener el interés del
oyente. Era cuando los álbumes destilaban una arrolladora
personalidad inspirada en un singular viaje iniciático por donde
hallar resquicios de escape.
Un ritmo de
Big Band tremendo. La simbiosis perfecta entre rítmica, Soul
psicotrópico. Y unas guitarras filamentosas que brillaban, y lo
siguen haciendo 35 años más tarde. Producido por Mike Howlett el
grande (Gong, Strontium 90, The Affair)
Kilimanjaro
no solo es un disco único en su época. Un antes y un después en la
cocktelera de las músicas pasadas y futuras. También es un cupage
de verdaderos genios en la ejecución, maquinación tras la pecera de
control y la producción. Allí confluyeron como en una mágica
casualidad: Bill Drummond & David Balfe (The Chameleons); por eso
quizás ese halo remembrante al What does anything Mean?
Basically de sus vecinos de Manchester). Clive Langer &
Alan Winstanley (cruciales en la carrera de Madness, de un Morrissey
primerizo, y de Elvis Costello). Y un Julian Cope inspirado, que fue
el detonante de semejante cónclave.
La cara A
del vinilo la cerraba “When I Dream” -en su edición
original- después vendría cambios legales de portada, reediciones
deluxe etcéteras y más etcéteras. Un trabalenguas psicodélico que
no puede negar su retirada camaleónica más ambiental.
Volteando el
engendro aparece “Went Crazy”; puro funky.
Musculoso y elástico. Mantiene en su primer himpas una clave tan
Bunnymen, que se me hace difícil pensar que no fuese más fructífera
la comunión de Iam McCulloch, Julian y Pete Wylie en su época de
Crucial Three y Wah!; menudos tres genios.
“Brave
Boys Keep Their Promises” es otro de los singles por
antonomasia del disco, aunque en realidad no lo fuese; uno de mis
preferidos. Dos minutos y medio suficientes para concentrar parte de
la esencia de la banda:
Trepidante.
Me encantan esos teclados tan presentes como un hilo conductor. No
sé, lo hacen tremendamente intrigantes. Meter esos elementos tan
poco comunes con su estética militar, combativa, y a la vez tan
poética... Supongo que era ahí donde residía en parte su voraz
magnetismo; el que me atrapó con la veintena recién cumplida.
Siempre he
tenido esa querencia por lo extraño, disonante y psicodélico. Me
puede lo sé, y me catapulta.
“Sleeping
Gas” tiene ese efecto de vapor lisérgico que suena con
analalogía, a esas máquinas que producían humo secante con olor a
fresa en las discotecas de los 80. Maquinal, cacofónico y espiral,
es un ritmo enfermizo y adictivo; me encanta!!, engrana perfectamente
con “Books”: Esa otra canción donde Julian Cope
parece transmutarse en esa especie de Nick Cave atormentado, heredada
de su paso por Crucial Three.
También la
grabaron los Echo & The Bunnymen en su Ep debut “Pictures on my
Wall” del 79; cuando una caja de ritmos suplía al malogrado Pete
de Freitas. Pero en Kilimanjaro creo que suena infinitamente mejor,
martilleante e implacable.
Una “Thief
of Bagdad” épica, ambiental y exótica, nos pone rumbo
hacia final del disco y hace que en su ocaso sea todavía más
trágico; su cara B me parece bestial. El Moog en manos de David
Balfe es casi religioso, dominante, te hace viajar por los paisajes
esteparios y yermos africanos.
Por eso,
después de escanear todo lo que se ha publicado sobre la banda y
posteriores reediciones al más puro estilo matadero; me parece una
aberración: 17 temas en la versión de luxe #odio esta palabra, en
la que han descuartizado el disco en un quita y pon sin sentido
tirando por tierra toda su magia. Por amor de dios!!. Con el gusto
que da disfrutar del vinilo en cada uno de sus lados, y testimoniar
la grandeza de su desenlace.
Debe ser que
todavía nadie se ha enterado, que los discos, como las buenas
historias, tienen en su orden, trama y colofón, gran parte de su
esencia. Que no se trata de atiborrar de canciones un cubículo de
bolsillo y ya está, no. Son doce canciones y punto. Y si después
quieres publicar un disco de extras pues muy bien, enhorabuena
campeón.
Calentón al
margen; porque parece que a nadie le importan esos pequeños detalles
de la vida. Y volviendo al hilo del disco. Es en el final del mismo
donde se hace escala en uno de sus momentos más grandes.
Si no el más
grande, por lo menos en el más atemporal, inmortal y representativo.
El mío vaya, en esto, no espero que nadie esté de acuerdo conmigo;
así, en plan egoísta y Golum.
“Poppies
in the Field”; como decía al principio de la exposición.
Es esa canción; la última. La que me hace por obligación, recalar
en este imprescindible álbum; no por cumplir los 35 años de su
publicación y ya está. Si por mi fuera, este si que sería un buen
motivo para instaurarlo anualmente como día de festividad por
decreto; incluso dedicarle una plaza: LA PLAZA DEL KILIMANJARO; ¿no
quedaría bien?
De entre
todas las doce joyas que lo nutren, esta, la que más me hace pensar
sobre su vigencia. Una canción que sintetiza un ADN irrepetible e
inclonable. De echo es el tema que ha dado pie a lanzarme por fin a
escribir sobre el disco en cuestión.
Se puede
percibir el pulso firme, su latido. Dibujar las constates del
monitor, con los ojos cerrados en el subconsciente, simplemente
balanceándote en su vaivén. Y comprobar increíblemente que 35 años
más tarde sigue perteneciendo a un tiempo aún por definir. Podría
publicarse hoy mismo, y seguiría siendo complicada de ubicar.
Toda la vida
buscando cada día fórmulas magistrales, y resulta que están
sumidas en el más absoluto ostracismo del pasado.
Me gusta
especialmente, porque es de esas canciones donde se pueden atestiguar
esos procesos, en los que la música evoluciona y se aparea de manera
casi invisible: Del Country al Rock&roll, del R&R al Punk,
pasando por el Surf, la Progresiva al Krautrock, la Psicodelia, la
electrónica... y así hasta no acabar.
No me
refiero a los géneros, como las vallas que cercan tribus, especies y
razas, sino a lo intermedio. Al paso de una a otra y a su mestizaje
casi inapreciable, indefinible. Si el Post-punk o el New Wave ilustró
perfectamente la evolución del Punk, hay cosas todavía que no
acaban de pertenecer a una, ni a otra. Viven en el limbo musical,
quizás demasiado avanzados para el tiempo en el que vieron la luz. Y
curiosamente acaban estando ahí, flotantes e inmortales.
Teardrop
Explodes creo a mi parecer, que fueron una de esas bandas; quizás
poco entendidas por su riqueza cromática. Dicen que fue la pasión
autodestructiva de Julian Cope la que los fagotizó. Quien sabe si la
industria y las corrientes las que los deformaron. O si es el
canibalismo el que nos conduce aun avance donde no valen lastres
románticos ni heridos, la que hace que las cosas brillantes de
verdad duren un instante.
En cualquier
caso, Julian no miró atrás. Y su trayectoria ha seguido
ofreciéndonos visiones totalmente libres de la música: Comerciales
y continuistas en sus primeros trabajos. Conceptuales en muchos
casos, y experimentales cuando el espacio actual no contempla el
conocimiento por encima del éxito.
Kilimanjaro
eso sí, y por encima de opiniones, pasiones o perspectivas erróneas.
Es un disco único, uno de los pocos de entre el montón que tengo (y
que me gustan), que ocuparían un sitio especial.
No es el
disco que más he escuchado, en absoluto. Los que me gustan de verdad
los escucho muy de tarde en tarde, solo en momentos en los que se
aparecen; como los santos. Me ayudan a entenderme, y a entender hacia
donde vamos. Y no es por quitarle mérito a la música de ahora, pero
no es demasiada la que hace una relectura verdaderamente interesante
de la misma. Disputas y medallas a parte que colgarse para ser el
pionero, el primero de la clase o el descubridor. Discos como este,
son los que hacen bandera de la magia de la música y de los tesoros
que levitan por encima de generaciones y épocas; nunca demasiado
tarde para descubrirlos.
Un disco histórico sin lugar a dudas. Recuerdo que en su época le tenía algo de manía porque un amigo me decía que era mejor que los primeros de Echo & The Bunnymen y por ahí no tragaba. Quizás eso me provocó no valorarlo como merece. Anécdotas de adolescencia. Abrazos.
ResponderEliminarJajaja bueno ya se sabe Johnny, en la juventud siempre se suelen adoptar posiciones más radicales "pasionales". Yo tampoco soy de enumerar discos por más o menos buenos. Pero si es cierto que pese a ser un primer comprador en épocas juvenles de la discografía Bunnymen, con los años y la edad le he sacado más sustancia a bandas como los Teardrop, Magazine o los Sound; en generarl discos con menos hits obvios, y quizás más extraños... La edad nos enseña a vivir las cosas distintas y eso es un poco el milagro de envejecer. Ni más malo ni más bueno... diferente
ResponderEliminarUN ABRAZO GRANDE PASSIONATE FRIEND!!